El poeta, por supuesto, no siempre habla o escribe de sí mismo, aunque este es uno de sus temas favoritos. En rigor, su poesía también contiene multitudes, igual que la de Whitman, y hay generosidad y desprendimiento en los juicios que emite acerca de sus coetáneos (al menos respecto de aquellos que los merecen). Manuel del Cabral, junto a los integrantes del grupo Los Nuevos, fue de los primeros en reconocer la grandeza de Domingo Moreno Jimenes, que entonces tenía pocos seguidores y muchos detractores. En prosa y en verso, Del Cabral habló de su ilustre colega en términos que no solamente ponían de manifiesto el temple de su poesía, sino también, y sobre todo, su dimensión humana. Valoraba cien por ciento su apostolado incorruptible, su dedicación, su entrega, el sentido misionero con el que sobrellevaba “su tenaz destino de poeta”.
De hecho, nadie ha igualado, en prosa, la brillantez de una página que en honor de Moreno escribiera. Es una página que, por su fuerza descriptiva, parece compuesta en alto relieve y contiene, por cierto, la mejor aproximación al hombre y al artista:
“En síntesis Moreno Jimenes es un nombre que lleva un pan en la mano derecha, y en la izquierda una rosa. Para que el pan no lo arrastre, junta pétalos con trigo. Pero para que la rosa le creciera tuvo que cultivarla con los ojos, con el agua caída de sus parpados.”
Nadie ha igualado, en versos, la fina percepción de “Carta a Moreno”. Nadie más, desde entonces, se ha acercado a Moreno con tanta sutil inteligencia, ni se ha elevado con é1 a tanta dignidad poética. Nadie, por cierto, ha calado tan hondo en sus ideales estéticos. La composición traduce no solo nobleza de sentimiento sino que además revela agudeza: penetra el bisturí crítico en lo esencial de la obra de Moreno al tiempo que deja parado, bien parado, un retrato vivo del personaje. Las imágenes insólitas, felicísimas, contribuyen desde luego a la mejor realización del poema, que es un dúo a una sola voz.
Alado y canoro, el verbo de Cabral sale al encuentro de Moreno, y mientras habla deja escuchar la voz del otro, la voz grave y terrestre que es un pájaro trunco, “porque cantar no puede”. Su fuerza esta en el pecho, no en el trino, en el “equipaje ronco de Dios que hay en su pecho”, en el “temblor metafísico”.
El huracán Cabral y el “franciscano del canto” Se hermanan en sus diferencias, que es casi lo único que tienen en común, y de esta manera se produce la empatía, la comunión de dos auténticos poetas y se produce, sobre todo, uno de los momentos mas altos y emocionantes de la literatura dominicana:
Hay algo más que canta sin cantar en el canto. / Es algo más que es tuyo, pero tan transparente / que se mancha si a veces se acerca mucho al hombre.
…………..
Sueles decir sin canto, Porque cantar no puedes, / algo que se te va de la palabra... / Un poco de tus cosas, viajero sin horario, / sin estación, sin guardia, sin boleto, /equipado tan sólo con el viento del alba. / Tú, viajero sin ropa, / pero con la maleta siempre llena / del equipaje ronco de Dios que hay en tu pecho. / Por tu flecha hacia ti. Por el tres que eres tú, / por ser tú la mochila, el camino y el viaje, / desnuda como el agua esta carta te escribe / mi ventana que ahora se me llena de pájaros.
Para un escritor, o para alguien que alguna vez soñó con ser escritor, es difícil no dejarse embargar por la emoción de las palabras que Truman Capote deposita en la primera página de su primera obra maestra, la manera en que se perfilan sus grandes ilusiones, la temblorosa descripción de las maravillas de aquel detestable apartamento neoyorquino cuya “única ventana daba a la escalera de incendios”, con muebles desvencijados, paredes sucias y manchadas con “grabados de ruinas romanas” y “un color tirando a esputo de tabaco mascado”. Quizá en esa época “era tan feliz que no se daba cuenta de lo miserable que era”:
“Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros años de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una sola habitación atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los trenes en día caluroso. Tenía las paredes estucadas, de un color tirando a esputo de tabaco mascado. Por todas partes, incluso en el baño, había grabados de ruinas romanas que el tiempo había salpicado de pardas manchas. La única ventana daba a la escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba una tremenda alegría cada vez que notaba en el bolsillo la llave de este apartamento; por muy sombrío que fuese, era, de todos modos, mi casa, mía y de nadie más, y la primera, y tenía allí mis libros, y botes llenos de lápices por afilar, todo cuanto necesitaba, o eso me parecía, para convertirme en el escritor que quería ser”.
