lunes, 16 de diciembre de 2019

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (1-15)

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (1)

 

Pedro Conde Sturla

18 de noviembre de 1919


De todos los escritores del mundo, quizá sea Mark Twain quien más se haya divertido contando lo que quería contar. Por eso el lector disfruta tanto con su implacable versión de la estupidez, la arrogancia, la ostentación y el disparate generalizado de la humanidad.» (Chicago Sun Times).




Dicen que Mark Twain decía que un banquero es un señor que te presta un paraguas en un día de sol y te lo quita en un día de lluvia.

Mark Twain era un irreverente que no sólo hablaba mal de los banqueros, sino también de la religión y de la Biblia en particular. Alguien que decía: “Cuando prohíben un libro mío en una biblioteca donde tienen la Biblia al alcance de cualquier joven indefenso, la ironía de la situación, en vez de irritarme, me divierte”. También decía que “La irreverencia es la campeona de la libertad, y su única defensa segura”.

Mark Twain tenía además una pésima opinión sobre los llamados seres humanos y de su propio país, era un  disociador y un poco ateo, un enemigo jurado del  colonialismo y el imperialismo, un lunático que decía que  “Dios creó la guerra para que los estadounidenses  aprendieran geografía” y que “la nueva bandera de los Estados Unidos debería ser con las rayas blancas pintadas de negro y las estrellas sustituidas por un cráneo y dos huesos  cruzados”.

En general, se manifestó en sus escritos periodísticos como un antiimperialista radical, se pronunció a favor de las  revueltas contra el despotismo zarista en Rusia, expresó las  mayores simpatías por los chinos en la Guerra de los bóxers y dedicó críticas acerbas a la política imperial del monstruoso Leopoldo de Bélgica en el Congo.

Mark Twain se pronunció particularmente en contra de las aventuras militaristas y expansionistas de su país en Puerto Rico, Cuba y Filipinas, le llamaba asesinos uniformados a los marines que invadían y masacraban a los filipinos y hablaba en términos muy poco elogiosos del papel que desempeñaron en la guerra hispano estadounidense.

En opinión de Mark Twain, el presidente Theodore Roosevelt, uno de los grandes héroes de esa guerra, considerado por muchos como la más pura encarnación del patriotismo usamericano, no era más que un carnicero, un rufián, un acosador, un gobernante indigno.

Mark Twain era alguien que se oponía al envío de misioneros a África, que decía que había mucho que hacer en la propia casa evangelizando a los paganos que se dedicaban a linchar negros en el Sur. Por algo escribió un libro titulado “Los Estados Unidos del linchamiento”.

En muchos aspectos, este gran humorista, o mejor dicho, “el escritor satírico más grande que ha producido Estados Unidos”, era un personaje adolorido, desencantado, que sufrió grandes tragedias familiares durante toda su vida. Decía, entre otras cosas, que “de entre todas las criaturas los humanos son las más detestables, pues son las únicas criaturas que infligen dolor por entretenimiento, sabiendo que están causando dolor”. Decía o dicen que decía que “el hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir». Decía que “el hombre es la criatura que Dios hizo al final de una semana de trabajo, cuando ya estaba cansado”. Decía que “el hombre es un experimento y que el tiempo demostrará si valía la pena. Decía que “el perro que recoges muerto de hambre y alimentas y haces próspero no te muerde. Esta es la principal diferencia que hay entre un perro y un hombre”. Decía y repetía: “A mi edad, cuando me presentan a alguien ya no me importa si es blanco, negro, católico, musulmán, judío,capitalista, comunista … me basta y me sobra con que sea un ser humano. Peor cosa no podría ser”. Decía, con menos palabras: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre, basta que sea un ser humano, nada puede ser nada peor”.

El humor y la risa eran su única tabla de salvación, su seña de identidad. El humor, la risa y el desconcierto que producen. Por eso dijo que la “raza humana en su pobreza tiene un arma incuestionablemente eficaz: la risa. El poder, el dinero, la persuasión, la súplica, la persecución, todas pueden intentar levantar un disparate colosal, empujarlo, atosigarlo un poco, debilitarlo, siglo tras siglo, pero solo la risa puede hacerlo estallar en pedazos y ráfagas de átomos. No hay nada que se resista al ataque de la risa”. No existe, sin embargo, nada superficial en el humor y la risa de Mark Twain. En su concepto, el humor no surge de lo trivial, sino del drama, de la gran comedia o tragedia humana.

Dicen que Mark Twain abrigaba dudas más o menos pasajeras o permanentes sobre la existencia de Dios y dicen que dijo o decía: “El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía”, y que “es mejor vivir fuera del Jardín del Edén con Eva que dentro de él sin ella”. No en vano escribió una diatriba llamada “Los escritos irreverentes” y otra titulada “Los diarios de Adan y Eva”. Entre esos textos sacrílegos y desaconsejables, hay unas escandalosas “Cartas de Satán” que no deben ser tomadas a la ligera. En ellas se resume un poco todo lo que aquí se ha dicho y demuestra fehacientemente que Mark Twain era de muchas maneras digno por lo menos de la hoguera o el paredón.

Las cartas de Satán

Carta1

Mark Twain

Este es un lugar extraño, un lugar extraordinario e interesante. En casa no hay nada que se le parezca. Las personas están todas locas y los demás animales también. La Tierra está loca, como la mismísima Naturaleza, que también lo está. El Humano es una curiosidad maravillosa. En el mejor de los casos, es una especie de ángel de grado inferior bañado en níquel; en el peor de los casos, es un ser inefable, inimaginable. Pero desde el principio hasta el final y siempre, es un sarcasmo. Sin embargo, ingenuamente y con toda sinceridad, se llama a sí mismo, «la obra más noble de Dios». Esto que digo es verdad. Y no es una idea nueva en él; sino que la repite desde tiempos inmemoriales, tanto que ha acabado por creérsela, sin que nadie en toda su raza sea capaz de reírse de ella.

Es más, si me permiten alargarme un poco, el humano se considera el animal preferido del Creador. Está convencido de que el Creador no sólo está orgulloso de él, sino que le quiere, que tiene pasión por él y que se pasa las noches en vela, rendido de admiración, sí, vigilándolo y manteniéndolo fuera de peligro.

Cuando reza, está convencido de que el Creador le escucha. ¿No es una idea pintoresca? Llena sus oraciones de halagos torpes, burdos y floridos, persuadido de que el Creador se sienta y ronronea de placer al oír tales extravagancias. No pasa un día sin que rece para pedir socorro, favores y protección, siempre con optimismo y confianza, aunque ninguno de sus ruegos haya recibido respuesta jamás. La afrenta diaria, la derrota constante, no le desaniman, pues sigue rezando como si nada. Hay algo casi hermoso en esta perseverancia. Pero permitan que me exceda algo más. ¡El humano cree que va a ir al cielo!

Al fin y al cabo, tiene unos maestros asalariados que se lo dicen. Como le dicen que hay un infierno de hogueras eternas al que irá si no cumple los Mandamientos. ¿Y qué son los Mandamientos? Pues toda una curiosidad. Ya hablaré de ellos más adelante.




Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (2)

Pedro Conde Sturla  | 25 de noviembre de 2019 | 12:03 am 

Mark Twain nació en 1835 en un poblado de Missouri llamado Florida, que en esa época tenía una población de un centenar de habitantes y hoy está deshabitado. Era un villorrio invisible, casi invisible -cuenta Mark Twain-, y su nacimiento contribuyó a elevar el indice demográfico en un uno por ciento. De esa hazaña, esa proeza que, según decía, muy pocos hombres de la historia habían realizado, se sentía o decía sentirse muy orgulloso.

Después, cuando apenas tenía cuatro años, fue a parar a un pueblo llamado Hannibal, un puerto, en el que no vivían mas de diez o quince mil personas, a orillas del poderoso Mississipi, el padre de las aguas. De ese puerto, esas aguas, que aparecen transfigurados bajo el nombre de San Petersburgo en algunas de sus novelas, preservaría unos vínculos entrañables que lo acompañarían toda la vida. En Hannibal empieza a descubrir el mundo, se familiariza con la esclavitud, la trata y el maltrato de los negros, que tendrá en su obras una importancia capital.


Asiste durante un tiempo y de mala gana a la escuela, se convence de que los estudios no lo van a llevar a ninguna parte. De hecho,  nunca permitiría que la escuela “interfiriera con (su) educación”.

La religión tampoco era lo suyo. De la iglesia calvinista, a la que iba desde pequeño, sólo conserva desagradables recuerdos que le inspiran frases desalentadoras: “Si Jesucristo estuviera aquí ahora, hay una cosa que no sería: cristiano”. En otra ocasión escribiría: “Un hombre es aceptado en la Iglesia por lo que cree y es expulsado por lo que sabe“.

Para peor, unos cuantos textos suyos forman parte de un escabroso libro titulado “La Biblia del ateo: una ilustre colección de pensamientos irreverentes”. Esta obra, de una mujer llamada Joan Konner, fue publicada por la Editorial Seix Barral en el año 2008 y contiene  pensamientos muy peyorativos, sarcásticos en relación a las creencias religiosas.

Lo que dejó escrito Mark Twain sobre la Biblia, el dios de la Biblia y la misma Biblia no se presta de ninguna manera a equívocos ni a interpretaciones retorcidas, amañadas o complacientes:

“Nuestra Biblia nos revela el carácter de nuestro Dios con una exactitud minuciosa y sin remordimientos… Es quizás la biografía mas difamatoria que haya sido impresa nunca. Hace de Nerón un ángel de luz por contraste”.

La verdad es que, en este sentido, el juicio lapidario de Mark Twain parece competir con los de otros dos famosos personajes: Thomas Paine y Charles Darwin:

Thomas Paine, uno de los llamados padres fundadores de los Estados Unidos, afirmaba sin tapujos que “Siempre que leemos las historias obscenas, las orgías voluptuosas, las ejecuciones crueles, la venganza implacable que llenan mas de la mitad de las páginas de la Biblia, nos parece que sería mas lógico considerar ésta como la palabra de un demonio mas que la palabra de Dios. Es una historia de maldad que ha servido para corromper y embrutecer al género humano”.

(De hecho, eso lo estamos viendo hoy en Bolivia y lo vimos en Brasil).

Charles Darwin, por otra parte, decía en tono reposado y a la vez lapidario que entre 1836 y 1839 “había comenzado a ver gradualmente que el Viejo Testamento, desde su manifiesta falsa historia del mundo, con su Torre de Babel, el arco iris de Señal, etc., etc., y de atribuirle a Dios los sentimientos de un tirano vengativo, no era mas de confiar que los libros sagrados hindúes o las creencias de cualquier bárbaro”.

Aparte de la atmósfera viciada que se respiraba en Hannibal (en aquel ambiente puritano, esclavista, probablemente insalubre), todo conspiraba en contra de una adecuada formación para cualquier muchacho con un mínimo de inquietudes intelectuales, incluso contra la salud física y mental de sus pobladores.

Mark Twain tuvo una infancia desgraciada, seguramente oscura y triste. De hecho, dolorosas pérdidas familiares marcaron el compás de sus primeros once años, al igual que marcarían los de su vejez. A los cuatro años Mark Twain perdió a una de sus hermanas, a los siete perdió a un hermano y para cerrar con broche de oro quedó huérfano de padre al cumplir once. En su edad madura vio morir a una de las hijas, otra fue víctima de la locura, su esposa quedó invalida, se consumió en una larga enfermedad que terminó de envenenar su vida. La gota que colmó la copa de sus desgracias.

La tragedia parecía abatirse y se abatía en estos últimos años con mayor saña sobre Mark Twain en la medida en que su carrera y su fama de escritor alcanzaban el cenit, mientras cosechaba más y más galardones literarios y se acrecentaba su fama y se ganaba cada vez más el corazón de sus lectores. En cierto momento eligió el color blanco como símbolo de luto y nunca volvió a usar ropa de otro color.

Esta no es o no parece ser de ninguna manera la biografía de un humorista para quienes se toman el humor a la ligera. Sin embargo, para Mar Twain “el origen secreto del humor no es la alegría sino la tristeza”.

Mark Twain era, como se ha dicho y repetido, un personaje adolorido, desencantado, pesimista, alguien que tenía muy poca fe en el ser humano, que decía las cosas mas dolorosas con un gran sentido del humor, con un toque de humor, un humor seco, como se ha definido, un humor cáustico que provoca risa en cualquier situación y corroe un poco todo lo que toca. Ese escritor, dotado de un inmenso talento literario, es presentado a menudo o casi siempre, mas bien enmascarado o travestido como un simple autor de amables libros de aventuras para niños y adultos. Es siempre el celebrado autor  de “La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras”, un delicioso relato superficial y ameno que no representa para el orden establecido mayor peligro, y en el cual se le ha encasillado, encorsetado. Se le ha querido inmovilizar en una especie de camisa de fuerza.

Pero las cosas son de otra manera. Mark Twain no es sólo el fundador de la literatura usamericana, es el más universal y más notable y el más grande genio literario que ha producido Estados Unidos, uno de los más grandes escritores satíricos que ha conocido la humanidad.

Mark Twain fue la conciencia crítica más lúcida y terrible de la sociedad de su tiempo, el más lúcido visionario, el escritor que expuso ante los ojos de sus contemporáneos las llagas purulentas del mundo en que vivían. La piedra en el zapato de la conciencia. Un incordio, un intelectual incómodo. El hombre que reveló que el sueño americano era para mucha gente una ingrata pesadilla. El pudo ver lo que otros no verían. Más de lo que vería o vio José Martí en las entrañas del monstruo.

«Toda la literatura moderna americana -escribió Ernest Hemingway en ‘Las verdes colinas de África’- procede de un libro de Mark Twain que se llama Huckleberry Finn… Es nuestro mejor libro. Todo lo que se ha escrito en América surge de él. Antes no había nada. Y nada que se le asemeje ha aparecido después».




Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (3)

Pedro Conde Sturla  | 2 de diciembre de 2019 | 12:03 am 

Cuando murió su padre en 1847, Mark Twain apenas tenía once años y cursaba el quinto de primaria. En aquellas circunstancias no le quedó otro camino que abandonar la escuela y buscar trabajo: inscribirse en la universidad de la vida. Su primer empleo, como aprendiz de tipógrafo en un periodico local, lo puso en contacto definitivo con lo que sería el centro de gravedad de su existencia: el mundo de las letras, el mundo editorial en el cual ocuparía un lugar tan relevante.

Al tiempo que aprende un oficio empieza a escribir artículos, relatos, textos de humor, empieza después a viajar como impresor itinerante, a moverse de un sitio a otro (Nueva York, Filadelfia, San Luis, Cincinnati). Igual hará después durante el resto de su vida por toda la superficie del planeta. En esa época empieza además a frecuentar bibliotecas, a fabricarse una educación autodidacta. A los dieciocho años ya era conocido como colaborador de distintas publicaciones neoyorquinas.

Años más tarde se embarcó literalmente en una aventura que lo llevó a convertirse en piloto de un buque de vapor. Para lograrlo se tuvo que aprender de memoria el Mississipi, aprender al dedillo todo lo relativo al proceloso río, hacerse un mapa mental de puertos, embarcaderos, corrientes, meandros, remolinos, y distintas profundidades a lo largo y a lo ancho de un difícil trayecto de unos tres mil kilómetros. Al cabo de dos años de estudio, en1859, obtuvo la licencia de piloto fluvial. Consiguió, a su juicio, un cargo de mayor prestigio y autoridad que el de capitán del vapor y un sueldo casi astronómico de sesenta y cinco dólares mensuales. Pero el 12 de abril de 1861 estalló la terrible guerra de secesión y el tráfico de buques por el río se redujo a su mínima expresión. Ahí terminó su carrera.

Para peor, durante el período de estudio, había convencido a su hermano Henry (uno de los tres que había sobrevivido a la infancia), de que siguiera sus pasos. Por desgracia, el hermano murió en 1958, cuando explotó la caldera del vapor en que trabajaba y añadió otro crespón de luto a la luctuosa biografía de Mark Twain.

Su participación en la guerra civil fue breve y poco entusiasta, incluso poco documentada, aunque se supone que se unió en principio a un compañía de voluntarios que defendía la causa del Sur y se disolvió a las dos semanas de fundada. Otros dicen que simplemente desertó. Se fue con su hermano Orión a Nevada.

Durante el resto de la contienda se dedicó a viajar y conocer las vastas regiones del oeste del país, que permanecieron prácticamente al margen de conflicto, trabajó durante un tiempo como minero en Virginia City, un pequeño pueblo de Nevada.


Luego consiguió trabajo en un periódico del mismo pueblo y volvió a lo suyo, al periodismo y la literatura. Pero todavía no era verdaderamente un escritor ni se llamaba Mark Twain. Su nombre de nacimiento, con el que se había desempeñado hasta el momento era Samuel Clemens, pero el 3 de febrero de 1863 publicó en el dichoso periódico pueblerino, el «Territorial Enterprise», un artículo con el seudónimo con que se haría mundialmente famoso. En adelante se llamaría Mark Twain, un nombre derivado de una típica expresión dialectal de los negros que trabajaban en los vapores del Mississipi para designar el calado necesario para poder navegar sin peligro: Marca Dos. Dos brazas de profundidad. Otros dicen que no, que el nombre viene de una especie de medida de la bebida que se permitía tomar.

Dos años, el 18 de noviembre de 1865 publicó en un semanario neoyorquino, «The Saturday Press», un relato titulado «La célebre rana saltadora del distrito de Calaveras» y de repente saltó con todo y rana a la fama.

El por qué de tanto alboroto es algo que hoy día no se explica fácilmente. La historia es agradable, amable, entretenida, pero los méritos me parecen exagerados. Aquí dejo el texto en manos de los lectores para que juzguen:

La célebre rana saltadora del distrito de Calaveras (fragmento)

Pues bien: Smiley guardaba su rana en una pequeña jaula, y a veces la llevaba con él al campamento, para hacer apuestas. Cierto día, un individuo, extraño en nuestro campamento, lo encontró con su jaulita y le dijo: “¿Qué diablos es lo que puede usted llevar en esa jaula?”. Y Smiley contestó, haciéndose el indiferente: “Pudiera ser un loro, pudiera ser un canario; pero no es un loro ni un canario…, porque es una rana”.

El otro la tomó, la miró atentamente, la volvió a mirar en todos los sentidos, y luego dijo: “Pues sí, es una rana… ¿Y para qué sirve esto?” “Verá usted –dijo Smiley con soltura y despreocupación–, sirve, por lo menos, para una cosa, creo yo… salta más que ninguna otra rana del distrito de Calaveras”. El individuo volvió a tomar la jaula, y la examinó de nuevo con gran atención y durante largo rato, y luego se la devolvió a Smiley, diciéndole muy pausadamente: “Pues yo no le veo a esta rana nada de particular que no tenga cualquier otra rana.” “Quizás usted no lo vea –dijo Smiley–. Es posible que usted entienda de ranas y es posible que no entienda; a lo mejor tiene usted experiencia en ranas y a lo mejor no es usted sino lo que diríamos un aficionado. En cualquier caso, yo tengo mi opinión, y apostaré cuarenta dólares a que le gana a saltar a cualquier otra rana del distrito de Calaveras”.

El otro pensó un minuto, y luego dijo, con cierta pena: “Mire, en este lugar no soy más que un forastero, no tengo rana. Si tuviera una, apostaría”.

Entonces Smiley le dice: “Perfectamente, perfectamente; si quiere cuidar mi jaula por un instante, yo le buscaré una”.

El individuo tomó la jaulita, puso sus cuarenta dólares junto a los de Smiley y se sentó a esperar que este regresara.

Allí estuvo un buen tiempo, pensando y pensando para sus adentros, hasta que sacó la rana de la jaula, le abrió la boca de par en par, sacó una cuchara de té y atiborró a la rana de perdigones de codorniz…; la atiborró hasta que se le salían casi por la boca…; y la puso en el suelo. Durante ese tiempo, Smiley, que había ido a la charca, chapoteaba en el barro. Al fin, atrapó una rana, la llevó y se la dio al individuo, diciendo: “Ahora, si ya está listo, póngala al lado de Daniel, con las patas de adelante al nivel de las de Daniel, y yo daré la señal”. Entonces dice: “Uno, dos, tres, ¡ya!”. Y él y el forastero dan un golpecito por detrás a sus respectivas ranas. La nueva rana salta con gran agilidad, pero Daniel hace un esfuerzo y da un empujoncito hacia arriba, se encoge de hombros…, así… como un francés…, pero en vano. No pudo moverse; estaba tan bien asentada como una iglesia, y tan imposibilitada de moverse como si estuviera atornillada. Smiley estaba terriblemente sorprendido, y también enojado, pero, por supuesto, no podía sospechar lo que pasaba.

El individuo tomó el dinero y se fue. Pero cuando llegó al umbral de la puerta, hizo chasquear su pulgar, por encima del hombro, de esta manera, con aspecto insolente, y dijo con soberbia: “Pues, la verdad, no le veo a esta rana nada de particular que no tenga cualquier otra rana”.

Smiley quedó un buen rato, rascándose la cabeza, con los ojos clavados en Daniel. Al fin, se dijo: “¿Por qué diablos hizo esta rana como que quería escupir?… ¿No le pasará algo?… Desde luego, parece como inflamada”.

Entonces tomó a Daniel por la piel del cuello, la levantó, y exclamó: “¡Por vida de mis gatos, si no pesa lo menos cinco libras!”. La puso boca abajo, y la rana vomitó dos puñados de perdigones. Entonces, Smiley comprendió todo. Se volvió loco de rabia, y dejando a la rana, corrió tras el individuo, pero no pudo alcanzarlo. Y…

Al llegar a este punto, Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio y salió para ver quién era. Al salir, se volvió hacia mí y me dijo: “Quédese donde está, forastero, y descanse a su gusto, que no tardo ni un segundo”.

Pero con permiso de ustedes, no creí que la historia del emprendedor vagabundo Jim Smiley pudiera proporcionarme muchos datos referentes al reverendo Leónidas W. Smiley, y me marché





Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (4)

Pedro Conde Sturla  | 9 de diciembre de 2019 | 12:04 am 

Una parte importante de la vida y la obra y las ideas políticas de Mark Twain quedó más o menos oculta o disimulada, o más bien censurada, y no fue conocida por sus contemporáneos. El mismo Twain escribió o dictó una especie de autobiografía bajo el acuerdo de que no fuera publicada hasta cien años después de su muerte. La intención de Mark Twain era no herir susceptibilidades y poder escribir con «una libertad que no podría tener de ninguna otra manera». Cuando la obra salió a la luz pública en 1910 tuvo un éxito arrollador.

Una amable forma de censura fue la que ejerció su amante esposa, su consejera espiritual, que fue además su más íntima crítica literaria. Ella lo aconsejaba, a veces quizás lo amonestaba, pero las decisiones de dar o no dar algún escrito a la prensa se tomaban al parecer de común acuerdo. En cambio, después de la muerte de Mark Twain, sus herederos suprimieron ciertos textos de carácter religioso o mejor dicho antireligiosos, irreverentes, sacrílegos. Entre ellos «Cartas desde la Tierra», que no se conoció hasta1962, «El misterioso extranjero», que se publicó en 1916, y «La pequeña Bessie», que tuvo que esperar hasta 1972 para llegar a manos del público y darse a querer. En esta ultima obra Mark Twain pone un poco en ridículo el cristianismo y al terrible dios de la Biblia, pero es posible que Mark Twain sólo tuviera problema con el dios de las religiones oficiales, establecidas y no con su dios personal. No era siempre un creyente, pero no era siempre un descreído.Su hija Clara -la única de los cuatro hijos e hijas que tuvo con Olivia Langdon que no vio morir, aparte de ver morir a Olivia Langdon- «comentó que hacia el final de la vida su padre pensó mucho sobre el tema de la vida después de la muerte: ‘A veces creía que la muerte lo acababa todo, pero la mayor parte del tiempo estaba seguro de una vida más allố. En opinión de Víctor Moreno, sin embargo, esto último responde, por parte de Clara, al «cristianísimo afán por poner en la cabeza de su progenitor lo que ella albergaba en su corazón».

Dice Víctor Moreno que fue precisamente Clara la que ejecutaría «la peor censura que sufriría la obra de Mark Twain»:

«Tras la muerte del padre -dice Víctor Moreno-, Clara se dedicará a expurgar de su obra – ¡a él que tanto había denunciado la censura y la autocensura!-, aquellos pasajes que consideró irreligiosos o irreverentes. En este sentido, extraña que no quemara su obra entera, pues toda ella es un alegato irreverente y sarcástico contra la estupidez humana».(1)

Otro tipo de censura propiamente dicha la sufrió Mark Twain cuando trabajaba como periodista en el periódico «The californian» de San Francisco. Los editores no sólo se negaron a publicar unos artículos sobre la discriminación y abusos que sufrían los chinos y sobre la brutalidad policiaca en esa ciudad, sino que también lo echaron del trabajo. Sin trabajo y sin dinero, Mark Twain cayó en un estado depresivo que por poco lo conduce al suicidio. De hecho, según se afirma, llegó a ponerse una pistola en la sien.

La censura más arbitraria y probablemente frustrante y al mismo tiempo indignante fue la que le aplicaron a un breve texto, un luminoso relato, una «Oración de guerra», imbuida del más hondo y auténtico sentido humanista, que Mark Twain escribiera a propósito de la guerra filipino-estadounidense en1905. Esta vez no se trataba de censura religiosa, a pesar de las apariencias, sino de censura política. La más burda censura política.  Una oración de guerra que cualquier escritor hubiera deseado escribir.

Mark Twain se sentía asqueado por la intervención de los Estados Unidos en la guerra  de España contra sus últimas colonias con el propósito de adueñarse de todas, como en efecto hizo: Filipinas, Cuba, Puerto Rico, y escribió un relato pacifista que al igual que todos los grandes relatos pacifistas era en verdad incendiario, una «Oración de guerra» que es una oración de paz.

Mark Twain envió la oración a sus editores de «Harper’s Bazaar» el 22 de marzo de 1905 y se la rechazaron. Le dijeron que no era apropiada para «una revista para mujeres». Mark Twain escribiría amargamente : «No creo que la oración se publique en mi tiempo. Solo a los muertos se les permite decir la verdad’: ‘Como el autor tenía un contrato en exclusiva con la editorial Harper & Brothers, que se negó a publicarlo por su carácter polémico en la época, Oración de guerra permaneció inédito hasta 1923».

Lo que sigue a continuación es la primera parte del relato, que no se entiende cabalmente sin la segunda, un relato que pertenece a un tipo de literatura que de alguna manera dignifica, enaltece   de muchas formas posibles la condición humana:

ORACION DE GUERRA

(primera parte)

Mark Twain

Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allá abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas los vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas. En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes.

De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida reciban un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.

Llegó el domingo por la mañana. Al da siguiente los batallones partirían hacia el frente; la iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición. Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria. Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles. El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: ¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!

Después vino la oración larga. Nadie recordaba algo semejante por lo apasionado de la súplica y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En esencia, la oración pedía al Padre de todos nosotros, benigno y siempre misericordioso, que velara por nuestros nobles y jóvenes soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y ánimo en el afán de su patriótica tarea; que los bendijera y protegiera con Su poderosa mano en la batalla; que los fortaleciera y les diera confianza para que fueran invencibles en el ataque sangriento; que les ayudara a aplastar al enemigo y les concediera, tanto a ellos como a su patria y su bandera, la gloria y el honor imperecederos.

