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sábado, 1 de septiembre de 2018

Noche sin fondo (1-3)

Noche sin fondo

A esa hora de la noche, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, el viejo convertible conservaba intacta, en apariencia, toda su dignidad. Había algo imponente, venerable, en aquellas líneas realzadas del viejo Ford Galaxie rojo, los vivaces colores de fábrica, las impecables gomas banda blanca, el ronroneo felino del motor, la opulencia con que se desplazaba su mole silenciosa por la avenida desierta donde ya ni las almas se veían.
El Güero Padilla, al volante, manejaba con un porte que estaba a la altura de la situación. Brazo izquierdo apoyado discretamente sobre la ventanilla, la cara larga, afilada, casi tanto como la nariz, el gesto despectivo, el trago al alcance de la mano. Una especie de dandy blanco y rubio.

sábado, 28 de julio de 2018

Noche sin fondo (2)

28 julio, 2018

Avenida Francisco Madero, Monterrey. Fuente externa
Lo que ocurrió en La tranca esa noche me lo contaron después de muchas maneras y en la medida en que me lo contaban el relato crecía en sus dimensiones épicas y dramáticas. Una de las versiones incluía a un público despavorido que se arrojaba desesperadamente desde la terraza a la calle para escapar de una balacera interminable entre dos bandas rivales de mariachis.
A unos cuantos estudiantes les fue mal porque salieron del lugar con magulladuras y daños menores y sobre todo porque tomaron el camión, el autobús equivocado y fueron a parar a un par de cuadras del lugar en que vivían, la Colonia Roma.
En la ciudad de Monterrey de esa época, el odio o la envidia de clases se manifestaban con fuerza, sobre todo en los barrios marginales que colindaban con los residenciales. Había, en las calles de la Colonia Roma, una pared invisible que no podíamos atravesar impunemente. A nadie se le ocurría ir a comprar bebidas o cigarrillos en los estanquillos que estaban al otro lado. Un paso más allá de esa pared significaba entrar en territorio hostil, y fue allí, en territorio hostil, donde el camión dejó a los estudiantes, que vestían, por cierto, elegantemente con sacos y corbatas, cosa que representaba toda una provocación. En ese mismo lugar los recibieron, nada más bajar del camión, a pedradas, los obligaron a emprender la fuga a toda madre, a morderse la lengua en la carrera, a ensuciarse de lodo, a correr y correr hasta llegar a la Colonia Roma con un poco más de lengua que corbata y milagrosamente incólumes.
Los felices propietarios del Ford Galaxie rojo salieron, sin embargo, de La tranca sin un rasguño y al poco rato se encontraban navegando en la portentosa nave por la Calzada Madero.
El Güero Padilla, al volante, había adoptado un extraño aire de perdonavidas que no hacía juego con el porte principesco de Gumersindo. Bonilla repasaba mentalmente los principales acontecimientos de la larga noche y aludía a cada momento en voz baja al sein dasein heideggeriano, Willians se moría de ganas de tocar la trompeta, pero no se lo permitían.
Cincuenta años después, Frank Villalba recordaría que Gumersindo tenía muchas amigas y lo invitaba a pasear con cierta frecuencia en el coche, pero haciendo el papel de chofer y no de príncipe, y lo presentaba a las agraciadas diciendo que era su hermano. A veces, cuando las muchachas preguntaban por qué había entre ambos tanta diferencia de color, Gumersindo respondía que todo se debía al hecho de que Frank había nacido de día y él de noche.
Lo que no podían entender y no entendieron nunca era lo relativo a la definición del color que aparecía en sus documentos de identidad. Indio claro, indio oscuro.
Lo de oscuro se nota a leguas, decían, pero el indio no lo veían en parte. Algunas ignorantonas preguntaban incluso si acaso eran así los indios de su país, tan diferentes, por cierto, a los de México, y se alborotaban a veces con solo oírlos hablar en aquel español caribeño que irrespetaba las eses y la integridad de todas las palabras en general. El habla y el pelo crespo de los dominicanos podía hacer furor.
-Qué padre hablan -decían-. Y el pelo chino, qué padre.
Lo único que empañaba el recuerdo de aquellos momentos encantadores tenía que ver con el desaire, la puñalada trapera que les había infligido el perverso Cartagena. Cartagena era un tipo ocurrente, que andaba solo por lo general o en compañía de Barón, y Barón solía ser un tipo suave como agua mansa (de la que uno pide que lo libre Dios), aunque no menos ocurrente. Pero las ocurrencias de Cartagena no eran siempre graciosas y podían ser pesadas. Un día Frank y Gumersindo lo vieron pasar con aire distraído por la plaza de La Purísima, cerca del lugar en que se encontraban, compartiendo alegremente con un manojo de chamacas a bordo del Ford Galaxie rojo.
Gumersindo lo llamó con su habitual camaradería y le dijo Cartagena, ven a conocer estas flores. Cartagena no se dignó mirar. Paró la nariz y dijo, casi al descuido, gracias no, están casi todas marchitas.
Bonilla y Villalba conservaron también la amistad a través de un chingón de años y un día, mucho tiempo después de la dorada epopeya estudiantil, el primero recibió una carta del segundo que parecía jubilosa. Villalba le anunciaba, desde Baja California (casi desde otro planeta, muy parecido a Marte), que iba en pos de su segundo millón de dólares. Bonilla le respondió para felicitarlo y Villalba le dijo que no, que no era el caso, que no lo felicitara, que si iba en busca de su segundo millón de dólares era porque se había pasado la vida buscando el primero y no lo hallaba en parte.
Ahora, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, y a bordo del sigiloso Ford Galaxie rojo, lo que ocupaba la atención de los pensamientos de Bonilla no era Villalba sino Dinapoles, que se enfrentaba a una difícil encrucijada, la circunstancia más dramática de su vida.
Dinapoles era un genio, un matemático puro, un filósofo puro, y era, como todo genio, incomprendido.
Después de tantos años de esfuerzos y desvelos, después de tanto empeño en el estudio, estaba a punto de graduarse y no graduarse.
Acababa de presentar una enjundiosa y muy celebrada tesis, “Filosofía de las matemáticas”, pero no aparecía entre los profesores del Tecnológico un matemático que entendiera tanta filosofía ni un filosofo que entendiera las matemáticas.


