viernes, 5 de abril de 2019

Cuentos para niños y adultos

Pedro Conde Sturla
31 de octubre de 2016 

La palabra cuento tiene un sentido despectivo como sinónimo de mentira, embuste, habladuría, deformación u ocultamiento de la realidad. Gran parte de la historia, “la mentirosa historia, incluyendo la historia de la cultura, es puro cuento, glorificación del crimen como hazaña y la codicia como virtud, exaltación desembozada de generales y reyes, tiranos, conquistadores, asesinos, depredadores. Las grandes figuras de una época son presentadas como los grandes hacedores de historia. Una historia que se escribe desde arriba, desde el punto de vista de las clases gobernantes y sobre todo de los vencedores. Pero esa historia “chorrea sangre y lodo de la cabeza a los pies”.
Constantino el Grande, una figura venerada por los cristianos, era un monstruo, Carlos Magno fue un vulgar genocida. Napoleón, “el mayor genio militar que ha conocido la humanidad” era un carnicero y también “uno de los personajes más megalómanos y nefastos de todos los tiempos.
A Sarmiento se le rinde un culto oficial en Argentina y otros páíses de América y es justamente celebrado por el valor de sus obras literarias y como “gran humanista”, gran presidente y educador. Sin embargo, y al margen de sus innegables méritos, Sarmiento es el pensador más retrógrado y atrabiliario que ha parido América Latina, un cómplice y justificador de abominables crímenes. La  saña, el odio visceral con que escribía contra los pueblos y razas subalternos, lo definen como un troglodita ilustrado.
La exaltación de tales personajes obedece a un mecanismo de manipulación, tiene que ver con el arma más poderosa en manos del poder, que es la mentira.
La mentira histórica tradicional, que permite el ocultamiento, el maquillaje histórico de los hechos, el endiosamiento de los grandes protagonistas, forma parte del mecanismo de producción de un sistema de culto con fines educativos, para formar deformando.
“El tesoro de la juventud”, una “enciclopedia de conocimientos” que en otra época tuvo una inmensa influencia y popularidad en América, era o sigue siendo parte de ese mecanismo de producción social de sentido tendiente a la formación de buenas conciencias. El análisis de la obra realizado por María Cristina Alonso arroja luces y sombras, quizás más luces que sombras sobre la famosa obra,  demuestra de alguna manera que la fe en la letra de molde es una de las grandes trampas de la fe.
Aprender a leer es aprender a leer con desconfianza.
El tesoro de la juventud: ¿un cuento de niños?
por María Cristina Alonso
Un amigo lejano me cuenta en un mail que le han regalado la colección completa del Tesoro de la juventud. En mi biblioteca los tomos destartalados de la edición de 1920 todavía mantienen su encanto y alimentan mi fantasía.
Imagino a mi amigo mirando las mismas láminas que yo -de tanto en tanto- repaso cuando, al pasar por el comedor penumbroso, me tienta el estante al lado de la chimenea que alberga la enciclopedia. Desconozco el origen de la de mi amigo. Me ha dicho que se la han regalado. La mía viene viajando en el tiempo, de la casa colonial de mis tías abuelas -que la habrán comprado a algún vendedor de libros de esos que recorrían los pueblos allá por el veintipico, o tal vez en Buenos Aires en alguno de sus viajes-  hasta llegar a las manos de mi padre, que la debe haber recorrido en su infancia con el mismo placer que lo hice yo cuando la rescaté de un cuarto de tratos viejos, un poco masticada por las lauchas en algunos extremos, pero con las páginas de láminas brillantes intactas.
Su título alude conceptualmente a los bienes del espíritu, a la riqueza del saber humano y a los destinatarios principales de tanto saber acopiado: “El tesoro de la juventud, enciclopedia de conocimientos”. En ella puede encontrarse un poco de todo: el sabor encantado de las narraciones populares, las maravillas del mundo, los adelantos de la ciencia, biografías de famosos hombres y mujeres, interrogantes contestados con intención científica, lecciones de francés e inglés, poesías, costumbres exóticas. La enciclopedia, dividida en secciones, exhibe títulos como “Cosas que debemos saber”, “Historias de libros célebres”, “Juegos y pasatiempos”, entre otros.