(1)Víctor Moreno, «Mark Twain, lenitivo contra el confesionalismo», https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura—ocio/mark-twain-lenitivo-confesionalismo/20150331114747114290.html




Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (5)

Pedro Conde Sturla  | 16 de diciembre de 2019 | 12:04 am 

Para Mark Twain nunca hubo una guerra justa en toda la historia de la humanidad, a pesar de que simpatizaba (o empezó a simpatizar en un determinado momento de su edad madura) con los movimientos revolucionarios y de liberación nacional, y con las luchas contra el despotismo y el imperialismo que tenían lugar en varios países del globo.

Ninguna oración a favor de la guerra, por inocente que pareciera, podía tener, a su juicio, algún tipo de asidero, de justificación ética, moral o simplemente humanista. Y mucho menos cristiano.

Lo anterior podría parecer una verdad de Perogrullo, una cuestión de sentido común. Pero nada de eso lo sabía el papa Pío XI, o quizás simplemente lo ignoraba a propósito, cuando en las elecciones italianas de 1929 conminó a los católicos a votar por los fascistas y cuando bendijo los cañones italianos que partieron a la conquista de Abisinia.

Tampoco lo sabían, en apariencia, los fanatizados pastores calvinistas o luteranos o puritanos o bautistas o episcopales o el clèrigo que en la “Oración de guerra” de Mark Twain “predicaban devoción a la bandera y al país”, “imploraban ayuda al dios de las batallas” para que los favoreciera en la guerra colonialista que los Estados Unidos libraba en 1905 contra Filipinas.

Una gran parte de obra de Mark Twain habla de una intensa lucha interior. Era evidentemente un personaje complejo, muy complejo, dotado de una gran riqueza espiritual. Alguien que disimulaba un poco la tragedia humana con el recurso siempre a mano del humor, muchas veces el humor más negro posible. Pero en “Oración de guerra” está ausente este recurso.

Los pastores y sus fieles celebran con algarabía, casi con alegría deportiva, la llegada de la guerra. Piden y esperan la ayuda de Dios, el dios cristiano, como si de Apolo se tratase, un dios pagano. Pero todo cambia cuando llega un “anciano extraño”. Todo en el escenario, a partir de la entrada del “anciano extraño”, reviste un aspecto, un carácter majestuoso, solemne.

Ahora Mark Twain explicará, por boca del “anciano extraño”, cuales son las consecuencias de pedirle a Dios por la victoria en una guerra, en cualquier guerra. Explicará con lujo de detalles el sentido segundo de la oración, el significado de la parte no dicha que encierra la oración, las tremendas implicaciones de lo que está implícito en una oración de guerra, y a medida que lo dice, a medida que lo cuenta va llenando de sentido nuestros sentidos, purificando el aire que respiramos, aclarando nuestras mentes.

“Oración de guerra” es una pieza de la más noble alfarería o artesanía verbal, una delicada y a la vez urticante pieza de orfebrería literaria. La muy sutil y penetrante forma de razonamiento del “anciano misterioso” penetra por los poros, produce una elevación espiritual, una dignificaron del significado de las palabras, de todas las palabras. Muchos no volverán a elevar una oración de guerra. Aunque por desgracia, como sucede en el relato, la mayoría permanecerá indiferente, no entenderá simplemente lo que dijo “el anciano misterioso”. Pensarán que “el hombre era un lunático porque no tenía sentido nada de lo que había dicho”.


Oración de guerra

(segunda parte)

Mark Twain

Un anciano extraño entró y con paso lento y callado avanzó por el pasillo, con los ojos clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e iba vestido con una túnica que le llegaba a los pies, llevaba la cabeza descubierta, una vaporosa cascada de cabello cano le caía sobre los hombros y tenía la cara arrugada y exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos de asombro, todos le seguían con la mirada mientras se encaminaba al altar en silencio y sin pausa, hasta que se detuvo a la par del clérigo y se quedó allí esperando de pie.

El clérigo, con los ojos cerrados, no se había percatado de la presencia del extraño y prosiguió con su oración conmovedora hasta terminar con las siguientes palabras, pronunciadas con gran fervor: Bendice nuestras almas, concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y nuestra bandera!.

El extraño le tocó el brazo y le hizo señas para que se apartara -a lo que accedió el desconcertado clérigo- y ocupó su lugar. Durante unos momentos, con ojos solemnes que emanaban una luz extraordinaria, contempló detenidamente a la audiencia embelesada. Entonces con una voz profunda dijo: Vengo del Trono. Soy portador de un mensaje de Dios Todopoderoso. Las palabras golpearon a la congregación como en un sismo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso. Él ha escuchado la oración de Su siervo, vuestro pastor, y se concederán sus peticiones si es vuestro deseo después que yo, Su mensajero, os haya explicado su significado, es decir, todo su significado. Pues sucede lo que en la mayoría de las oraciones de los hombres; el que las pronuncia pide mucho más de lo que es consciente, salvo que se detenga y se ponga a meditar.

Vuestro Siervo de Dios ha rezado su plegaria. ¿Ha reflexionado sobre lo que ha dicho? ¿Es acaso una sola oración? No; son dos -una pronunciada y la otra no-. Ambas han llegado a los oídos de Aquel que escucha todas las súplicas, tanto las anunciadas como las guardadas en silencio. Ponderad esto y guardadlo en la memoria. ¡Si rezas una plegaria en tu beneficio ten cuidado! no sea que sin querer invoques al mismo tiempo una maldición sobre el vecino. Si rezas una oración para que llueva sobre tu cosecha, mediante ese acto quizás estás implorando que caiga una maldición sobre la cosecha de alguno de tus vecinos que probablemente no necesite agua y resulte dañada.

Han escuchado la oración de vuestro siervo -la parte enunciada-.Yo he sido encargado por Dios para poner en palabras la otra parte, aquella que el pastor -al igual que ustedes en sus corazones- rezaron en silencio. Con ignorancia y sin reflexionar Dios asegura que así fue! Oísteis estas palabras: “Concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro Dios”. Eso es suficiente. La oración pronunciada está íntimamente ligada a esas palabras fecundas.

No han sido necesarias las explicaciones. Cuando habéis rezado por la victoria, habéis rezado por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de la victoria -debe ser así y no se puede evitar-.El espíritu atento de Dios Padre acoge también la parte no pronunciada de la oración. Me encargó que la expresara con palabras. Escuchad.

Oh Señor, nuestro Padre, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos partimos también nosotros -en espíritu- dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo. Oh Señor nuestro Dios, ayúdanos a destrozar a sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos; ayúdanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de sus patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor, ayúdanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de sus viudas inofensivas con aflicción inconsolable; ayúdanos a echarlas de sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos, hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu, agotados por las penurias, te imploramos que tengan por refugio la tumba que se les niega -por el bien de nosotros que te adoramos, Señor-, acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su camino con sus lágrimas, ¡tiñe la nieve blanca con la sangre de las heridas de sus pies! Se lo pedimos, animados por el amor, a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y amigo de todos aquellos que padecen. A Él, humildes y contritos, pedimos Su ayuda. Amén.

(Después de una pausa).

Así es como lo habéis rezado. Si todavía lo deseáis, ¡hablad! El mensajero del Altísimo aguarda.

Mas tarde se creyó que el hombre era un lunático porque no tenía sentido nada de lo que había dicho.

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Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (6): Consejos para niñas malas (1)

Pedro Conde Sturla  | 30 de diciembre de 2019 | 12:03 am 

En uno de sus escritos más encantadores, el travieso y ocurrente Mark Twain aconsejaba sabiamente a las niñas pequeñas, y sobre todo a las niñas malas, que son la mayoría, algo que se me quedó grabado para siempre como lección de vida:

«Si en cualquier momento consideras adecuado castigar a tu hermano, no lo hagas con barro; nunca, bajo ninguna circunstancia, le eches barro, porque le ensuciarás la ropa. Es preferible rociarlo con un poco de agua hirviendo, puesto que así obtendrás los resultados deseados. Te asegurarás de que preste atención a las lecciones que tratas de inculcarle enseguida, y al mismo tiempo el agua caliente eliminará las impurezas de su persona y probablemente también de su piel, incluidos los granitos».

De la misma manera, y por asociación de ideas, pienso que de esa lección se desprende otra no menos importante. Una que también aconsejaría sin lugar a dudas Mark Twain:

Si tu hermanito se ensucia de barro, lava la ropa con él adentro, preferiblemente en la lavadora, y plánchala después mientras la tiene puesta. Esto le servirá seguramente de escarmiento.

Otro consejo mucho más  elaborado, que a muchas niñas parecerá maravilloso, tiene y no tiene que ver con cierta manera de relacionarse entre hermanos, pero sobre todo con la candidez, la ingenuidad propias de una cierta edad y de una forma (quizás autobiográfica) de apreciar la realidad y dejarse engañar en los negocios:

“En ningún caso debes quitarle a tu hermanito su chicle por la fuerza, es preferible engañarlo con la promesa de que le darás los primeros dos dólares y medio que encuentres flotando en el río sobre una piedra. Con la cándida y natural ingenuidad propia de esa edad, a él le parecerá una transacción absolutamente equitativa. Desde que el mundo es mundo, esta ficción eminentemente plausible ha engatusado al obtuso infante y lo ha llevado a la ruina y al desastre financiero”.

En cuanto a sus ideas didácticas, y en casi todo lo demás,  Mark Twain era un hombre muy adelantado a su tiempo. La época y las circunstancias en que vivió les quedaban como quien dice chiquitas. Por eso solía decir: «Nunca permití que la escuela interfiriera con mi educación». Mark Twain se educó solo, en efecto, y lo que aprendió no se enseñaba en ningún centro educativo, ni en el hogar, y mucho menos en la iglesia. Se diría que aprendió desde pequeño a nadar contra la corriente. Lo que enseñó también era fuera de serie. Las cosas que decía estaban muchas veces reñidas con el llamado sentido común, reñidas con el conformismo, con la manera habitual de pensar, con las buenas costumbres. 


Su modo de pensar no estaba, sin embargo, en contradicción con los valores familiares. La familia fue todo para él, la fuente de sus dichas y de sus mayores tragedias y sufrimientos. Por eso aconsejaba a las niñas, con morosa delectación, obedecer siempre a los mayores. Honrar en cualquier circunstancia padre y madre. Obedecer un poco, sólo un un poco, a su manera: por lo menos circunstancialmente:

«Si tu madre te pide que hagas algo, no está bien decirle que no. Es mejor y más conveniente darle a entender que harás lo que te ordena y, después, proceder con discreción según los dictados de tu sabio criterio».

Mark Twain también aconsejaba a las niñas ser agradecidas con sus progenitores y sobre todo tolerantes. Tolerantes hasta un cierto punto. Es decir, otra vez a su manera y un poco circunstancialmente:

«Recuerda que debes sentirte agradecida a tus padres por el alimento que recibes y por el privilegio que te otorgan de quedarte en casa cuando finges estar enferma para no ir a la escuela. Por eso debes acatar sus pequeñas injusticias, complacer sus caprichitos y tolerar sus pequeñas manías mientras no te harten demasiado».

Lo que Twain recomienda a las niñas en relación a su padres, vale también para los mayores. Honrar padre y madre significa igualmente respetar y querer a las personas de edad: “las niñas siempre demuestran su madurez, así que nunca debes sacar la lengua a los viejos, a menos que ellos lo hagan primero”.

En cuanto al respeto a los sufridos maestros recomienda algo parecido:

«Las niñas buenas no deben ponerle mala cara a sus maestras ante cualquier mínima afrenta. Sólo debe recurrirse a esta medida en circunstancias particularmente graves».

Respecto a la honradez, también son irónicamente un poco ambiguas sus prédicas. Todo sigue siendo, en apariencia, circunstancial: una niña tiene que ser honrada, desde luego, parece decirnos Mark Twain, a menos que no sea necesario:

» Aunque sólo tengas una muñeca de trapo rellena de serrín, y una de tus amiguitas tenga la fortuna de poseer una de la porcelana más cara, debes tratarla con amabilidad. Y no debes intentar intercambiársela a toda costa, a menos que tu conciencia te lo permita y sepas que tienes ocasión de hacerlo».

Estos sanos consejos, que en la época de Mark Twain se   consideraron y se siguen considerados escandalosos, forman parte del libro «The 30,000 Dollar Bequest and Other Stories», publicado en 1865. En esta escandalosa, deliciosa «serie de recomendaciones políticamente incorrectas, Twain invita a las niñas pequeñas a ignorar las restricciones impuestas por la sociedad y a pensar por sí mismas, dejando a un lado las expectativas de sus mayores de un modo inteligente y pícaro». (1)

Ese humor irreverente y pícaro de Mark Twain va siempre más allá de lo que aparenta y su serie de  consejos  a las niñas «tuvo que suponer una pequeña revolución dentro de la literatura infantil de una época». La literatura didáctica de entonces «se dirigía a un lector imaginario e ideal que siempre se debía ajustar a lo que leía en sus libros». Pero Mark Twain «anima a la niñas a no obedecer las reglas impuestas por la sociedad, a utilizar nuevas estrategias «. (2)

Muchos opinan que estos textos tan irreverentemente didáticos constituyen «una serie de irrespetuosos consejos para niñas, que supusieron una nota discordante para la época, en cuestiones de literatura infantil (…) un libro cuyo tono, más que curioso para aquel tiempo resultó discordante. En él plasmó Mark Twain una serie de consejos dirigidos a las niñas que quisieran convertirse en rebeldes con o sin causa». (3)

Por otra parte, hay quien considera que el texto es «un canto a la irreverencia y la rebeldía, y a la niña como pequeña genia adulta que ha de rebelarse ante las convenciones, las buenas maneras y las sagradas instituciones». (4)


Para algunos, lo que pretendía el escritor era simplemente dar «consejos a las niñas que, como siempre ha sucedido en este mundo machista, padecían aún más restricciones que los niños».(5)

El Mark Twain de los consejos para niñas y otros escritos es tan moderno o actual que puede considerarse en muchos sentidos un precursor de Mafalda o por lo menos de Quino, el » humorista gráfico e historietista argentino» que inventó a Mafalda. Uno es tan pesimista como el otro. Y además, como se ha hecho notar:

«Las niñas pequeñas de Twain tienen una relación tormentosa con sus hermanitos y pueden llegar a ser insolentes con los ancianos (siempre y cuando éstos lo sean primero). En cierto modo, son un precedente de otra gran rebelde, Mafalda, que tanto hizo por quienes fuimos niñas pequeñas en el siglo». (6)

En rigor, casi todo lo que se dice de Quino puede sorprendentemente decirse de Mark Twain:

«El humor de Quino es típicamente ácido e incluso cínico y ahonda con frecuencia en la miseria y el absurdo de la condición humana. Así, hace al lector enfrentarse a la burocracia, los errores de la autoridad, las instituciones inútiles o la estrechez de miras. Otro recurso típico es la reducción al absurdo de situaciones conocidas.