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lunes, 23 de julio de 2018

NOCHE SIN FONDO


Pedro Conde Sturla
https://acento.com.do/2018/opinion/8589450-noche-sin-fondo/


A esa hora de la madrugada, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, el viejo convertible conservaba intacta, en apariencia, toda su dignidad. Había algo imponente, venerable, en  aquellas líneas realzadas del viejo Ford Galaxie rojo, los vivaces colores de fábrica, las impecables gomas banda blanca, el ronroneo felino del motor, la opulencia con que se desplazaba su mole silenciosa por la avenida desierta donde ya ni las almas se veían.
 El Güero Padilla, al volante, manejaba con un porte que estaba a la altura de la situación. Brazo izquierdo apoyado discretamente sobre la ventanilla, la cara larga, afilada, casi tanto como la nariz, el gesto despectivo, el trago al alcance de la mano. Una especie de dandy blanco y rubio. 
Gumersindo, a su lado, el imponente Gumer, sumergido en la oscuridad de su piel, mascullaba o masticaba entre dientes una  especie de salmodia, el trago entre las piernas.
A espaldas de Gumer, en el asiento trasero -vaso con hielo y agua entre las manos-, Bonilla pronunciaba palabras ilegibles: Heidegger, Hegel, Kant, sein dasein. De vez en cuando decía Monterrey, Monterrey querido, hablaba solo de la debacle existencialista, del horario de los trenes, de su fascinación por los andenes, que son la imagen traslaticia y espacial de las despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos repletos de alegrías y de abrazos.
Willians, con la trompeta en el regazo, al otro lado, justo detrás del Güero, tarareaba una melodía, manicero. Willians acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. No la vayas a tocar, nos dejas sordos. La noche estaba creciendo en Monterrey querido y el frío comenzaba a apretar.
Hacía en realidad un frío de madre, de su maldita madre, y tenían la calefacción a todo dar, pero desde la última vez que bajaron la capota el convertible se había convertido en   descapotado, solamente en descapotado y el maldito frió de Monterrey apretaba.
-¿Cómo pudo pasar esto? -preguntó el mecánico que intentó arreglarlo-. Parecería que alguien intentó bajar la capota con el coche a toda marcha y supongo que perdería el control, daría vueltas de trompo en la pista. El mecanismo está trabado, inservible. ¡Ay, Chihuahua!
El Güero Padilla y el imponente Gumer -dos de los cuatro dueños del vehículo- habían organizado en horas de la tarde uno de sus acostumbrados safaris urbanos, una expedición de caza o pesca que a veces daba buenos resultado y siempre causaba impresión.
Para los fines de lugar, montaban una especie de teatro. Gumersindo se vestía como un príncipe, con sus mejores galas, adoptaba un porte aristocrático y ponía cara de rico, más bien de alguien que estaba como podrido en dinero. El Güero se calaba una gorra, endosaba una especie de uniforme, simulaba ser el chofer, lo paseaba por la Plaza Zaragoza, le abría y cerraba la puerta, lo escoltaba con aire de matón como todo un guardaespaldas y cuando alguna chamaca se interesaba en el personaje decía en voz muy baja y misteriosa que era un príncipe de un país africano y prefería pasar de incógnito.
Cuando la ocasión era propicia sucedía un poco como con aquel pescador que tiró las redes y sacó tantos peces que estuvo a punto de hundir  la barca. Es decir, llenaban el espacioso convertible de muchachas en flor, a veces media docena de muchachas en flor, las paseaban por la ciudad, revelaban al cabo de un tiempo su verdadera identidad, se daban a conocer como estudiantes del Tec, intercambian números de teléfonos, hablaban, reían, iban a veces a la farmacia a tomar helados y cervezas y a veces iban a bailar.