Traducida del inglés, fue publicada en España en 1920 por Walter Jackson y distribuida en las capitales más importantes de América con artículos escritos por autores locales. El consultor, compilador y autor de la parte argentina es Estanislao Zevallos, el vocero ideológico de la Campaña al Desierto efectuada por el General Roca, hombre empapado de la idea civilizadora propia de la generación del 80 y que, a juzgar por el prólogo que firma en el Tomo I,  conocía tanto a los niños argentinos como a los cafres africanos fotografiados en algunas secciones.
Con su idílica visión de la niñez, Zeballos escribe: “El clima benigno, la facilidad para gozar de la vida al aire libre, la alimentación sana y abundante, las facilidades generales de la lucha, y, probablemente, ciertas influencias termoeléctricas de la tierra aún no bien determinadas, influyeron en la hermosa salud y en el vigoroso desarrollo físico-psíquico de los niños sudamericanos”. Y advierte en el prólogo que la enciclopedia “es una obra civilizadora, pues los hijos de los hogares pobres, expuestos a los peligros de las calles y de los campos, y de la vida vagabunda hallarán en esta lectura reconstituyente un motivo de permanencia en el hogar”
Miguel de Unamuno que, como otros prestigiosos intelectuales de la época -Alberto Edwards, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg-  creía que, “hablar con los grandes que fueron es mejor que con los pequeños que son” y justifica la publicación de la enciclopedia a través del incentivo de la imaginación que  proporcionan las historias de aventuras. Para él el alimento de la inteligencia debía servir de aliciente y excitación para la fantasía.
Zevallos afirma en alguno de los tomos que “los niños argentinos se distinguen por la precocidad con que aprenden, saben más de historia de Estados Unidos que los propios norteamericanos y que cantan con igual solvencia el Himno Nacional que el Star Spangled Banner y el Hall Columbia, porque los niños argentinos son bellos y robustos, y predominan entre ellos los rubios y trigueños.”
No obstante la belleza de la páginas de la enciclopedia, de sus láminas aún maravillosas y la diversidad temática, los jóvenes que abrevaron en este compendio del saber, fueron mamando un sutil racismo. En la sección, Los tesoros ocultos de la Tierra, por ejemplo, bajo una foto del aduar donde vivían los mineros negros africanos, puede leerse este epígrafe de neto corte colonialista: “Muchos son los millares de cafres empleados en la minas de oro del Sur de África, y si se tiene cuidado con ellos llegan a salir buenos trabajadores”. Mucho más explícito es el texto de Zeballos en donde explica, en un artículo sobre la Argentina, que “Las tropas pertenecientes al ejército de este país, están formadas por gente blanca y rubia, pues la mezcla con la inmigración ha hecho desaparecer al negro y a las razas inferiores.”
Contrastando las buenas intenciones de los colaboradores –redactar un texto destinado a los niños que no tenían acceso a la educación sistematizada- la segregación racial es una constante, digamos subliminal, en la enciclopedia. En el Libro del  porqué se responde de esta manera a la pregunta ¿son necesarias las guerras?: “Hubo guerras que sostuvieron los pueblos civilizados, cuyo número crecía, sin cesar, rápidamente, contra los salvajes. Todas las civilizaciones se han extendido de este modo. Parece que, dado el modo como el mundo está hecho, estas guerras fueron en la antigüedad necesarias, como es necesaria la muerte.”
Más allá de estos conceptos, de las páginas de El tesoro de la juventud saltan para nuestro deleite Alicia la del País de las maravillas, la Cenicienta, Guillermo Tell, Robinson Crusoe, el varón de Mulhausen, califas, princesas, pastores de ovejas y magos. Pura maravilla que mi amigo el que vive tan lejos junto a un mar del fin del mundo y yo, en la llanura pampeana, disfrutamos en tiempos distintos, en casas distintas, en provincias diferentes. Pero sin embargo, esas páginas, las mismas, y también diferentes, nos reúnen en nuestro común país de las palabras. Un lugar en el que los relojes, y las distancias pierden sentido. Un lugar donde los dos podemos jugar a buscar al conejo blanco, a conversar con los liliputienses o a departir con la fauna de los océanos. De esas cosas hablamos, a veces, cuando tenemos ganas de ser niños otra vez.
el-nuevo-tesoro-de-la-juventud-d_nq_np_423-mpe3897250703_022013-f



Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Blas de Lezo: el vasco que humilló a los ingleses