Este enfoque pesimista de la realidad no impide que sus historias estén llenas de ternura y muestren una simpatía por las víctimas de la vida (empleados, niños, amas de casa, pensionistas, oscuros artistas, etc), sin ocultar sus fallos y limitaciones. (7)

NOTAS:

(1) Consejos para niñas pequeñas, https://www.libreriapapeleriafranja.com/es/libro/consejos-para-ninas-pequenas_9910030032

(2) Consejos para niñas pequeñas,

https://trafegandoronseis.blogspot.com/2014/08/consejos-para-ninas-pequenas.html

(3) El Universal – Cultura – Consejos para niñas irreverentes,

https://archivo.eluniversal.com.mx/cultura/2014/mark-twain-literatura-infantil-990782.html

(4) Consejos irreverentes para niñas desobedientes

https://www.sabinaurraca.com/RESENAS/SE-MALA-Consejos-para-ninas-pequenas-Mark-Twain

(5) https://educa2.info/2014/03/04/los-consejos-para-ninas-pequenas-de-mark-twain

(6) https://www.udllibros.com/html/utilidades/muestraFoto.php?foto=Z3dtbWxpYm1lZCMyMTgwNCNjb2RpZ28jYWRqdW50byNFZHVjYTIsIDUgbWFyem8gMjAxNC5wZGY=

(7) https://es.wikipedia.org/wiki/Quino

TEXTO ORIGINAL EN INGLÉS

Advice to Little Girls, Mark Twain 1867,

https://people.freebsd.org/~keramida/advice-to-little-girls.pdf





Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (7): La pequeña Bessie (1)

Pedro Conde Sturla  | 6 de enero de 2020 | 12:03 am 

La pequeña Bessie es uno de los personajes más incómodos de Mark Twain. Su historia no fue publicada en vida del autor, y ni siquiera en vida de Clara, la única hija que lo sobrevivió. Apareció apenas en 1972, diez años después de la muerte de ésta, que no permitió su publicación mientras vivió, y a los sesenta y dos de la muerte de Twain.

La pequeña Bessie tenía apenas tres años en la descripción que hace de ella el autor. Y era, sin lugar a dudas, una buena niña, no era «superficial, ni frívola, sino más bien meditativa y reflexiva, y muy entregada a pensar en las razones de las cosas» y a tratar de armonizarlas en un contexto racional. Pero tenía un defecto incorregible. Era una niña preguntona. Incorregiblemente preguntona. Y además imprudente y decía cosas por las que mucha gente habría sufrido castigos terribles en otra época.

Lo que hace la precoz niña Bessie es poner en duda, o mas bien en ridículo, ciertos conceptos religiosos, y lograr que hasta su madre empiece a dudar, a desesperarse hasta el desmayo. Por lo que se verá en esta primera parte, Bessie es una niña que se merece que le restrieguen la boca con lejía y ají caribe. Por no hablar de la hoguera. Sus intenciones, sin embargo, son buenas. Ella sólo quiere cooperar con la divina providencia. Se advierte, sin embargo, encarecidamente, que lo que sigue a continuación es un coloquio urticante de humor negro, entre blasfemo y conmovedor, sarcástico, irreverente, que puede herir la susceptibilidad de los lectores sensibles. Exactamente, quizás, lo que se proponía el autor:

La pequeña Bessie (1908)

Mark Twain


Capítulo 1

(…)

Un día ella dijo:

-Mamá, ¿por qué hay tanto dolor, pena y sufrimiento? ¿Para qué sirve todo esto?

Era una pregunta fácil, y mamá no tuvo dificultades para responderla:

-Es para nuestro bien, hija mía. En su sabiduría y misericordia, el Señor nos envía estas aflicciones para disciplinarnos y mejorarnos.

-¿Es Él quien las envía?

-Sí.

-¿Las envía a todos, mamá?

-Sí, querida, todas ellas. Ninguna viene por accidente; Él solo las envía, y siempre por amor a nosotros y para hacernos mejores.

-¡No es extraño!

-¿Extraño? Por qué, no, nunca lo había pensado de esa manera. Nunca antes había escuchado a nadie llamarlo extraño. Siempre me ha parecido natural y correcto, y sabio y muy amable y misericordioso.

-¿Quién lo pensó así, mamá? ¿Fuiste tú?

-Oh, no, niña, me lo enseñaron.

-¿Quién te enseñó eso, mamá?

-Realmente, no sé, no puedo recordar. Supongo que mi madre o el predicador. Pero es algo que todos saben.

-Bueno, de todos modos, parece extraño. ¿Él le dio el tifus a Billy Norris?

-Sí.

-¿Para qué?

-Para qué, para disciplinarlo y hacerlo bueno.

-Pero él murió, mamá, y eso no pudo hacerlo bueno.

-Bueno, entonces, supongo que fue por alguna otra razón. Sabemos que fue una buena razón, sea lo que sea.

-¿Qué crees que fue, mamá?

-¡Oh, haces tantas preguntas! Creo que fue para disciplinar a sus padres.

-Bueno, entonces, no fue justo, mamá. ¿Por qué le quitarían la vida por su bien, cuando él no estaba haciendo nada?

-¡Oh, no sé! Solo sé que fue por una razón buena, sabia y misericordiosa.

-¿Qué razón, mamá?

-Creo, creo, bueno, fue un juicio; fue para castigarlos por algún pecado que habían cometido.

-Pero él fue el que fue castigado, mamá. ¿No es cierto?

-Ciertamente, ciertamente. Él no hace nada que no sea correcto, sabio y misericordioso. No puedes entender estas cosas ahora, querida, pero cuando seas grande las entenderás, y luego verás que son justas y sabias.

Después de una pausa:

-¿Hizo caer el techo sobre el extraño que intentaba salvar a la anciana paralítica del fuego, mamá?

-Sí, hija mía. ¡Espera! No me preguntes por qué, porque no lo sé. Solo sé que fue para disciplinar a alguien, o juzgar a alguien, o para mostrar su poder.

-Ese hombre borracho que clavó una horca en el bebé de la señora Welch cuando…

-No te preocupes por eso, no necesitas entrar en detalles; fue como para disciplinar al niño, eso es seguro, de todos modos.

-Mamá, el Sr. Burgess dijo en su sermón que miles de millones de pequeñas criaturas son enviadas para que nos den cólera, fiebre tifoidea, tétanos y más de mil otras enfermedades y… mamá, ¿las envía Él?

-Oh, ciertamente, niña, ciertamente. Por supuesto.

-¿Para qué?

-¡Oh, para disciplinarnos! ¿No te lo he dicho una y otra vez?

-¡Es terriblemente cruel, mamá! ¡Y tonto! Y si yo…

-¡Silencio, oh silencio! ¿Quieres traer el rayo?

-Sabes que el rayo vino la semana pasada, mamá, y golpeó la nueva iglesia y la quemó. ¿Fue para disciplinar a la iglesia?

(Cansada) -Oh, supongo que sí.

-Pero mató a un cerdo que no estaba haciendo nada. ¿Fue para disciplinar al cerdo, mamá?

-Querida hija, ¿no quieres salir a correr y jugar un rato? Si quieres…

-¡Mamá, sólo piensa! El Sr. Hollister dice que no hay ningún pájaro, pez, reptil o cualquier otro animal que no tenga un enemigo que la divina providencia no haya enviado para morderlo, perseguirlo, molestarlo y matarlo y chupar su  sangre con el fin de disciplinarlo y hacerlo bueno y religioso. ¿Es verdad, madre? Porque si es verdad, ¿por qué se rió el Sr. Hollister?

-Porque Hollister es una persona  desvergonzada, blasfema, y no quiero que escuches nada de lo que dice.

-Por qué, mamá, él es muy interesante, y creo que trata de ser bueno. Dice que las avispas atrapan arañas y las amontonan en sus nidos en el suelo -¡vivas, mamá!- y allí viven y sufren días y días y días, y las pequeñas avispas hambrientas muerden sus piernas y mastican sus barrigas todo el tiempo con el propósito de hacerlas buenas y religiosas y para que alaben a Dios por Sus infinitas misericordias. Creo que el Sr. Hollister es simplemente encantador, y muy amable, porque cuando le pregunté si trataría a una araña de esa manera, dijo que esperaba ser condenado si lo hacía; y luego él…

-¡Hija mía! ¡Oh, por el amor de Dios!

-Y mamá, dice que la araña está destinada a atrapar la mosca y a meterle sus colmillos en sus entrañas, y chupar y chupar y chupar su sangre, para disciplinarla y hacerla cristiana; y cada vez que la mosca bate sus alas, con el dolor y el sufrimiento que ello acarrea, se puede ver en el agradecido ojo de la araña que está loando al Dador de Todo Bien por… bueno, por la gracia salvadora que recibe, como él dice; y también, él…

-¡Oh, pero es que nunca te cansarás de parlotear! Mejor vete afuera a jugar.

-Mamá, él mismo dice que todos los problemas, dolores, miserias, las malditas enfermedades, horrores y sufrimientos nos son enviadas con misericordia y amabilidad para disciplinarnos; y dice que es el deber de cada padre y madre ayudar a la Divina Providencia en todos los sentidos; y dice que no pueden hacerlo simplemente regañando y propinando azotes, porque eso no dará resultados, es un método débil y no es bueno: el accionar de la Divina Providencia es el mejor, y es el deber de todos los padres y el deber de cada persona ayudar a disciplinar a todos los demás, lisiarlos y matarlos, hacerlos morir de hambre, de frío, contagiarles enfermedades y hacerlos cometer asesinatos, robos, deshonrarse y desgraciarse; y dice que el invento de la Divina Providencia para disciplinarnos a nosotros y a los animales es la más brillante idea del mundo, y que ni siquiera un idiota podría haber ideado algo más brillante. Mamá, el hermano Eddie necesita disciplina, de inmediato: y sé dónde puedes conseguirle la viruela, la rasquiña, la difteria y la  necrosis, y enfermedades del corazón, y tuberculosis, y – ¡querida mamá, te has desmayado! ¡Correré a traer ayuda! Eso te sucede por quedarte en la ciudad con este calor.






Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (8): La pequeña Bessie (2)

Pedro Conde Sturla  | 13 de enero de 2020 | 12:03 am 

«La pequeña Bessie» forma parte de los llamados textos malditos que escribiera casi clandestinamente Mark Twain durante los últimos y amargos años de su vida. Textos blasfemos o por lo menos irreverentes, que no se dieron a conocer hasta mucho tiempo después de su muerte y que todavía hoy no gozan de la estimación de muchos lectores y editores. Textos que todavía sufren una especie de censura estructural y son como quien dice mantenidos en el banco del castigo, en un rincón oscuro y apartado de la vista de los curiosos, allí donde se conservan y preservan las vergüenzas familiares.

El hecho es que Mark Twain no fue -como se ha dicho y como se pretende hacernos creer-, un simple humorista, sino, entre otras cosas, un batallador incansable contra la intolerancia y el oscurantismo. En esa labor puso Mark Twain todo su empeño, un empeño humorístico diabólico si se quiere, endiabladamente humorístico.

Esa pequeña Bessie (alter ego de Mark Twain) libra con su candorosa irreverencia una especie de cruzada contra la irracionalidad de ciertas creencias religiosas que representan la peor forma de superchería. Bessie conversa a menudo con el irreverente señor Hollister, a pesar de que su madre se lo tiene prohibido, o quizás precisamente por ello, y el señor Hollister alimenta todas sus inquietudes. La enseña a pensar, a dudar, a desconfiar de todas las verdades reveladas.

La pequeña Bessie advierte, por ejemplo, la contradicción implícita en la creencia en un dios infinitamente bueno que comete acciones infinitamente aborrecibles. A su vez, la pequeña Bessie castiga a su buena y beata madre con preguntas y razonamientos que la sacan de quicio, la obligan a pensar y la horrorizan al mismo tiempo. Con ella se horroriza todo aquel que es beato y sincero. (El animal más peligroso del mundo, dijo alguien: un beato sincero).


Un gato —razona la pequeña Bessie—no tiene la culpa de ser gato. Su esencia es la gatunidad y la culpa de ser gato la tiene quien lo hizo gato. El divino creador del gato, el diseñador del gato, no la madre del gato. El gato no tiene la culpa si mata y tortura un ratón. Tampoco tiene la culpa si se roba una longaniza, y la longaniza tampoco es culpable. Lo mismo aplica a la monstruosa criatura que inventó Frankenstein. El monstruo se sale de control, comete todo tipo de desmanes, pero no es culpable de nada. El culpable es Frankenstein que lo fabricó sin pedirle permiso y Frankenstein lo reconoce.

