sábado, 18 de abril de 2020

Negros y palestinos frente al destino manifiesto


Pedro Conde Sturla

Los negros, en Usamérica, fueron esclavizados durante casi dos siglos y medio y con el amargo fruto de su trabajo se desarrolló todo el país. Después de la supuesta liberación se crearon unas leyes que permitían condenarlos a trabajos forzados y alquilarlos y venderlos de nuevo como mano de obra esclava. Tan terrible fue el acoso que se vieron obligados a huir, a dispersarse por todo el territorio. Más tarde se desató especialmente contra ellos y en parte contra los latinos la llamada guerra contra las drogas. Como resultado, el cuarenta y ocho por ciento de la población carcelaria, que es la mayor del mundo, está compuesta por negros, a pesar de que representan menos del siete por ciento de la población. Ser negro (o ser latino, que es otra forma de ser negro) es casi un pasaporte para estar preso en los Estados Unidos. Súmele a todo eso las miserables condiciones de vida en que muchos se ven condenados a vivir para entender por qué caen como moscas frente al avance del Coronavirus y de la política  
oficial de indolencia que reina en la excepcional patria del 
bravo y del libre y del destino manifiesto.

Mutatis mutandis, en Israel —que es casi una sucursal del mismo destino manifiesto— los negros son los palestinos y de ellos están llenas las cárceles, incluyendo centenares de niños, en condiciones espantosas. Aglomerados están en diferentes campos de concentración donde no serán cremados sino exterminados por obra de la pandemia y de la crueldad de unos seres humanos que se consideran elegidos, los favoritos de Dios. Los mismos que al parecer han puesto en marcha una especie de solución final.

Estamos todos —como dijo alguien— en la misma tempestad, pero no en el mismo barco.

QUESTA SERA HO VISTO CADERE LA PIOGGIA


Pedro Conde Sturla
(Grado. Ritangela Tomasicchio)


Vagamente ricordo di averti amato. Ora che scivoli furtiva nella memoria, ricordo vagamente di averti amato, la spirale dorata delle tue trecce, il  sorriso distante e capriccioso, il nero dei tuoi occhi, la scintilla che ora accende il rogo di nostalgia. Il rogo che scolpisce, che fa scorgere, alla parola di un poeta, l'immagine fumosa del tuo viso.

LA ÚLTIMA NOCHE QUE PASÉ CONTIGO

Pedro Conde Sturla
10 de diciembre de 2009

A Jeannette Miller  no le gustan los boleros. Lo dice en el título de su libro: “A mi no me gustan los boleros” (igual, quizás, que a su promotora Ruth Herrera). El bolero le parece despreciablemente machista, machista leninista, a pesar de que en muchos boleros, más bien la mayoría, siempre hay un hombre muriéndose de amor por una mujer y a veces por “aquellos ojos verdes” de otro hombre, que es la cosa menos machista de este mundo.
El bolero, al parecer, nunca se ha convertido en parte de su alma y lo lamento. No cree en lo que dijo más o menos Cabrera Infante: que en el bolero, en la música romántica se encuentra parte de la mejor poesía latinoamericana. Seguramente no cree que “somos en nuestra quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el otoño.” Nunca, quizás, ha sentido la caricia de la “Niebla del riachuelo”, la magia que a muchos nos invade y sobrecoge cuando escuchamos en ritmo de bolero una de las siete versiones del  famoso tango:
“Turbios fondeaderos donde van a recalar / barcos que en los muelles para siempre han de quedar. / Sombras que se alargan en las noches del dolor, / náufragos del mundo que han perdido la ilusión. / Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que jamás han de zarpar; / turbio cementerio de las naves que, al morir, / sueñan, sin embargo, que hacia el mar han de partir.”
Hay que suponer que Jeannette Miller  no aprecia esa especie de Biblia titulada “El Bolero. Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, la misma que escribieron los evangelistas Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Delgado Malagón y José del Castillo. Jeannette Miller no se siente atraída por esa pasión, jamás se ha dejado seducir por la religión del bolero. Es irreverente y atea, bolerísticamente hablando.
En cambio la brillante narradora cubana Mayra Montero, tan femenina y feminista como Jeannette Miller y Ruth Herrera,  adora devoradoramente los boleros (“los boleros de antes, que no en balde han sido los boleros de siempre”). Sus personajes los bailan y los describen, los cantan y los mastican y los disfrutan sexualmente en un libro erótico maravilloso que quizás habría querido escribir Ligia Minaya: “La última noche que pasé contigo”.
Sin remilgos puritanos, uno de sus personajes define la utilidad del  género:
“Boleros, sí señor, para brillar hebilla, para poder demostrarte que más no puedo amar. Boleros para cortarnos las venas y para hacernos polvo, y para todas esas cosas salvajes y calientes para las que servían los boleros.”
Con títulos de boleros y a ritmo de bolero, Mayra Montero cuenta una historia, muchas historias que ocurren durante un crucero por el Caribe. En el monólogo de Celia -otro de los personajes-, ésta define su filosofía de la vida que es la filosofía del bolero. Una filosofía que casi adquiere cuerpo doctrinal.
Mayra Montero escribe que da envidia, con un dominio admirable de la palabra, el ritmo y las agudezas verbales. Definitivamente hay mucho que aprender de ella sobre el arte del bolero y el arte de la escritura. Y además, quizás por coincidencia, el título casi perverso del capítulo en que Celia da rienda suelta a su monólogo, viene como anillo al dedo:

AMOR, QUÉ MALO ERES 

Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo. 
Julieta, que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando, porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde La noche anterior -les permití bailar un par de piezas-, la había notado muy apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto, al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier Locura, que antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y arrastrar a Fernando al camarote. El me siguió a regañadientes, la música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia, como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a qué. 
En el fondo, a mi también me habría gustado quedarme. A estas alturas de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos, debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza par aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la gente viene a1 mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles, en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una música, como es mi caso, que aparece, y desaparece en los momentos culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por fuera, trata de averiguar como le están viendo a uno los demás. Yo era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba, corría a mi cuarto para poner e1 disco de Gatica (Lucho siempre fue mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama. Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara, no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la traquea. De ahí en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le retrasara la muerte ... Yo ponía una mano encima de la otra y con las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena, cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me pellizcaba los labios –los de abajo-, me arañaba los muslos, gemía su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivó jamás.

pcs, jueves, 10 de diciembre de 2009


    

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (2)

En su memorable crónica o relación del primer viaje alrededor del mundo, Pigafetta no siempre exagera y no siempre dice cosas inciertas, aunque su tendencia a fantasear haga difícil distinguir en muchos casos lo que es verdad o mentira. Además, algunas de las cosas que cuenta parecen fantásticas o inverosímiles solamente en la medida en que la realidad supera la ficción.

Sin él nunca se hubieran conocido con tal lujo de detalles los pormenores de aquella empresa suicida a la que muy pocos sobrevivieron. Sin embargo, el primero que dio a conocer noticias de la fabulosa aventura no fue Pigafetta, sino un tal Maximiliano de Transilvania, alguien que no había participado. Este Maximiliano, del cual se sabe que fue escritor y que vivió en Flandes en el siglo XVI, entrevistó a los marineros de la nao Victoria (la embarcación en que habían regresado los sobrevivientes) y publicó una especie de reportaje que lo consagró como autor de la primera descripción del primer viaje de circunnavegación completado por Juan Sebastián Elcano (1519-1522).
Nada se compara, sin embargo, con la importancia que tuvo para el mundo la copiosa labor de recopilación y observación que llevó a cabo Pigafetta durante los tres años de azarosa travesía que duró la expedición:
“El relato de Pigafetta es la fuente individual más importante sobre el viaje de circunnavegación, a pesar de su tendencia a incluir detalles fabulosos. Tomó notas diariamente, tal como menciona cuando da cuenta de su sorpresa al llegar a España y comprobar que había perdido un día (el debido al sentido de su marcha). Incluye descripciones de numerosos animales, entre ellos los tiburones, el petrel de las tormentas (Hydrobates pelagicus), la cuchareta rosada (Ajaja ajaja) y el Phyllium orthoptera, un insecto semejante a una hoja. Pigafetta capturó un ejemplar de este último cerca de Borneo y lo guardó en una caja, creyéndolo una hoja móvil que vivía en el aire. Su informe es rico en detalles etnográficos. Practicó como intérprete y llegó a desenvolverse, al menos, en dos dialectos indonesios. El impacto geográfico de la circunnavegación fue enorme, ya que la expedición Magallanes-Elcano dio un vuelco a muchas de las convenciones de la geografía tradicional. Proporcionó una demostración de la esfericidad de la Tierra y revolucionó la sólida creencia, tan influyente en el primer viaje de Cristóbal Colón, de que la superficie de la Tierra estaba cubierta en su mayor parte por los continentes”. (http://redmundialmagallanica.org/wp-content/uploads/2015/09/PIGAFETTA-Primer-viaje-alrededor-del-mundo.pdf).
Los datos que recopiló Pigafetta tienen que ver con la flora y la fauna, el clima, la náutica, la lingüística y la descripción de enfermedades como el escorbuto, que no se conocieron hasta que los marineros no emprendieron viajes que los mantenían durante meses en sus naves sin tocar tierra y comer frutas y alimentos frescos. Nada hay de exagerado o fantasioso en lo que describe Pigafetta cuando las naves al mando de Magallanes se internaron por el inmenso mar Pacífico:
“Miércoles 28 de noviembre, desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.
“Sin embargo, esto no era todo. Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De éstos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y un brasilero que conducíamos con nosotros. Además de los muertos, teníamos veinticinco marineros enfermos que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo, pero que al fin sanaron. Por lo que toca a mí, no puedo agradecer bastante a Dios que durante este tiempo y en medio de tantos enfermos no haya experimentado la menor dolencia”.
Lo que Pigafetta describe es la misma enfermedad que sufrirían casi un siglo después los tripulantes ingleses del
Mayflower, que desembarcaron por primera vez en la costa de lo que es hoy Massachusetts y fundaron la Colonia de Plymouth.
Muchos sufrieron la típica hinchazón de las encías, perdían todos los dientes y el cabello y a veces caían muertos de repente. Todo por una enfermedad, el escorbuto, “producida por la carencia o escasez de vitamina C, que se caracteriza por el empobrecimiento de la sangre, manchas lívidas, ulceraciones en las encías y hemorragias”.
No sé si es posible que alguien pueda sobrevivir a la ingesta de alimentos contaminados por orines de ratas, pero lo cierto es que los gusanos y la carne de rata son ricos en proteínas y vitaminas. Gracias a ellos posiblemente salvaron la vida Pigafetta y otros. Las ratas, en esas condiciones, costaban y valían su peso en oro.
Los chinos conocían, por cierto, las causas de la enfermedad desde el siglo XV y para combatirla o prevenirla cultivaban en los propios barcos germen de soya, el brote o germinado del frijol de soya, que contiene vitaminas y proteínas. Los europeos resolverían el problema mucho más tarde cuando incluyeron en la dieta de los navegantes el limón agrio y otros cítricos. Y sobre todo el bucán. Esa peculiar forma de asar y conservar las propiedades de las carnes, que conocían los Arawacos del Caribe.
Carne asada o ahumada que luego daría origen a la industria de los industriosos bucaneros y salvaría miles de vida.
Algo así como la panacea que todos estamos esperando en estos días aciegos y aciagos.