Pedro Conde Sturla
12/03/2015


[La Guerra del Asiento, Guerra de Italia o Guerra de la oreja de Jenkins (1739-1748), tuvo en gran parte lugar en el turbulento y luminoso escenario del Caribe y fue librada entre españoles e ingleses.
Según la historia, que puede ser “la mentirosa historia”, el curioso nombre de Guerra de la oreja de Jenkins es de origen inglés y se atribuye al episodio que dio pretexto para la misma: el apresamiento por el guardacostas español La Isabela del navío contrabandista inglés Rebecca, capitaneado por el pirata Robert Jenkins, en 1731. De acuerdo al testimonio de Jenkins, que compareció en la Cámara de los Comunes en 1738, como parte de una campaña belicista por parte de la oposición parlamentaria en contra del primer ministro Walpole, el capitán español Juan León Fandiño, que apresó la nave, cortó una oreja a Jenkins al tiempo que le decía Ve y di a tu rey que le haré lo mismo. En su comparecencia, Jenkins denunció el caso con la oreja en un frasco, y al considerar la frase de Fandiño como un insulto al monarca británico, Walpole se vio obligado a regañadientes a declarar la guerra a España el 23 de octubre de 1739.
La batalla más importante del conflicto se produjo en Cartagena, una batalla naval que sigue siendo la mayor que se dio en el continente americano y una de las mayores batallas navales del mundo hasta el desembarco aliado en Normandía durante la segunda guerra mundial. En ella sufrieron los pomposos gobernantes de la pérfida Albión una de las más sonoras derrotas de su historia. Una derrota humillante, doblemente humillante porque primero la celebraron como victoria, anticipándose a los hechos con unas medallas conmemorativas, y además porque siempre han tratado de ocultarla. (La mayor humillación de la Royal Navy).
Al héroe de la resistencia, un personaje de leyenda, le llamaban (no siempre despectivamente) medio hombre. Le faltaba una pierna, un ojo, el brazo derecho. Pero a medio hombre nunca le faltó hombría. Era un vasco, un marinero de un país que ha dado a España algunos de sus más brillantes lauros, “uno de los mejores almirante, de los mejores estrategas de la historia de la Armada Española, temido y respetado en todos los mares”. Era Blas de Lezo, tan almirante como Nelson, aquel Nelson al que tanto se parecía en más de un sentido, el Nelson que también perdió un ojo, un brazo y finalmente la vida al servicio de la “patria”.
La batalla de Cartagena de Indias la sigue librando en esta página Arturo Pérez-Reverte, nacido en Cartagena de España, con un artículo al servicio de la verdad que constituye un sentido homenaje y desagravio a la memoria del gran almirante de los siete mares.
La altura de los hombres –dijo alguien famoso, quizás Napoleón-, no se mide de la cabeza al suelo, se mide de la cabeza al cielo. La historia de medio hombre es la historia de un hombre entero. PCS].
El vasco que humilló a los ingleses
Arturo Pérez-Reverte
Hace doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse, tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de Espartero.
La vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos. Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12 fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y 39.000 hombres. Que se dice pronto.
He visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito. Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto. Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas, y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete.
Blas de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso.
Arturo Pérez-Reverte

pcs, 12/03/2015,



sábado, 30 de marzo de 2019

SIETE AL ANOCHECER (historia criminal del trujillato) TERCERA PARTE




Juramentación del dictador el 16 de agosto 1930

El traje nuevo del emperador

16 de agosto 1930
Mis hermanas y yo, las hijas del conocido general Bonilla, lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis?
Las celebraciones comenzaron el 16 de agosto de 1930 y se extendieron durante varias jornadas, al ritmo de música y danza en un ambiente mágico, festivo, como nunca se había visto en el país. Cuatro bandas de música marchaban sin cesar por toda la zona, despertaron alegremente a los vecinos a muy tempranas horas, hicieron la felicidad de grandes y chicos durante la mañana y prosiguieron, después de la juramentación durante toda la tarde, y luego durante toda la inmensa noche a la luz de la luna y una desfalleciente luz eléctrica y fuegos artificiales que hacían de la noche día.