En cambio Dios no se responsabiliza por su obra. Al hombre y a la mujer los hizo malos en extremo y les exigió ser buenos, obedientes y buenos. Pero no responde por los defectos de fabricación. Los castiga por una mínima contravención, condena a toda la humanidad a causa de una manzana, la manzana de la discordia, maldice a todas las mujeres. Por si fuera poco, inunda el planeta, extermina a casi todos los seres vivientes. Además está casi siempre aburrido, rabioso, de mal humor, no se enamora ni tiene relaciones sexuales y cuando quiere tener un hijo elige a una mujer casada con un pobre viejo. Pero en ningún momento reconoce sus faltas, no reconoce —como dice la pequeña Bessie— que «es responsable, en cualquier caso, de todo lo que el hombre hace» y que «no puede ignorar el hecho». No reconoce que «Solo hay un criminal, y no es el hombre».

Por eso Bessie dice que nunca fabricaría un gato, a menos que supiera hacer un gato bueno.

La pequeña Bessie (1908)

Mark Twain

Capítulo 2

Creación del hombre

Mamá.—Hija desobediente, ¿te has estado reuniendo con ese irreverente Sr. Hollister de nuevo?

Bessie.— Bueno, mamá, él es interesante, a pesar de todo, aunque malicioso, y no puedo evitar amar a las personas interesantes. Aquí está la conversación que tuvimos:

Hollister.– Bessie, supongamos que debes tomar un poco de carne, huesos y piel, y hacer un gato con todo eso, y debes decirle al gato: No debes ser cruel con ninguna criatura, bajo pena de castigo y muerte. Y supongamos que el gato debe desobedecer, atrapar un ratón y torturarlo y matarlo. ¿Qué le harías al gato?

Bessie.— Nada.

H.— ¿Por qué?

B. —Porque sé lo que diría el gato. Él diría: Es mi naturaleza, no pude evitarlo; Yo no hice mi naturaleza, tú la hiciste. Y entonces eres responsable de lo que he hecho, yo no lo soy. No podría negar eso, Sr. Hollister.

H.—Es solo el caso de Frankenstein y su Monstruo nuevamente.

B.— ¿Qué es eso?

H.— Frankenstein tomó algo de carne, huesos y sangre e hizo de ellos un hombre; el hombre se escapó y comenzó a violar, robar y asesinar en todas partes, y Frankenstein estaba horrorizado y desesperado, y dijo: Lo hice, sin pedir su consentimiento, y eso me hace responsable de todos los delitos que cometa. Yo soy el criminal, él es inocente.

B.—Por supuesto que tenía razón.

H.—Yo lo juzgo así. Es el mismo caso de Dios y el hombre y tú y el gato otra vez.

B.—¿Cómo es eso?

H.—Dios hizo al hombre sin el consentimiento del hombre, y también hizo su naturaleza; lo hizo vicioso en lugar de angelical, y luego dijo: Sé angelical, o te castigaré y destruiré. Pero no importa, Dios es responsable, en cualquier caso, de todo lo que el hombre hace; No puede ignorar el hecho. Solo hay un criminal, y no es el hombre.

Mamá.— ¡Esto es atroz, es malvado, blasfemo, irreverente, horrible!

Bessie— Sí, pero es verdad. Por eso no voy a hacer un gato. Sólo lo haría si pudiera hacer un gato bueno.





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https://acento.com.do/2020/opinion/8771644-irreverencias-y-profanaciones-de-mark-twain-la-pequena-bessie-9/

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (9): La pequeña Bessie (1)

 20 de enero de 2020 | 12:03 am 

En el capitulo III de «La pequeña Bessie» se pone de manifiesto el interés y la preocupación, la fina sensibilidad de la niña en relación al arbitrario sistema de prohibiciones y castigos y la cantidad de sufrimiento que Dios impone a sus criaturas por las cosas malas que hacen:

—Mamá, si una persona con el nombre de Jones mata a una persona con el nombre de Smith solo por diversión, es un asesinato, ¿no es así, y Jones es un asesino?

—Sí, mi hija.

—¿Y Jones es culpable por eso?

—Sí, mi hija.

—¿Por qué mamá?

—¿Por qué? Porque Dios ha prohibido el homicidio en los Diez Mandamientos, y por lo tanto, quien mata a una persona comete un crimen y debe sufrir por ello.

—Pero mamá, ¿y si Jones tiene desde su nacimiento un temperamento tan violento que no puede controlarse?

—Debe controlarse a sí mismo. Dios lo requiere.

—Pero él no hizo su temperamento, mamá, él nació con él, como el conejo y el tigre; y entonces, ¿por qué debería ser considerado responsable?

—Porque Dios dice que él es responsable y debe controlar su temperamento.

A la pequeña Bessie no la convence el razonamiento. Para ella se trata de un problema de ingeniería humana. Se pregunta si todo no podría haber sido diferente si se hubiese diseñado de otra manera a los seres vivientes, sobre todo a los humanos. Entiende que hay corregir los errores de diseño:

—Mamá, cuando Dios diseñó a Jones podría haberle dado el temperamento de un conejo, si hubiera querido, ¿no es así?

—Sí.

—¿Entonces Jones no mataría a nadie y no tendría que ser ahorcado?

—Cierto.

—Pero Dios decidió darle a Jones un temperamento que lo haría matar a Smith. ¿Por qué, entonces, no es Él responsable?

—Porque también le dio a Jones una Biblia. La Biblia le da a Jones una amplia advertencia de no cometer un asesinato; y si Jones lo comete, él solo es el responsable.

El argumento parece contundente, pero la pequeña y curiosa Bessie se queda pensando y más adelante le pregunta a la madre si Dios hizo también unos bichos tan asquerosos y destructivos como las moscas, responsables de la muerte de millones de seres vivientes, y con qué propósito. En su infinita sabiduría, la madre sabe que sí, que Dios hizo las moscas aunque no conoce el propósito, pero está convencida de que es un buen  propósito. Entonces Bessie le pregunta:

—¿Dios les dio una Biblia a las moscas?

—Por supuesto que no.

—Tú has dicho que es la Biblia la que hace al hombre responsable. Si Dios no les facilitó una Biblia a las moscas para eludir la naturaleza que deliberadamente les concedió, entonces Dios sería responsable. Le dio a la mosca su naturaleza asesina y la envió sin el freno de  una Biblia o cualquier otra restricción para cometer asesinatos al por mayor. Y así, por lo tanto, Dios es el mismo responsable. Dios es un asesino. El señor Hollister lo dice. El Sr. Hollister dice que Dios no puede hacer una ley moral para el hombre y otra para sí mismo.


En el capitulo IV el interés de Bessie se traslada a otro tema visceral: el de las vírgenes y la virginidad:

—Mamá , ¿qué es una virgen?

—Una señorita.

—Bueno, ¿qué es una señorita?

—Una niña o mujer que no está casada».

—El tío Jonas dice que a veces una virgen que ha tenido un hijo…

—¡Tonterías! Una virgen no puede tener un hijo.

—¿Por qué no puede ella, mamá?

—Bueno, hay razones por las que ella no puede.

—¿Qué razones, mamá?

—Fisiológicas. Tendría que dejar de ser virgen antes de poder tener el hijo.

—¿Qué quieres decir, mamá?

—Bueno, déjame ver. Es algo como esto: un judío no podía ser judío después de haberse convertido en cristiano; no podía ser cristiano y judío al mismo tiempo. Muy bien, una persona no podía ser madre y virgen al mismo tiempo .

—Por qué, mamá, Sally Brooks ha tenido un hijo y ella es virgen.

—¿En verdad?, ¿Quién dice eso?

—Ella misma lo dice.

—¡Oh, no me digas! ¿Hay otros testigos?

—Sí, en un sueño. Ella dice que la secretaria privada del gobernador se le apareció en un sueño y le dijo que iba a tener un hijo, y resultó ser así.

—No me extrañaría! ¿Y dijo que el gobernador era el responsable?

En el capítulo V, lo que había comenzado como un chisme local se traslada de nuevo al ámbito de la teología y las preguntas de Bessie se vuelven cada vez más impertinentes. Ahora se interesa por el misterio de la Virgen María. Dice que el Sr. Hollister afirma que «la Virgen María ya no es virgen, es una ex virgen». La madre se escandaliza:

M.—¡Es falso! Oh, como ese malvado impío trata de socavar la santa creencia de una niña inocente con sus tontas mentiras…

B.— Pero mamá, en serio, crees que sigue siendo virgen, una virgen real, ¿sabes?

M.— Ciertamente lo es; y nunca ha sido más que una virgen: ¡oh, la Adorable, la pura, la impecable, la intachable!

Bessie le dice que según el Sr. Hollister eso no es posible porque María tuvo cinco hijos después de la inmaculada concepción y que la virginidad de María no la compraría nadie  a ningún precio en un mercado de valores.

La  madre de Bessie se desespera, la pone de castigo. No sabe que hacer con ella. Pero la pequeña Bessie es incorregible. En el VI y ultimo capítulo volverá a escandalizar a su querida y ya impaciente madre con preguntas y razonamientos irreverentes:

—Mamá, ¿es Cristo Dios?

—Sí, mi hija.

—Mamá, ¿cómo puede ser él mismo y alguien más al mismo tiempo?

—No lo es, mi amor. Es como los gemelos siameses: dos personas, una nacida por delante de la otra, pero igual en autoridad, igual en poder.

—Ahora lo entiendo, mamá, y es bastante simple. Un gemelo tiene relaciones sexuales con su madre y se engendra a sí mismo y a su hermano; y luego tiene relaciones sexuales con su abuela y engendra a su madre…

El último tema por el que se interesa la pequeña Bessie concierne a la falta de originalidad de la Biblia y el comportamiento sexual de Dios, de todos los dioses. El Sr. Hollister —argumenta Bessie—, dice que todos los dioses hacen lo mismo y la madre le pregunta:

—¿De qué manera, querida?

—Ir por ahí desvirginando vírgenes. Él dice que nuestro Dios no inventó nada nuevo: todo era viejo y mohoso antes de que se lo apropiara. Dice que no ha dicho nada original, sino que copió su Biblia y su diluvio y su moral y todas sus ideas de dioses anteriores, que las obtuvieron a su vez de otros dioses más antiguos. Él dice que nunca hubo un dios que no haya nacido de una Virgen. El Sr. Hollister dice que ninguna virgen está segura donde está un dios… y me aconsejó que cerrara la puerta con llave todas las noches, porque… aunque solo tengo tres años y medio y estoy bastante a salvo de los hombres…

Esta vez la mamá de Bessie la mandó terminantemente a callar, le prohibió nueva vez que frecuentara al Sr. Hollister y le ordenó que se ocupara de otro asunto menos desagradable que la teología. Pero es posible que la pequeña Bessie la desobedeciera a la primera ocasión que se presentara.





Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (10): Un bosquejo de familia (1)


Pedro Conde Sturla

12 junio, 2020


La vida de Mark Twain parece en más de un sentido una broma pesada, una jugarreta del destino, una mala pasada. Sus padres procrearon siete hijos, de los cuales fallecieron tres a la más tierna edad. Apenas cuatro de ellos vivieron más allá de la infancia, como era común entonces. Mark Twain sería uno de los afortunados. Vivió hasta los setenta y cinco años una vida de infortunio: de grandes éxitos literarios y grandes infortunios.

Las desgracias familiares empezaron a ocurrir desde su más tierna edad. Su hermano Pleasant murió en 1829 cuando apenas tenía seis meses. Su hermana Margaret falleció en 1939 a los nueve, cuando él tenía tres años, y su hermano Benjamin a los diez en 1842, tres años después, cuando Twain tenía seis años. Su padre murió a los 48, en 1847 dejándolo huérfano a los once. Su hermano Henry murió en la explosión de una caldera en 1848 a los veinte años. Los sobrevivientes fueron su hermano Orion, que vivió hasta 1897 y su hermana Pamela que vivió hasta1904. Su madre, Jane Lampton Clemens, tuvo una larga vida: nació en 1803 y murió en 1890 a la edad de 87 años.

Mark Twain se casó en 1870 con Olivia Langdon, una mujer excepcional que fue el amor de su vida. Con ella tuvo un hijo y tres hijas y parecía que el hado le había dado una tregua, un espacio de tiempo para restañar sus heridas. Pero no fue así. La desgracia lo perseguía y lo perseguiría hasta el fin de sus vidas.

Uno tras otro, en el curso de su amarga existencia. vería morir a cuatro de esos cinco seres queridos. Su primogénito, Langdon Clemens, murió en 1872, posiblemente de difteria o pulmonía a los diez y nueve meses, y Mark Twain hizo una crisis terrible: siempre se sintió culpable por haberlo sacado a pasear en un día muy frío y al parecer poco abrigado.

Para peor, su hija Susy (Olivia Susan), que sufría desde pequeña crisis epilépticas, falleció de meningitis en 1896 a la edad de 25 años, mientras Mark Twain se encontraba en el extranjero en una gira de conferencias.

Su esposa Olivia también había sido enfermiza desde muy joven, había padecido de algún tipo de tuberculosis y tenía una salud quebradiza. Sus quebrantos, agravados por la pérdida de sus hijos y la depresión, se agudizaron a partir de 1903 y quedó al parecer inválida o muy limitada en sus movimientos a causa de espondoliosis, una “afección degenerativa de la columna vertebral”.