Igualmente memorable es la manera en que Truman Capote introduce y da vida, con unos cuantos trazos esenciales, a uno de los más entrañables personajes de la literatura usamericana, esa Holly Goligthly tan liviana, frágil y seductora como la Marilyn Monroe por la que Capote manifestó tanta empatía:
“Jamás se me ocurrió, en aquellos tiempos, escribir sobre Holly Goligthly, y probablemente tampoco se me hubiese ocurrido ahora de no haber sido por la conversación que tuve con Joe Bell, que reavivó de nuevo todos los recuerdos que guardaba de ella.
“Holly Goligthly era una de las inquilinas del viejo edificio de piedra arenisca; ocupaba el apartamento que estaba debajo del mío. Por lo que se refiere a Joe Bell, tenía un bar en la esquina de Lexington Avenue; todavía lo tiene. Holly y yo bajábamos allí seis o siete veces al día, aunque no para tomar una copa, o no siempre, sino para llamar por teléfono: durante la guerra era muy difícil conseguir que te lo instalaran. Además, Joe Bell tomaba los recados mejor que nadie, cosa que en el caso de Holly Golightly era un favor importante, porque recibía muchísimos”.
Holly Goligthly (Holly va ligero), es la muchacha pícara y tonta de corazón noble con la cabeza llena de alas de cucarachas, la misma que alguna vez quisiera desayunar en Tiffany, es decir, frente a la más fastuosa joyería de la Quinta Avenida de Nueva York que es su mejor idea del paraíso. Ese “Desayuno en Tiffany’s” es lo más cerca que puede estar de la imposible realización de sus sueños. Tal es el tema de “una extraordinaria novela corta que, por sí sola, bastaría para consagrar a un autor”.
Nada que ver con la horrible película de Blake Edward que interpretaron Audrey Hepburn y George Pepper, ni con el horrible título, “Desayuno con diamantes”, que en España le pusieron.
El tema parece superficial, pero en manos de Truman Capote adquiere una dimensión simbólica y social. Lo que sigue a continuación, una interesante lectura de Juliano Ortiz con motivo de una edición del libro, pone al descubierto ciertas claves más o menos secretas o disimuladas.
DESAYUNO EN TIFFANY’S
Por Juliano Ortiz
Capote es el personaje. Holly es un Truman que en su rebeldía, en su necesidad de lograr un ascenso vertiginoso parece no importarle los medios. Son dos seres maquiavélicos. Ambos desfilan hermosos por la pasarela de la vida y auscultan el rumor de los que los rodean.
Truman Capote decía en Plegarias atendidas, otro de sus libros, “Que una cosa sea verdad no significa que sea convincente, ni en la vida, ni en el arte”. Esta frase icónica se ajusta en toda su dimensión a Holly Golightly, personaje protagonista de Desayuno en Tiffany’s, y alter ego femenino del escritor.
“…Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación del rosa en las mejillas. Tenía la boca grande, la nariz respingosa. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos.” Así es Holly, una pretendida hollywoodense inmersa en los vaivenes de la realidad que muestras las miserias de una época extraña.
Desayuno en Tiffany’s es una novela sencilla, minimalista, encerrada en Holly y su sensualidad de mujer graciosa y leve. Todos la aman, pero también todos encarnan los límites de una sociedad que se estrella en las lentejuelas falsas de lo vanidoso y artificial.