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sábado, 4 de abril de 2020

Más pandemia es el hambre

Más pandemia es el hambre

Por Pedro Conde Sturla
Algo más que la pandemia del Coronavirus recorre el mundo: la pandemia del hambre, la carestía elemental de los medios de subsistencia.
El hambre que ignoramos, el hambre que parece no existir y no preocupa a los amos del mundo, la condición desesperante de los que nada tienen y nada tendrán, la multitud de pobres que, al decir de los indolentes y la gente sin conciencia, han existido siempre y siempre existirán.
Desde el principio de la encerrona que llamamos toque de queda, en respuesta al avance de la pandemia, empezó a incubarse en la mayoría de los hogares de nuestro país otra amenaza de proporciones más alarmantes: la carestía elemental de los medios de subsistencia, pero ahora exacerbada en grado extremo.
El encierro forzado, obligatorio, agrava el drama de los necesitados. Los privilegiados vivimos todavía (y no se sabe hasta cuándo) en medio de la abundancia, en casas donde no falta nada material y aun así se ha visto gente llorando por las redes, quejándose del aislamiento y la soledad. El drama de los más necesitados es al revés.
Están comprimidos en espacios miserables, reducidos, están hacinados, como quien dice unos encima de los otros en algunos lugares. A la angustia, el terror que produce la pandemia se suma el fantasma del hambre, la carestía de todo lo esencial para sobrevivir, desde la leche para el niño hasta el agua para beber en muchos casos. Sobre la gente pobre se cierne la amenaza del virus y la amenaza de muerte por hambre o desnutrición.
Frente a ese drama dantesco el gobierno manifiesta su indolencia, responde con payasadas. Todas las iniciativas del gobierno son payasadas. Reparte funditas de comida con la imagen de un candidato a la presidencia que es retarado mental, da limosna a los pobres.
No es capaz de articular lo que se necesita: un plan de emergencia para abastecer de alimentos a los barrios más necesitados. Alimentos, mascarillas, medicinas, centros de asistencia médica.
Más tarde que temprano los barrios pobres empezarán a convertirse en morideros, si acaso no han empezado ya. Pero los pobres no se dejarán morir pacíficamente. Ante la imposibilidad de procurarse alimentos saldrán a la calle a saquear y ya han salido.
El gobierno responderá, desde luego, con la guardia y la policía y se producirá una enorme matazón. Sin embargo, poco podrán la guardia y la policía contra un pueblo que terminará alzándose en masa en todos los rincones del país. El desbordamiento de un pueblo que se muere de hambre no será contenido por guardias ni policías cuyas familias padecen la misma calamidad y que quizás se sumen al saqueo. Comenzará quizás una guerra de todos contra todos.
Asistiremos al saqueo de almacenes y supermercados, colmadones, ventorrillos y pulperías,  empezará en algún momento el asedio de las casas de los vecinos pudientes, el saqueo de los barrios o urbanizaciones de clase media y clase alta y todo tipo de empresas y negocios... Se romperá tarde o temprano la cadena de suministro de provisiones y de repente todos comenzaremos a ser pobres. ¡Alguien lo duda? Eso podría pasar y pasará si el  gobierno no acaba de entender la situación. Una guerra avisada. Una especie de hecatombe zombie como la que vemos en televisión.



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Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo

Pedro Conde Sturla
3 abril, 2020


Antonio Pigafetta.