La pesca no había sido buena ese día y a eso de las  ocho y media el príncipe y su chofer estaban haciendo fila en la boletería del cine teatro Florida y se juntaron con Willians y Bonilla. Era ese el lugar en que se presentaban los espectáculos que la Sociedad Artística Tecnológico ponía a disposición de sus estudiantes y personal docente. Esa noche estaba programada una función con un reducido núcleo del Ballet Bolshoi que dejó al público impresionado.
Después del maravilloso espectáculo, los del convertible y otros estudiantes se dirigieron a La Tranca. El popular cabaré -donde asistirían a otro tipo de espectáculo más o menos educativo- estaba en un segundo piso. Subieron por una angosta escalera, la única entrada y salida del local, y ocuparon varias mesas en una amplísima terraza al aire libre donde ya no cabía ni lugar a dudas. Estaba repleta de estudiantes vociferantes en su mayoría, y el conjunto de Mike Laure tocaba una cumbia y lo que pasa es que la banda está borracha. De El lago de los cisnes en el Florida pasaban a lo qué pasa es que la banda está borracha, está borracha, y a muchos parecía despertarles mayor entusiasmo que el dichoso lago de Chaikovski. 
Después, en otra popular melodía, sucedió que cuando yo venia viajando, viajaba con mi morena y al llegar a la carretera se fue y me dejo llorando...Mi negra se fue llorando y a mí esa cosa me duele, se le llevo un maldito carro, aquel 039... 039, 039, 039 se la llevó.
Cuando terminó la música ocurrió algo que nadie se esperaba, ocurrió lo peor de lo peor. Un cuate mal encarado se acercó a una mesa donde una bailarina hablaba con un bailarín y le pegó dos tiros.
El lío que allí se armó no es algo que pueda describirse cabalmente. Fue algo comparado a una estampida, algunos no se movieron de sus mesas, pero la mayoría de la gente gritó, saltó literalmente de sus sillas, y se dirigió en tropel hacia la angosta escalera, un callejón sin salida o con muy poca salida donde muchos hubieran podido morir apachurrados. 
En eso volvió a escucharse música, un furioso tambor que acompañaba la entrada en el escenario de seis jugosas bailarinas disfrazadas de esqueletos o calaveras que se acercaron al baleado difunto, lo cargaron en vilo y empezaron a bailar una especie de danza macabra.
A la atemorizada clientela le tomó un rato darse cuenta de que se trataba de un show de mal gusto y empezó a calmarse, pero mucha gente estaba irritada y magullada y manifestaba su descontento en voz alta con palabras generalmente alusivas a la chingada madre de los pinches organizadores de la chingada ocurrencia. Además, en el lugar casi no había vasos ni botellas que no estuvieran rotos, ni mesas ni sillas que no estuvieron patas arriba y la mayoría abandonó el lugar aprovechando el desorden para no pagar la cuenta. 
Yo no estaba ahí. Esto me lo contó al otro día mi primo, el llamado Güero Culero.

pcs, viernes 21 de julio 20188






sábado, 21 de julio de 2018

Noche sin fondo (3)

Willians cerró los ojos para recordar y recordaba bien. En el asiento trasero del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, justo detrás del Güero Padilla, el aire gélido de la noche de Monterrey lo mantenía despabilado.
Willians Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra, con una inteligencia despejada que no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen.
En Monterrey, Willians se ambientó como en todos los ambientes que había conocido, como pez en el agua, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otras géneros musicales menos gastronómicos. 

sábado, 14 de julio de 2018

Covarrubias

Pedro Conde Sturla





Instituto Tecnológico de Monterrey. 
En la esquina Pernambuco con Avenida Tecnológico: allí estaba la parada de taxis y allí estaba casi siempre Covarrubias.
A veces también estaba casi siempre aquel gordo barrigón al que nunca le daba frío y aquel flaco que de tan flaco se parecía a Agustín Lara (“demasiado flaco para estar vivo y demasiado gordo para estar muerto”).