Cementerio sin cruces (2)

Cementerio sin cruces (2)

La  bestia era una hechura de las tropas de ocupación yanquis, de la Guardia Nacional Dominicana que fundaron las tropas de ocupación en 1917. La Guardia Nacional Dominicana made in USA. La Dominican Constabulary Guard (DCG).
En la guardia confió la bestia para mantenerse en el poder. La guardia, la policía, la marina, los servicios de inteligencia, el más infernal aparato represivo. En algún momento llegó a tener uno de los ejércitos más poderosos del Caribe. Ninguno de sus enemigos estaba a salvo dentro ni fuera del país.
El gobierno se empleaba a fondo contra los opositores con toda su pesada y bien afinada maquinaria represiva, imponía el miedo, el terror, en los más amplios sectores de la población. En todo el país pululaban ahora los llamados policías secretos que todos conocían, espías, chivatos, gente que vigilaba y delataba, denunciaba cualquier tipo de actividad que pudiera parecer sospechosa, a cualquier persona que profiriera una queja, una simple crítica contra el orden constituido. Incluso a los empleados públicos y funcionarios se los conminaba a denunciar personas desafectas al régimen. Un desliz, una palabra indiscreta, una velada alusión o comentario político no favorable al régimen podía pagarse con la cárcel o la vida. Torturar en las prisiones, asesinar opositores en la prisión o en la calle se estaba convirtiendo en el pan nuestro de cada día.
Nadie se sentía seguro ni libre de sospechas, el régimen fomentaba la discordia, la desconfianza entre civiles y militares, entre civiles y civiles y entre militares y militares. El ojo del amo, los servicios de inteligencia, vigilaban sin discriminación sobre todos.
Mantener la dignidad y el decoro o simplemente mantenerse al margen del gobierno era cosa arriesgada, toda una osadía, y quienes pudieron lograrlo la pasaron mal. Solo unos pocos  notables, dentro del país, resistieron y sobrevivieron. Algunos durante casi toda la tiranía.
Numerosos políticos, intelectuales y profesionales, que en principio habían sido adversarios de la bestia, se sumaban ahora en tropel a su proyecto. Otros se plegaron, simplemente por miedo, se mordieron la lengua simplemente por miedo, eligieron muchas veces entre la cárcel y un empleo,  se refugiaron en un exilio interior y ejercieron con probidad sus funciones hasta donde les fue posible.
El ingente cúmulo de medidas represivas y coercitivas para convertir a la población en un rebaño de ovejas, tuvo, sin embargo, un efecto contraproducente, agravó el profundo malestar y descontento, caldeó los ánimos en lugar de enfriarlos, se manifestó con la aparición de siempre nuevas conjuras, manifestaciones de rebeldía, organizaciones secretas.
Dice Crasweller que durante los cuatro primeros años de la primera administración de la bestia se produjeron no menos de diez complots contra el gobierno y que aunque la mayor parte fue de poca o ninguna importancia, dos de ellos tuvieron amplia repercusión y muy trágicas consecuencias.
Lo curioso de todo es que el más radical y peligroso se incubó en las filas del ejército. De hecho, fue  en las fuerzas armadas, en los organismos castrenses, donde a lo largo de la era gloriosa se produjeron algunas de las peores amenazas contra el régimen y la vida de la bestia.
Los altos oficiales disfrutaban de privilegios y consideraciones especiales, pero también estaban sometidos  a una presión que muchas veces podía ser insoportable, a veces a cometer o ver cometer hechos que repugnaban a su conciencia, y además estaban más al tanto, mejor informados que el resto de la población de las atrocidades que se cometían entre bambalinas, detrás del telón de aquel teatro del horror.
El organizador de la más temprana y elaborada conspiración militar, una que tuvo lugar en 1933, fue un viejo conocido, un hombre de confianza de la bestia, si acaso la bestia tenia confianza en alguien. El teniente y coronel Leoncio Blanco.
Se conocían desde la época en que ingresaron a la Guardia Nacional, el fatídico Constabulary, y desde entonces habían sido compañeros de correrías y tropelías. Leoncio Blanco había recibido entrenamiento como oficial de inteligencia, en tácticas de contrainsurgencia y espionaje. Dice Jimenes Grullón que Leoncio Blanco era el brazo derecho de la bestia cuando urdió la trama para hacer saltar del poder a Horacio Vásquez, y que era un hombre ducho en todo tipo de mañas y artimañas militares. Crassweller lo consideraba poco educado, ambicioso y no suficiente astuto, pero reconoce que gozaba de gran popularidad entre civiles y militares. De hecho, Leoncio blanco  hizo una exitosa carrera en el ejército y llegó a ser comandante de la región sur, con asiento en Barahona. Pero fue su popularidad, según dice Crassweler, y los rumores de que estaba  concentrando demasiada autoridad en sus manos lo que alertó los finos sentidos de la bestia.
La realidad es que Leoncio Blanco estaba conspirando, montando una conspiración que alcanzó a llegar a los más altos niveles. Dice Jiménez Grullón que Dionisio blanco se manejó con bastante eficiencia y sigilo, que se había hecho de armas sacadas de los arsenales y que paulatinamente se había ido conquistando a muy altos oficiales y a civiles que adversaban el gobierno. Todo parecía ir viento en popa hasta que un teniente de la marina, al que Leoncio Blanco intentó reclutar, denunció olímpicamente el complot.
La bestia reaccionó, como dice Crassweler, con la violencia visceral que lo caracterizaba al enfrentar tanto a un enemigo como a un potencial competidor.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [29]. Tercera parte).
Bibliografía:
Juan Isidro Jimenes Grullón, “Una gestapo en America”
Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0