Los Clemens se trasladaron entonces a Italia, en busca de un mejor clima. Pero Olivia fallecería en Florencia en 1904 de un paro cardíaco. Mark Twain quedaría nuevamente devastado, pero todavía no se había saciado la fortuna, esa “fortuna, de su mal no harta” como decía Cervantes (1). A Mark Twain le faltaba todavía ver partir a su hija pequeña, la pequeña Jean, que murió en la nochebuena de 1909, y también a su gran amigo Henry Roger, a causa de un accidente cardiovascular. Ya no le quedaban fuerzas ni ganas de vivir. Cuatro meses después fue impactado por un infarto agudo de miocardio, el 21 de abril de 1910 en Redding (Connecticut). En cambio Clara, su hija mediana, vivió hasta 1962. Fue el único de sus seres más queridos al que no vió morir.

Twain escribió, vivió y padeció entre1835 y 1910, entre la llegada y el regreso del cometa Halley con el cual se sentía de alguna manera identificado. En1909, poco antes de morir, escribió:

“Vine al mundo con el cometa Halley en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: ‘Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir’. ¡Ah! Lo espero con impaciencia”.

Su vida fue un largo, un quizás incesante desgarramiento existencial, una sucesión de trágicos eventos que dejaron huella en sus libros, en el pesimismo que destila gran parte de su obra, en su a veces macabro sentido del humor. Pero Mark Twain escribió un texto muy especial sobre su familia, “Un bosquejo de familia” que sorprende o deslumbra, o ambas cosas, por su fina textura, por la delicadeza y suavidad del pensamiento, por la aparente falta de resentimiento con que describe los más amargos capítulos de su vida. Mark Twain no le daba sentido al dolor, como hacen o pretenden hacer los cristianos, no lo consolaba la idea de otra vida que habría de venir. Era más bien estoico, alguien que a fuerza de sufrimiento se había construido una coraza que le permitía ejercer un dominio sobre sí mismo.

Detrás de cada palabra de “Un bosquejo de familia” está el hombre que sabe tomar distancia del pesar que lo embargaba sin dejar de traducir sus emociones. Sorprende la mesura, la parquedad de la expresión, el equilibrio emocional que refleja, por ejemplo, la descripción de la hija fallecida a destiempo. El dolor frío, contenido en el límite, por la muerte de la hija, por la hija reintegrada, como diría Moreno Jimenes.

Un bosquejo de familia

Mark Twain

Susy nació en Elmira, Nueva York, en casa de su abuela, la señora Olivia Langdon, el 19 de marzo de 1872, y después de probar y degustar la vida, junto con sus problemas y misterios, bajo diversas circunstancias y por lugares distintos, la misma casa fue testigo de cómo la llevamos al cementerio el 20 de agosto de 1896 a la edad de veinticinco años.

Tenía todo un repertorio de sentimientos, y estos eran de todo tipo y magnitud; y era tan volátil de niña, que a veces todos en su conjunto entraban en juego durante el corto transcurrir de un día. Estaba llena de vida, de actividad y de fuego. Sus horas de vigilia consistían en una apresurada procesión de entusiasmos que se diferenciaban los unos de los otros tanto en origen y aspecto como en temática. Alegría, tristeza, enfado y remordimiento; tormenta, luz, lluvia y oscuridad —allí estaban todos—: se presentaban en un instante y con la misma premura ya se habían marchado. Su aquiescencia era vehemente, su desaprobación, igualmente colérica, y las dos se desvanecían con rapidez. Sus lazos afectivos eran fuertes, y hacia algunas personas, el amor adquiría el carácter de la adoración.

Especialmente así era su actitud hacia su madre. En todas las cosas desprendía intensidad: y no estoy hablando de un mero brillo que emitiera calor, sino de un fuego incontenible. Su madre se las arreglaba para manejarla, pero cualquier otro que lo intentara estaba destinado al fracaso. La gobernaba por medio de las emociones y con mucho tacto, haciendo uso de una verdad libre de engaño o truco alguno, de una firmeza constante, y de un sentido de la justicia insobornable, que juntos nutrían la confianza de la muchacha.

Susy aprendió desde muy pequeña que había una persona que no le diría lo que no era y cuyas promesas, tanto de recompensa como de castigo, se mantendrían siempre de manera estricta; que había alguien a quien obedecer, pero cuyas órdenes no se impondrían nunca de forma ruda o con muestras de enfado.

Debido a su educación, Susy cumplía sus mandatos casi siempre de forma inmediata y voluntaria, y raramente con desgana. Respondía ya automáticamente a fuerza de hábito y apenas le suponía siquiera un esfuerzo. Desde muy temprana edad ella y su madre se hicieron amigas, compañeras, íntimas y confidentes y permanecieron así hasta el final.

(1)(http://www.dendramedica.es/revista/v10n2/Mark_Twain.pdf. l


Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (11): Un bosquejo de familia (2)


Pedro Conde Sturla 

19 junio, 2020


Casa de la familia de Mark Twain en Hartford


Es probable que Mark Twain empezara a escribir “Un bosquejo de familia” a raíz de la muerte de Susy, que era su hija mayor. Había fallecido, como se sabe, de meningitis a los 25 años y Mark Twain acusó el golpe. Era uno de esos golpes de los que habla Vallejo en “Los heraldos negros”:

“Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé!”

Sin embargo, “Un bosquejo de familia” es una obra extrañamente apacible. Lo que describe Mark Twain es la manera en que sus hijas van llenando su vida de luz, de contenido, de maravillosas horas felices. Parecería que se refugia, como quien dice, en la dicha de otro tiempo. Las mira jugar y crecer, las observa, las estudia, las educa con un método, un sistema desprovisto de autoritarismo. Las describe, minuciosamente, con un tono no exento de orgullo paterno, por supuesto. Y con un inusitado distanciamiento. Uno sabe que Mark Twain tenía el alma hecha jirones cuando escribió este relato, pero en ningún momento incurre en estridencias. El tono es siempre reposado, austero:

“Clara Langdon Clemens nació el 8 de junio de 1874, hecho que supuso una nueva influencia en el desarrollo de Susy.

Una madre y un padre no son más que dos —de hecho, para ser exactos, son uno y un décimo- y juegan su parte como educadores, pero en algunas cuestiones, otro tipo de educadores trabajan más que ellos, siendo su número mayor y más abundantes sus oportunidades -me refiero, claro, a los hermanos y sirvientes—. Susy era rubia, Clara, morena, y llegaron al mundo con temperamentos complementarios.

“Con el paso del tiempo, los ideales de cada una influyeron en los de la otra y sus personalidades se fueron adaptando y transformando, no en un alto grado, por supuesto, sino en matices.

“Las dos niñas tenían buenas cabezas, pero estas no estaban equipadas de la misma manera; Susy, cuando su alma reposaba, era reflexiva, soñadora y espiritual; Clara estaba alerta en todo momento, tenía iniciativa, era emprendedora, tenía los pies en la tierra, era ordenada y práctica.

“Alguien dijo que Susy estaba hecha de espíritu, Clara, en cambio, de materia —una generalización que las apariencias justificaban en aquel momento, pero que era injusta con Clara, como demostraron los años que habían de venir.

“En su tierna edad, Clara se las arregló para disimular algunos de los elementos más destacables de su persona.

Susy era sensible, asustadiza y cuando estaba en peligro, tímida; Clara no se amedrentaba, no era tímida y tenía cierto gusto por las aventuras arriesgadas. Susy poseía gran coraje moral, y lo mantuvo elevado a costa de ejercitarlo.

“Revisando el cuaderno en el que apuntábamos los comentarios y frases de las niñas, parecería que destacásemos las de Susy porque eran sabias, las de Clara porque eran robustas y pragmáticas, y las de Jean porque estaban construidas de una manera extrañamente peculiar”.

Mark Twain reconstruye de una manera lúcida y coherente, con multitud de sorprendentes detalles, el mundo en que vivió su adorada Susy. Un mundo en el que no era sólo el padre, era el amigo, el confidente, el compañero de juegos, a veces el tigre y el elefante que las niñas perseguían en una jungla de libros:

“Durante los primeros años de Susy y Clara, pasábamos nueve meses al año en la casa que nos hicimos en Hartford, Connecticut. Empezamos a construirla cuando nació Susy, en 1872, y la terminamos y entramos a vivir en ella el día en que Clara cumplía años en 1874.

“En esos días ya tan lejanos nos dedicábamos a la cacería, y la biblioteca era nuestro coto particular, nuestra “jungla” gracias al poder de la imaginación, y allí era donde dábamos caza al tigre y al león. Yo era el elefante, y llevaba a Susy o a Clara sobre mis espaldas-a veces incluso a las dos y ellas cargaban con las armas y disparaban a las presas”.

Como puede apreciarse, no hay sentimentalismo ni lagrimas fáciles. Sólo de vez en cuando el escritor se permite una queja, un lamento en sordina:

“George, el antaño esclavo de color, estaba con nosotros por entonces. En total estuvo dieciocho años a nuestro servicio y era tan bueno como negro de piel –un sirviente en términos de la profesión que ejercía, miembro de la familia si hacemos referencia al cariño y a la diversión–. Él era el león, también el tigre—; de hecho, preferiblemente el tigre, pues como león su rugir era demasiado robusto y estropeaba la caza porque asustaba a Susy.

“El elefante se ha marchado, al igual que una de las cazadoras; la otra ya descansa, y el tigre y los días de caza ya hace tiempo que pasaron”.

El bosquejo de familia es un gran fresco, un maravilloso cuadro en el que siempre están al centro Susy, Clara y Jean, las hijas de la familia Clemens Langdon. Pero no menos importancia tienen los demás personajes, toda una serie de fascinantes personajes que forman parte tanto del servicio como de la familia y desempeñan roles de singular importancia en la educación de las niñas. Una educación carente de prejuicios:

“Al principio teníamos con nosotros a Patrick McAleer, el chófer, que nos había servido desde el día de nuestra boda, el 2 de febrero de 1870. Se quedó veintidós años con la familia, se casó poco después de llegar, crío hasta a ocho niños bajo nuestro servicio y les dio una buena educación.

Rosa, la niñera, también formaba parte de nuestra casa en esos tempranos años y se quedó hasta doce primaveras.

Katy coincidió con ella y con George y Patrick. Nos acompañó a Europa dos veces y aquí sigue con nosotros en la actualidad. A la mayoría de nuestros viejos amigos estos nombres les resultarán familiares y se acordarán de sus portadores y, también, de que cada uno tenía una personalidad interesante y fuera de lo común.

No serían capaces de olvidarse de George, el hombre de color. Puedo extenderme un poco sobre su historia sin deshonestidad, debido a que ya no forma parte de este mundo ni le interesan las cosas con este relacionadas.

George fue un accidente. Vino a limpiar unas ventanas y se quedó casi la mitad de una generación. Nació esclavo de Maryland, la Proclamación lo libero, y como adolescente vio con sus propios ojos una buena parte de la Guerra Civil al servicio del general Devens”.

Algo digno de mención es el ambiente en que se movían, un ambiente multicultural, polifónico, todo un sorprendente mosaico cultural y racial en el que la armonía se mantenía en base a un difícil equilibrio que Mark Twain atribuye a las habilidades diplomáticas de George:

“No tenía precio, ya que sus amplios conocimientos y su buen carácter compensaban sus defectos. Ponía paz en la cocina, de hecho, la mantenía, ya que gracias a su buen juicio, espíritu justo y lengua apaciguadora, calmaba las disputas en ese lugar antes de que fueran a más. Los materiales para la guerra estaban ahí. Hubo un momento en el que teníamos un cocinero de color —presbiteriano—, George —metodista–, Rosa, la niñera alemana —luterana–, Katy, americano-irlandesa —católica romana—, Kosloffska, nodriza polaca-católica ortodoxa—, y Mary ‘la inglesa’, algo así como una inconformista–, aunque bajo la influencia benigna de George y debido a su capacidad diplomática, todos formaban una familia feliz y así permanecieron”.


Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (12): Un bosquejo de familia 3)


Pedro Conde Sturla

26 junio, 2020. 


Uno de los personajes inolvidables de “Un bosquejo de familia” —si acaso no lo son todos—, es el negro George, aquel esclavo liberto que había ido a la casa de los Clemens “a limpiar unas ventanas y se quedó casi la mitad de una generación”. Mark Twain dice que “no había nada de común en él” y que era una persona muy apreciada y respetada en toda la comunidad de Hartford. George tenía habilidad para los negocios, era un exitoso apostador y también prestamista (entre muchas otras cosas), y logró hacerse modestamente rico hasta que se hizo rico sin modestia.


Durante un período en que los Clemens se establecieron en Europa, dejó el servicio doméstico y consiguió trabajo de camarero en un exclusivo Club. En realidad, más que camarero terminó siendo banquero o mejor dicho usurero (que viene siendo lo mismo), de acuerdo a lo que dice y parece celebrar Mark Twain:

“Había estado sirviendo como camarero varios años en el Union League Club, haciendo de banquero para los otros camareros, cuarenta en total, y de su propia raza. Les dejaba dinero al mes a un interés muy alto y como fianza se llevaba la prueba escrita en los cheques de sus futuros salarios donde se incluía la deuda y el interés.

También prestaba a hombres blancos de fuera sin otro tipo de fianza más que dos relojes de oro y diamantes. Tenía como un sombrero entero de estas baratijas en la caja fuerte del Club. Los tiempos que corrían eran tiempos de desesperación, el fracaso y la ruina estaban en todas partes, el dolor aparecía en cada rostro; yo no había visto nada igual en mi vida y no he vuelto a verlo desde entonces. Pero el arca de George flotaba serena sobre las aguas turbulentas, sus dientes blancos brillaban a través de su agradable sonrisa de antaño; era una persona próspera y feliz, casi la única así de establecida que conocí en Nueva York”.