Teniente coronel Leoncio Blanco.
La bestia era una hechura de las tropas de ocupación yanquis, de la Guardia Nacional Dominicana que fundaron las tropas de ocupación en 1917. La Guardia Nacional Dominicana made in USA. La Dominican Constabulary Guard (DCG).
En la guardia confió la bestia para mantenerse en el poder. La guardia, la policía, la marina, los servicios de inteligencia, el más infernal aparato represivo. En algún momento llegó a tener uno de los ejércitos más poderosos del Caribe. Ninguno de sus enemigos estaba a salvo dentro ni fuera del país.

sábado, 23 de marzo de 2019

Cementerio sin cruces (1)

Cementerio sin cruces

En la medida en que avanzaban los trabajos de reconstrucción y remozamiento de la devastada ciudad de Santo Domingo, el futuro padre de la patria nueva se afianzaba en el poder, apretaba una por una todas las tuercas del engranaje del régimen totalitario que estaba  construyendo, especialmente en lo concerniente al aparato de seguridad de estado.
El servicio secreto era una herencia, un legado de la intervención, algo que nació junto a la llamada Guardia Nacional Dominicana, fundada en 1917 por las tropas yanquis que ocupaban el país, y jugó un papel cada día más importante y tenebroso durante toda la era gloriosa.
Con fines de modernizarlo y hacerlo más eficiente, la bestia se agenció desde un principio la asesoría de extranjeros, gente de experiencia en labores de inteligencia, sicarios y torturadores con un brillante historial, una impecable hoja de servicios a los más despiadados dictadores de la región.

Prisioneros y militares junto a víctimas de San Zenón en la Plaza Colombina (actual Parque Eugenio Maria de Hostos)