En ese lugar trabajó hasta el día de su fallecimiento. Y la forma en que Mark Twain maneja este acontecimiento, asociando el dolor que le produce el deceso de George a la pérdida de su hija Susy, es sorprendente y reveladora. Es, sin duda, una muestra de la extraordinaria densidad humana del gran escritor:

“Estuvo sirviendo allí hasta su muerte en 1897, manteniendo fielmente una correspondencia con nuestra familia todo ese tiempo y devolviendo con intereses todo el cariño que los niños sentían por él. Susy dejó este mundo un año antes de que George muriera. Él estuvo cumpliendo sus deberes en el Club hasta la medianoche del 7 de mayo. Fue entonces cuando se empezó a quejar de un dolor en su corazón y se acostó. Lo encontraron muerto a la mañana siguiente. Nosotros vivíamos en Londres por aquel tiempo. Pronto me enteré de lo que había pasado, pero se lo oculté a la familia tanto tiempo como pude, teniendo en cuenta que la medianoche de la pérdida de Susy aún se cernía sobre ellos y habrían sido incapaces de soportar otra pena añadida. Sin embargo, a medida que fueron pasando los meses y no recibíamos ninguna carta de George en respuesta a las suyas, se empezaron a inquietar e iban a escribirle otra vez para preguntarle qué pasaba cuando yo no tuve más remedio que hablar”.

Otra de las historias entrañables del pequeño y jugoso libro de Twain concierne al tema de la educación de los sentimientos y el amor y respeto por los animales. De hecho, toca una fibra muy sensible que no deja indiferente a ninguna persona de concepto cuando se pronuncia contra la crueldad y el maltrato que sufren esos seres a los que hemos condenados históricamente a una especie de infierno. Es sobrecogedora la descripción de cómo apaga la vida y el canto de un ave tan inofensiva como inocente. Una que cantaba “desde la inocencia de su corazón. Es maravillosa su idea de una educación o pedagogía natural a la que contribuyen tanto los padres como los amigos, libros y maestros, sirvientes, visitantes, perros y gatos, amén de los múltiples sabores y sinsabores de la vida. Eso que llama “El incansable y sempiterno impacto de influencias externas en la construcción de la personalidad”... :

“Como ya he indicado, la señora Clemens y yo, y la señorita Foote, la institutriz, éramos los educadores de los niños -unos particularmente conscientes e intencionados, con diferentes grados de eficacia y cada uno dentro de sus posibilidades. Y nuestra labor se veía reforzada por una multitud de involuntarios y accidentales formadores como, por ejemplo, sirvientes, amigos, visitantes, libros, perros, gatos, caballos, vacas, accidentes, viajes, alegrías, penas, mentiras, calumnias, oposiciones, persuasiones, seducciones del bien y del mal, traiciones y fidelidades. El incansable y sempiterno impacto de influencias externas en la construcción de la personalidad, que empiezan su enérgico asalto en la cuna y que solo pueden acabar en la tumba, se sumó a nuestros esfuerzos. Los libros, el hogar, el colegio y el púlpito pueden y deben encargarse de dirigir —es su limitada pero noble y poderosa tarea— mas los numerosos inconscientes educadores hacen el trabajo de verdad, y sobre ellos los responsables superintendentes no tienen mucha supervisión ni autoridad.

“La enseñanza consciente es buena y necesaria, y en cientos de ejemplos cumple su propósito, mientras que en cientos de otros fracasa, y si el objetivo se alcanza de alguna manera, es mediante algún otro agente o influencia.

Supongo que en una mayoría de casos los cambios se dan en nosotros sin que nos demos cuenta de ellos en el momento, y más adelante en la vida le damos el mérito de ellos si es que es mínimamente creíble, a mamá, al colegio o al púlpito. Pero sé de un caso en el que algo cambió dentro de mí por medio de una influencia externa -ahí donde la enseñanza había fallado—, y yo fui plenamente consciente de esta alteración cuando ocurrió. Y así pues, sé que el hecho de que en más de cincuenta y cinco años no haya lastimado gratuitamente a ninguna criatura muda no se debe a mi hogar, al colegio ni al púlpito, sino a una influencia externa momentánea.

Cuando yo era solo un niño, mi madre pedía clemencia para los peces y los pájaros e intentaba persuadirme de que les perdonara sus vidas, pero yo seguía matándolos sin inmutarme. Hasta que un día disparé a un pájaro que estaba posado en un enorme árbol y que, con su cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, entonaba una agradecida melodía desde la inocencia de su corazón.

El pobre se desplomó, aleteando con delicadeza hasta caer tieso y desolado a mis pies, su canción apagada y su inofensiva vida extinguida. Yo no tenía necesidad de matar a esa inocente criatura, la aniquilé por capricho y sentí entonces todo lo que un asesino siente: la tristeza y el remordimiento cuando el hecho le persigue hasta su casa y él desea que ojalá pudiera volver atrás y así limpiar otra vez sus manos y su alma de las impurezas de una sangre acusadora. Un apartado de mi educación, hasta ese entonces largamente trabajado sin obtener muchos frutos, se cerró por gracia de una única influencia externa y gratuita, y desde entonces ya pudimos quitar el letrero, esconder los libros y las amonestaciones para siempre.

“A cambio, yo les insistía a los niños en que no hirieran a los animales, y también les exhortaba a proteger a los más débiles de los más fuertes. Esta enseñanza fue un éxito —y no solo en espíritu, sino también en la práctica—. Cuando Clara era pequeña -tan pequeña como para llevar un zapato del tamaño de una prímula— un día de pronto golpeó con fuerza el suelo con ese mismo zapato, lo arrastró hacia sí como si fuera un rastrillo, y se inclinó para examinar los resultados. Nosotros la interrogamos y ella se explicó: ‘¡La malvada hormiga grande estaba intentando matar a la pequeñita!’. Cabe decir que ninguna de las dos sobrevivió la generosa intervención”.




Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (13): Un bosquejo de familia (4)


Pedro Conde Sturla

14 agosto, 2020



La época que Mark Twain describe en “Un bosquejo de familia” corresponde a un periodo de bonanza en el que la familia vivía en una casa enorme con un pequeño ejército de empleados domésticos. Mark Twain llegó a obtener ganancias fabulosas con la venta de sus libros y escritos, pero siempre se las arreglaba para perderlo todo en alguna empresa no necesariamente disparatada. Los tiempos de vacas gordas alternaban con otros de carestía en los que se veía obligado a emprender, bajo contrato, giras interminables por el extranjero, dictando charlas o conferencias que cautivaban al auditorio gracias a sus extraordinarias dotes de expositor culto y ameno. Su fama de charlista era tan grande como su fama de escritor y eso le permitía vivir del cuento. Literalmente del cuento, de sus charlas o disertaciones siempre graciosas, enjundiosas, amenas.


Entre los muchos personajes de “Un bosquejo de familia” sobresale una niñera llamada Rosa, a la que Dios “había hecho en alemán”, y un cochero llamado Patrick que salvó de morir asfixiadas a las niñas de Twain. Pero las que me han llamado más la atención son dos nodrizas y el tipo de alimentación que suministraban a su enfermiza hija Bay y a sus dos hermanas. Una de ellas se llamaba Maria McLaughlin y “era un diablo profano, dado al whisky, al tabaco y a numerosos otros vicios:

“Maria mascaba, fumaba, decía palabrotas usando un lenguaje obsceno en la cocina, robaba la cerveza del sótano y se emborrachaba a menudo, y era una tipa complicada en todos los aspectos; pero Bay mejoró gracias a sus vicios, y bastante rápido”.

Lo que Mark Twain cuenta más adelante desafía a la imaginación y hace que uno albergue dudas sobre la salud mental del escritor. Permitir que una nodriza borracha amamante a su hija es algo que sólo a Mark Twain podía ocurrírsele:

“Maria llegó a casa sobre las once esa noche, tan llena como un huevo y asimismo falta de equilibrio. Pero Bay estaba tan vacía como la otra llena, así que después de una toma de veinte minutos el estómago de Bay estaba bien repleto de un ponche lácteo hecho de cerveza, whisky barato, ron y un brandy horroroso, además de estar sazonado con tabaco de mascar, humo de puro y blasfemia, y las dos quedaron pomposamente piripis y felices. A Bay nunca le sentó tan bien la leche de una nodriza como la de Maria, ya que ninguna otra tenía tal sustancia”.

Otra nodriza de antología, que más bien parece personaje de “Gargantúa y Pantagruel”, era una irlandesa “con una vena egipcia muy poderosa”:

“No hubo nunca una nodriza como esa —¡la única, la sublime, la inalcanzable!—. Se erguía un metro ochenta desde las medias hasta arriba, tenía una forma y un contorno perfectos, el pelo de color cuervo, negro como el de un indio, majestuoso, cargaba con su cabeza como si fuera una emperatriz; tenía el porte militar los andares de un granadero, y las agallas y la fuerza de todo un batallón”.

Nueva vez uno se pregunta si Mark Twain estaba cuerdo o hablaba en serio cuando lee la descripción de la portentosa egipcia a la que confiaba la alimentación de su hija Clara. ¡Existiría de verdad semejante personaje o es fruto de la imaginación desbordada de Mark Twain? Lo más probable es que se trate de un personaje real con ciertos toques y retoques más o menos surrealistas:

“Tenía una salud de hierro, el apetito de un cocodrilo, el estómago como una bodega y la digestión de un molino de cuarzo. Burlándose de la máxima adamantina que dictaba que una nodriza debía solo participar de cosas delicadas, ella devoraba cualquier cosa y todo lo que pudiera acaparar con sus manos, engullendo diabólicas combinaciones de cerdo fresco, pastel de limón, col hervida, helado, manzanas verdes, intestinos, rábanos crudos, regando todo esto con torrentes de café, té, brandy, whisky, aguarrás, queroseno —cualquier cosa que fuera líquida—. Fumaba pipas, puros, cigarrillos; gritaba de alegría como un Pawnees y blasfemaba como un demonio; y era así como subía las escaleras bien atiborrada como he descrito para deleitar al bebé con un banquete que debería haberlo matado a treinta yardas de distancia, pero que en cambio solo lo alegraba, engordaba, contentaba y embriagaba. Ninguna criatura salvo esta fue nunca tan bien servida. La giganta saqueaba mis reservas de tabaco y cigarrillos cada día; ninguna bebida estaba a salvo de ella si te despistabas un momento; y además de las grandes cantidades de licores fuertes que ella compraba en el centro de la ciudad cada día y que consumía, se bebió doscientas cincuenta y seis botellas de medio litro de cerveza en nuestra casa durante un mes, ¡y eso que ese fue el mes más corto del año! Lo que cuento parece imposible, pero solo me ciño a los hechos. Ella era una maravilla, un portento, esa egipcia”.

Más que un cuadro, un paisaje humano, “Un bosquejo de familia” es un poco también una radiografía del drama de una época de grandes esperanza, grandes tragedias y grandes hipocresías y frustraciones en lo que José Martí describió como el “Norte revuelto y brutal”. Mark Twain no se limita a pasar revista a las venturas y desventuras familiares. El drama de la esclavitud, aparentemente superado, tenía raíces profundas y otras formas de esclavitud estaban surgiendo. Un simple relato, el relato de la tía Rachel, una madre, una esclava negra, una liberta que cuenta cómo ella y toda su familia fueron vendidas en pública subasta, pone al desnudo esas raíces, el entramado de odio visceral sobre el que se sostenía una sociedad esclavista e intolerante.

“Y bien, un día de estos mi vieja ama dice que está sin un céntimo y tiene que vender a todos los negros del lugar. Y cuando yo me entero de que nos van a vender a todos en una subasta en Richmond... ¡Oh por Dios, y tanto que sabía lo que eso significaba!”. [La tía Rachel se había ido levantando a medida que contaba la historia y ahora se erguía sobre nosotros como una torre, una negrura que tapaba las estrellas).

‘“Nos pusieron cadenas y nos dejaron sobre una tarima tan alta como este porche —seis metros, y toda la gente nos rodeaba, una multitud sin fin. Y se acercaban y nos miraban, apretaban un brazo, nos hacían levantar y dar unos pasos y decían ‘esta es demasiado vieja’, ‘esta, débil’ o ‘esta no sirve para mucho’. Y vendieron a mi propio marido, y se lo llevaron, y empiezan a vender a mis niños y se los llevan, y yo empiezo a llorar; y el hombre dice ‘cállate tú, llorica’, y me golpea en la boca con su mano. Y cuando ya todos se han ido menos mi pequeño Henry, lo agarro y lo acerco a mi pecho, y me levanto y grito: ‘No me lo quitarán’, grito: “;Mataré a quien le ponga una mano encima!’, grito. Pero mi pequeño Henry me susurra y dice, ‘me voy a escapar, y luego trabajaré y te compraré la libertad’. Oh, que Dios bendiga al muchacho, él siempre tan bueno. Pero lo atraparon -lo hicieron, aquellos hombres lo atraparon, pero yo les arranqué las ropas y les di en la cabeza con mis cadenas, y ellos me devolvieron los golpes, pero poco me importó. Ya ve, mi esposo ya no estaba, ni ninguno de mis hijos los siete, y a seis de ellos no les he vuelto a ver la cara a día de hoy, y de esto hace veintidós años”.

Lo estremecedor del relato contrasta con la sencillez de las palabras. Unas palabras sencillas, sin maquillaje, para describir la desgarradora realidad de la tragedia. Una tragedia tanto más terrible en cuanto formaba parte de la cotidianidad de Richmond, Virginia, y de los demás estados del Sur durante la primera mitad del siglo XIX. Una simple subasta, rutinaria, para los negreros del sur. Una tragedia devastadora para una madre a la que le arrancan el alma junto con los hijos y el marido.



Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (14): El forastero misterioso (1)



Pedro Conde Sturla

21 agosto, 2020


Edición original o restaurada de El forastero misterioso. Fuente externa


“El forastero misterioso” es el último libro que Mark Twain no escribió ni publicó: que no terminó de escribir. Trató de hacerlo varias veces, por lo menos tres veces de tres maneras diferentes durante largos años y no pudo finiquitar la tarea satisfactoriamente. Las dos primeras versiones de la historia quedaron inconclusas y todas tienen como personaje a un encantador e inquietante hijo o sobrino de Satán. La primera se conoce con el nombre de “Crónica del joven Satán”, la segunda se llama”Schoolhouse Hill”. La tercera tiene un título más largo y pomposo: “44, El forastero misterioso: Antiguo relato hallado en un jarro y contado a boca de jarro”.

Twain la dio por terminada en 1908, a pesar de que aparentemente había algunos cabos sueltos y no estaba del todo complacido. (Hay quien sostiene que la obra “todavía tiene muchos defectos y es discutible si se puede considerar terminada”). Quizás el mismo Twain sentía que no estaba del todo acabada, en la manera en que se lo había propuesto, no colmaba todas sus aspiraciones. Además el contenido era 

socialmente explosivo, irreverente, blasfemo. El hecho es que  dio instrucciones para que no fuera publicada mientras  viviera.


En 1916, seis años después de su muerte, “El forastero misterioso” salió a la luz y se vendió como pan caliente. Pero era otro forastero. Parcialmente otro forastero misterioso. El albacea de Mark Twain (“la persona encargada de hacer cumplir la última voluntad de un difunto y de custodiar sus bienes hasta que se repartan entre los herederos”) se había confabulado con la única hija superviviente de Twain y un editor religioso para editar una versión edulcorada de la obra.

Albert Bigelow Paine, el albacea de marras, que estaba en posesión de sus escritos, mutiló una cuarta parte del libro, todo lo que para él eran irreverencias y profanaciones y armó una especie de Frankenstein, añadiéndole retazos de “Crónica del joven Satán” y un final alterado o adulterado. Por sí fuera poco, introdujo un personaje de su invención, un astrólogo diabólico al que le atribuye muchas de las fechorías que Mark Twain acredita al muy maligno y sinvergüenza padre Adolf. Aun así, la mayor parte de las cosas esenciales de la obra de Twain permanecen inalterables, aunque eso no disculpa el fraude.

Para peor, nada de esto se supo hasta después de la muerte del albacea en 1937, cuando los manuscritos fueron dados a conocer a los estudiosos. Se descubrió, entonces, entre muchas otras cosas, que había una mezcla de personajes “de versiones distintas de la historia” y “que hasta los nombres originales habían sido tachados y escritos con la letra de Paine”.

Finalmente, en 1969, casi sesenta años después de la muerte del autor, la University of California Press realizó una edición facsímil del texto con el título “No. 44, The Mysterious Stranger”.

Años más tarde, el controvertido crítico Lorin Stein recordaría “la lista de espera que había en la biblioteca para leerlo cuando recién entraba en la universidad y apareció la edición restaurada de 44. Telepatía viajes en el tiempo una imprenta clandestina en un castillo abandonado y la voz narradora de un adolescente que sonaba como el mejor Mark Twain. Era el libro perfecto”.

En una de las reseñas de una edición del libro puede leerse lo siguiente: “Esta edición rescata (...) el texto original y muestra a Twain en su máximo esplendor. Leerlo es ponerse en sus zapatos: uno puede deslizarse gozoso por su superficie como si patinara sobre hielo y al mismo tiempo ver con escalofríos los monstruos que yacen debajo de esa capa de hielo”.

Lamentablemente —como dice Juan Forn en el prólogo de una de las mejores traducciones de la obra al español— “nadie ajeno al mundo académico se enteró, razón por la cual hasta el día de hoy son más los lectores que conocen El forastero misterioso que los que saben de la existencia de 44 . El último gran libro de Mark Twain lleva un siglo escondido debajo de una copia vil, que huele a santurronería y a humo de Inquisición”.

(https://planetadelibrosuy0.cdnstatics.com/libros_contenido_extra/38/37785_44Forastero_PrimerCap.pdf).

La historia de “44, El forastero misterioso” (narrada en primera persona por un adolescente), se desarrolla en el adormecido pueblo austríaco de Eseldorf: “pueblo de burros” en alemán.

Esa Austria de 1490 “estaba alejada del mundo, y dormida. La Edad Media continuaba y prometía quedarse para siempre . Algunos retrocedían unos cuantos siglos más y calculaban que, según el reloj mental y espiritual, Austria estaba todavía en la época de las Cruzadas”.

Es un país cualquiera, no necesariamente Austria, un reino de oscurantismo y de prejuicios, dominado por la superstición, por la iglesia y por los príncipes o por cualquier otra forma de autoridad. Desde las altas esferas del poder hay un recelo, una desconfianza, un miedo visceral a la inconformidad que podría generar el conocimiento. La educación se reduce a lo elemental. Todos los habitantes, con excepción de los poderosos, son instruidos en la más docta ignorancia:

“Eseldorf era un paraíso para los niños. No nos molestaban demasiado con los estudios. Nos educaban, más que nada, para que fuéramos buenos católicos y veneráramos a la Virgen, la Iglesia y los Santos por sobre todas las cosas; para que reverenciáramos al Monarca con temor sagrado, lo nombrásemos con el corazón en la boca, nos descubriésemos ante su imagen y reconociéramos que él era el bondadoso proveedor de nuestro pan de cada día y de todas las bendiciones terrenales porque nosotros habíamos venido al mundo para cumplir con la misión de trabajar por él, sangrar por él y, si era necesario, morir por él. No pretendían que supiéramos mucho más, y de hecho no nos dejaban. Los curas decían que el conocimiento no era bueno para la gente común porque podía conducir a la disconformidad con los designios de Dios, y que Dios no toleraba la disconformidad con Sus planes. El Obispo se lo había dicho a los curas, así que era cierto”.

Lo que se ha dicho hasta aquí es tan importante como lo que no se ha dicho. Con muy pocas palabras y apenas un barniz del más sutil humor y la más fina ironía, el autor ha bosquejado el primer capítulo de una de sus obras maestras, una de las más importantes y menos conocida. Un libro negro, ácido y truculento, provocador y devastador.

(Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (14): El forastero misterioso).



Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (15): El forastero misterioso (2)


Pero Conde Sturla

28 agosto, 2020


En el pueblo de Eseldorf —el pueblo de burros, como su nombre en alemán indica— las autoridades tenían buenas razones para negarle “a la gente común” el acceso a la educación, al conocimiento. El conocimiento produce inconformidad y la inconformidad es enemiga jurada de la paz social. Conduce al desorden, a la ruina.


Eso fue lo que estuvo a punto de suceder cuando se apareció en la comarca una mujer husita, una seguidora de Jan de Hus. Juan Hus había muerto en la hoguera por ponerse “a favor de la libertad de prédica, de la pobreza en el clero y del castigo de los pecados mortales a todos los miembros de la sociedad, sin distinción de rangos”. Era un hereje. Y la mujer se “dedicó a embaucar a la gente”, a emponzoñarles el alma con sus enseñanzas perversas, demoníacas, igualitarias. Desde que abrió la boca empezó a atentar contra el orden constituido en el manso pueblo de Eseldorf, a sembrar la manzana de la discordia:

“Primero convenció a algunos ignorantes y estúpidos para que fueran en secreto de noche a su casa y escucharan ‘el verdadero mensaje de Dios’, como decía ella . Era una mujer astuta y seleccionó a los pocos que sabían leer. Los aduló, les hizo creer que eso demostraba su inteligencia y que sólo los inteligentes podían entender su doctrina. Llegó a reunir a diez y los fue envenenando noche a noche en su casa con sus herejías . Les entregó los sermones husitas, todos por escrito, para que los guardaran, y los convenció de que leerlos no era pecado”.

Una de las víctimas de la insidiosa husita era “Gretel Marx, la viuda del lechero, que tenía dos caballos y un carro y llevaba leche a la feria del pueblo” y estuvo a punto de quedar en la ruina a causa de la disconformidad que en su alma había plantado la mujer husita.

Por suerte para ella, se cruzó en su camino el santo padre Adolf que la condujo de nuevo por la senda de la salvación. El padre Adolf es un personaje de antología. El narrador lo describe venenosamente de forma ambigua, irónica, le atribuye virtudes que sus vicios desmienten, lo acusa de ser profano, disoluto y maligno y a la vez un buen hombre: un perverso buen hombre:

“El padre Adolf era un sacerdote gritón, ferviente y enérgico, y trataba de ganar renombre porque quería llegar a ser obispo. Se lo pasaba espiando y vigilando atentamente los rebaños ajenos y los propios. Era disoluto, profano y maligno pero en general se pensaba que, de no ser por eso, era un buen hombre. Y tenía talento, sin duda . Era un orador elocuente y vivaz”.

El hecho es que “Un día pasó el padre Adolf y encontró a la viuda Marx sentada a la sombra del castaño que había junto a su casa, leyendo (...) iniquidades”: los textos husitas. El santo padre estaba borracho y contento, como era su costumbre, más no por eso dejaba de sentirse depositario de la verdad y autoridad

divinas.

“... venía caminando por el sendero, luego de beberse varios jarros. Se sentía bien y canturreaba ‘alabemos al vino y a las doncellas’ con su voz potente de bajo, cuando vio a la viuda Marx concentrada leyendo su libro. Se detuvo frente a ella y se quedó ahí, balanceándose y mirándola de refilón con sus ojos saltones. Su cara roja y gorda estaba transpirada . Hizo una mueca de disgusto y dijo:

“−¿Qué tiene ahí, Frau Marx? ¿Qué lee?

“Ella le mostró . Él se inclinó y echó un vistazo, después le arrancó los escritos de la mano y ordenó con ira: −¡Quémelos, quémelos, idiota! ¿No sabe que leer esto es pecado? ¿Quiere condenar su alma? ¿De dónde los sacó?

“Cuando ella le contó, el padre Adolf dijo:

“−Es lo que pensé. Ya me voy a ocupar de esa mujer .

“Le voy a hacer la vida imposible. Usted va a sus reuniones, ¿verdad? ¿Y qué le enseña, le enseña a adorar a la Virgen?

“−No, sólo a Dios.

“−Lo sabía. Usted se va a ir al infierno. La Virgen va a castigarla por esto.

Acuérdese de lo que le digo .

“Frau Marx se asustó. Quiso justificarse, pero el padre Adolf le dijo que cerrara la boca y siguió atormentándola. Le contó lo que le haría la Virgen hasta que, a punto de desmayarse de miedo, ella se arrodilló y le rogó que le dijera qué hacer para que la Virgen la perdonara. El padre Adolf le impuso una dura penitencia, la sermoneó un poco más y después retomó su canto donde lo había interrumpido y se alejó balanceándose en zigzag”.

El padre Adolf también había tenido que ver con lo sucedido al padre Peter: una cosa en verdad terrible. El padre Peter, después de años de impecables servicios a la comunidad, se había descarriado. Siempre “se limitaba a predicar desde el púlpito exactamente lo que la Iglesia requería y nada más”, pero en algún momento —según informó el padre Adolf al obispo— empezó a disvariar, a decir locuras, cosas sin sentido y desproporcionadas acerca de Dios, a contradecir las creencias más firmes de la santa madre iglesia. Decir disparates sobre la salvación y la bondad de Dios:

“Pero el cura que nosotros más queríamos y que más lástima nos daba era el padre Peter. El obispo lo había suspendido por andar diciendo que Dios era todo bondad y que encontraría una manera de salvar a todos sus pobres hijos humanos. Era algo terrible, no se hallaron pruebas contundentes de que el padre Peter lo hubiera dicho y además no iba con su personalidad porque era un buen cristiano, siempre fue bueno, gentil y sincero y se limitaba a predicar desde el púlpito exactamente lo que la Iglesia requería y nada más. Cuando lo acusaron no fue por decirlo en el púlpito (en ese caso toda la congregación habría escuchado y testificado) sino afuera, en una conversación, y a sus enemigos les resultó fácil inculparlo. El padre Peter lo negó pero no importó. El padre Adolf quería quedarse con su puesto y le juró al obispo que alcanzó a oír al padre Peter cuando se lo decía a la sobrina mientras él escuchaba detrás de la puerta −porque sospechaba de la integridad del padre Peter, dijo, y los intereses de la religión requerían que él espiara”.

El pecado del padre Peter era inexcusable. Con sus afirmaciones sobre la bondad de Dios le estaba dañando el negocio a los mercaderes del templo, a los intermediarios, a los que vivían de perdonar y condenar en nombre de Dios. A los que suplantaban a Dios.

En la versión espuria y santurrona de “El forastero misterioso”, la del albacea de Mark Twain, no aparece la historia de la predicadora husita y los chismes sobre el padre Peter no llegan al oído del obispo por medio del intrigante padre Adolf. Tampoco se lo describe ni ridiculiza en términos de ambicioso o intrigante. En sustitución del padre Adolf figura un maligno astrólogo como causante de la caída del padre Peter o Pedro:

“El padre Pedro tenía un enemigo, un enemigo muy poderoso, a saber: el astrólogo que vivía, allá en el fondo del valle, en una vieja torre derruida, y que pasaba las noches estudiado las estrellas. Todos sabían que ese hombre era capaz de anunciar por adelantado guerras y hambres, cosa que, después de todo, no era muy difícil, porque por lo general había siempre una guerra o reinaba el hambre en alguna parte. Pero sabía también leer por medio de las estrellas, y en un grueso libraco que tenía la vida de cada persona, y descubría los objetos de valor perdidos; todo el mundo en la aldea, con excepción del padre Pedro, sentía por aquel hombre un gran temor. Incluso el padre Adolfo, el mismo que había desafiado al demonio, experimentaba un sano respeto por el astrólogo cuando cruzaba por nuestra aldea luciendo su sombrero alto y puntiagudo y su túnica larga y flotante adornada de estrellas, con su libraco a cuestas y con un callado, del que se sabía que estaba dotado de un poder mágico”.

(Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (15): El forastero misterioso).

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