Uno de los principales asesores de la bestia fue su gran amigo Watson. El mayor Thomas E. Watson, su instructor y mentor y simpatizante durante la ocupación. Watson estuvo presente y muy activo durante el periodo de emergencia posterior al ciclón de San Zenón y contribuyó a consolidar el organismo de inteligencia para que pudiera operar, monitorear las actividades de los desafectos  tanto en el interior del país como en el exterior. Sus tentáculos se extendieron de tal manera que llegaron a cubrir casi todo el espectro de las actividades políticas, sociales y culturales, penetraron en oficinas públicas y privadas, en la educación, en los hogares y familias, hasta el punto de convertirse en lo que parecía o llegó a parecer una policía del pensamiento. Así se fue creando poco a poco una atmósfera de paranoia, desconfianza, recelo, una densa y viciada atmósfera patibularia. Los ciudadanos se encerraron, como quien dice, o fueron encerrados Durante más de treinta años en un ataúd de silencio.
El desastre de San Zenón fue una bendición para la bestia, no sólo le brindó al régimen la oportunidad de consolidarse, de apropiarse de recursos destinados a otros fines y hacerse de un cierto prestigio.También le permitió librarse de una cantidad indeterminada de oposicionistas, presos políticos a quienes el huracán había sorprendido en las mazmorras de la Fortaleza Ozama y la penitenciaría de Nigua. La Ley de emergencia, que se promulgo a raíz de la devastación de la ciudad, la suspensión de las garantías constitucionales, el dictamen que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y la declaración de la ley marcial permitieron disponer de las vidas de estos infelices, haciéndolos pasar por víctimas del meteoro. Nunca se sabrá cuántos de ellos  fueron asesinados y luego cremados, enterrados sin identificar junto a las verdaderas víctimas en el Parque Eugenio María de Hostos. El mismo que se llamaba entonces Plaza Colombina y que se llamaría durante mucho tiempo Parque Ramfis en honor al primogénito de la bestia.
La bestia calculaba todo al milímetro, no descuidaba un detalle, no dejaba nada al azar. En 1931, con el propósito de eliminar cabos sueltos, urde un plan, una siniestra tramoya, se las arregla con desenfado y astucia para librarse de dos personajes que le resultaban incomodos:  el general Desiderio arias y el vicepresidente Estrella Ureña. Al primero lo eliminó fisicamente y al segundo lo obligó a dejar el cargo, a ausentarse del país y finalmente presentar su renuncia. También es posible que contribuyera con su muerte, algunos años después, durante una operación quirúrgica a la que fue sometido.
Mientras el gobierno asumía todos los rasgos de una dictadura militar, con un tupido entramado burocrático, los partidos tradicionales empezaban a desarticularse o ya se habían desarticulado. Sus dirigentes  se habían desbandado, se habían dado a la fuga y al destierro. La bestia empezó a ejercer un dominio casi completo de todos los poderes del estado y se disponía a controlar por adelantado por lo menos una pequeña porción del clima político que aún no estaba en sus manos: las intenciones de voto. Así, en 1931, apenas un año después de haber subido al poder, fundó su propio partido, el Partido Dominicano, en el que era obligatorio inscribirse, democráticamente obligatorio.
El glorioso Partido Dominicano fue registrado oficialmente en la Junta Central Electoral con el nombre de la bestia como director y el de Mario Fermín Cabral como presidente de la junta superior directiva. Éste último, uno de los más prestigiosos sinvergüenzas de la era, era el hombre que, según Crassweler, en alguna ocasión había sido uno de los primeros en dar la voz de alarma cuando la bestia empezó a conspirar contra el orden constituido y el primero  en enmendar el error y subirse al carro del vencedor. El hombre que, según Almoina, había traicionado a desiderio Arias, que había denunciado y llevado a la carcel y a la muerte a numerosos oposicionistas. Era el hombre que, como dice Almoina, se prestaría a subscribir o auspiciar, la iniciativa, el infame proyecto  para cambiar el nombre de la ciudad más vieja del Nuevo Mundo por el del más desvergonzado de los abigeos, por el apellido de una familia de ladrones y asesinos, el de la bestia que en cinco años había cubierto de dolor, de sangre, de lutos al pueblo dominicano.
Junto a Fermín Cabral figuraban en la nómina de fundadores del Partido Dominicano otros de los mas impúdicos y entusiastas cortesanos. Uno de ellos era  Augusto Chotín, que había participado en el asesinato del presidente Cáceres en 1911. Otro era Rafael Vidal, a quien Crassweler describe como un conspirador y asesino. El más prominente era el tío de Trujillo, Teódulo Pina Chevalier, un tipo obeso, disoluto corrupto y no muy inteligente en opinión de Crassweler.
El Partido Dominicano se convirtió en un referente obligado, en el principal soporte ideológico y político del régimen y en una importante fuente de ingresos. Todos los dominicanos mayores de edad estaban obligados a inscribirse y a donar generosamente el diez por ciento de su sueldo. El carnet de miembro, la llamada “palmita”, tenía un diseño elemental. Una palma real, el nombre del partido, la efigie de la bestia emplumada con el título de generalísimo y cuatro palabras sacrosantas: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad. Un burdo acrónimo formado con las iniciales de sus nombres y apellidos: Rafael Leónidas (o Leonidas) Trujillo Molina.
La “palmita” (junto a la cédula y la certificación de haber hecho el servicio militar), formaba parte de una santísima trinidad que todo ciudadano mayor de edad tenía que llevar consigo. Los llamados tres golpes que la guardia requería en cualquier momento a los ciudadanos, especialmente a los infelices. La falta de cualquiera de estos documentos podía ser penada con prisión y trabajos forzados. Andar descalzo también podía acarrear pena de prisión y trabajos forzados. Ser pobre y no tener trabajo podía ser penado con la cárcel y trabajos forzados por delito de vagancia.
La gente que resistía, que protestaba contra estas medidas era acosada, la gente que hablaba mal del gobierno iba a prisión o al cementerio, las mujeres que levantaban su voz contra los abusos eran vejadas en público y en privado. El servicio secreto y de inteligencia extendía sus tentáculos, penetraba por todos los resquicios de la sociedad, ejercía su dominio en cuerpos y almas. La oleada represiva por parte del ejército, con militares como Vásquez Rivera, Leyba Pou, Cocco y Federico Fiallo a la cabeza castigaba fieramente cualquier asomo de inconformidad o rebeldía. La bestia estaba construyendo un cementerio y una enorme prisión en todo el país. Una prisión cementerio.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [28]. Tercera parte).
Bibliografía:
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.


Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Pedro Conde Sturla
22 marzo, 2019


Prisioneros y militares junto a víctimas de San Zenón en la Plaza Colombina (actual Parque Eugenio Maria de Hostos). 

En la medida en que avanzaban los trabajos de reconstrucción y remozamiento de la devastada ciudad de Santo Domingo, el futuro padre de la patria nueva se afianzaba en el poder, apretaba una por una todas las tuercas del engranaje del régimen totalitario que estaba construyendo, especialmente en lo concerniente al aparato de seguridad de estado.

sábado, 16 de marzo de 2019

La patria nueva

La patria nueva

3 de septiembre de 1930
Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta. Era un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de septiembre de 1930.
Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón
Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y sombríos. En esa época no se disponían de los medios modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un huracán se acercaba, y no cualquier huracán.
Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un viento pavoroso, que emitía lugubres silbidos, se movía en círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes de la ciudad, que escuchaban impotentes como se incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares.
En las aguas del puerto las  amarras de las embarcaciones cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron despedazadas o volaron por los aires, simplemente desaparecieron. El manicomio, el precario hospital siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal retorcidas, convertidas en espaguetis.
Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas fatales.
La furia del viento amainó durante algunos minutos en la medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie.
Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón
Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock.
Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y se declaró la ley marcial.
La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití  y otros países
Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores.
La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia.
Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria  nueva y  como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria.
En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0


Pedro Conde Sturla
15 marzo, 2019
3 de septiembre de 1930
Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta, un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de 
septiembre de 1930.
Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y 
sombríos. En esa época no se disponían de los medios 
modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero 
algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto 
obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de 
baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos 
chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más 
frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un 
huracán se acercaba, y no cualquier huracán.
Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se 
precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso 
negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y 
el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la 
ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un 
viento pavoroso, que emitía lúgubres silbidos, se movía en 
círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los 
arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas 
y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando 
llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes 
de la ciudad, que escuchaban impotentes cómo se 
incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares.
En las aguas del puerto las amarras de las embarcaciones 
cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, 
chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las 
frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron 
despedazadas o volaron por los aires, simplemente 
desaparecieron. El manicomio, el precario hospital 
siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que 
sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia 
de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre 
el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, 
como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal 
retorcidas, convertidas en espaguetis.
Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en 
guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de 
numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de 
cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, 
sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas 
fatales.
La furia del viento amainó durante algunos minutos en la 
medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la 
ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al 
cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, 
con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, 
arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas
 propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie.

Devastación de Santo Domingo por el huracán San Zenón.

Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock.
Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la Bestia y se declaró la ley marcial.
La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití y otros países
Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores.
La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia.
Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria nueva y como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria.
En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre.
(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

sábado, 9 de marzo de 2019

El traje nuevo del emperador

Pedro Conde Sturla

[“El traje nuevo del Emperador”, de Hans Christian Andersen, es unos de los relatos más admirables y agudos que se han escrito sobre la vanidad del poder y la estupidez humana.
El monarca adora los trajes nuevos y se pone uno para cada ocasión. Son trajes de estadista, trajes de mentirillas, trajes de falsas promesas, trajes de relumbrón, trajes que luce con orgullo en todos los eventos. Trajes de falsas virtudes, trajes de apariencias que “los ayudas de cámara” cepillan continuamente.