Capote es un artista de la palabra justa, de la imagen ineludible, precisa. Nos pinta un cuadro con los colores que él conoce mostrando a Holly como la joven que no tiene pasado y que no quiere recordar. Holly es presente, sin dueño, coqueteando con todos y mirando de reojo los sueños que viven en el modelo característico norteamericano. Holly es más Holly en la joyería Tiffany´s. En el símbolo luminoso que deja afuera a millones.
Holly seduce y cautiva como le gustaba hacerlo a Capote. El libro destila un glamour divertido, romántico, fresco, engalanado por situaciones que rozan lo cómico y emocional. Holly es querible.
Pero claro, la edición de Libros del zorro rojo no solo es texto, sino además la impresionante calidad de las ilustraciones de la canadiense Karen Klassen, quien como detalle, supo hacer rubia a Holly respetando el deseo del autor, quien quería a Marilyn Monroe como protagonista y no a Audrey Hepburn. Klassen imagina y nos traslada con sus ilustraciones a ese cosmos que solo podía retratar de manera magistral Capote. Cabe destacar que Klassen es una artista que tiene sus orígenes en el mundo de la moda y la publicidad, y que amalgama diversas técnicas (sobre todo texturas vintage) para componer una mirada de ensueño en los ojos y los gestos de Holly. (Juliano Ortiz).
Para un escritor, o para alguien que alguna vez soñó con ser escritor, es difícil no dejarse embargar por la emoción de las palabras que Truman Capote deposita en la primera página de su primera obra maestra, la manera en que se perfilan sus grandes ilusiones, la temblorosa descripción de las maravillas de aquel detestable apartamento neoyorquino cuya “única ventana daba a la escalera de incendios”, con muebles desvencijados, paredes sucias y manchadas con “grabados de ruinas romanas” y “un color tirando a esputo de tabaco mascado”. Quizá en esa época “era tan feliz que no se daba cuenta de lo miserable que era”:
“Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros años de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una sola habitación atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los trenes en día caluroso. Tenía las paredes estucadas, de un color tirando a esputo de tabaco mascado. Por todas partes, incluso en el baño, había grabados de ruinas romanas que el tiempo había salpicado de pardas manchas. La única ventana daba a la escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba una tremenda alegría cada vez que notaba en el bolsillo la llave de este apartamento; por muy sombrío que fuese, era, de todos modos, mi casa, mía y de nadie más, y la primera, y tenía allí mis libros, y botes llenos de lápices por afilar, todo cuanto necesitaba, o eso me parecía, para convertirme en el escritor que quería ser”.
Igualmente memorable es la manera en que Truman Capote introduce y da vida, con unos cuantos trazos esenciales, a uno de los más entrañables personajes de la literatura usamericana, esa Holly Goligthly tan liviana, frágil y seductora como la Marilyn Monroe por la que Capote manifestó tanta empatía:
“Jamás se me ocurrió, en aquellos tiempos, escribir sobre Holly Goligthly, y probablemente tampoco se me hubiese ocurrido ahora de no haber sido por la conversación que tuve con Joe Bell, que reavivó de nuevo todos los recuerdos que guardaba de ella.
“Holly Goligthly era una de las inquilinas del viejo edificio de piedra arenisca; ocupaba el apartamento que estaba debajo del mío. Por lo que se refiere a Joe Bell, tenía un bar en la esquina de Lexington Avenue; todavía lo tiene. Holly y yo bajábamos allí seis o siete veces al día, aunque no para tomar una copa, o no siempre, sino para llamar por teléfono: durante la guerra era muy difícil conseguir que te lo instalaran. Además, Joe Bell tomaba los recados mejor que nadie, cosa que en el caso de Holly Golightly era un favor importante, porque recibía muchísimos”.
Holly Goligthly (Holly va ligero), es la muchacha pícara y tonta de corazón noble con la cabeza llena de alas de cucarachas, la misma que alguna vez quisiera desayunar en Tiffany, es decir, frente a la más fastuosa joyería de la Quinta Avenida de Nueva York que es su mejor idea del paraíso. Ese “Desayuno en Tiffany’s” es lo más cerca que puede estar de la imposible realización de sus sueños. Tal es el tema de “una extraordinaria novela corta que, por sí sola, bastaría para consagrar a un autor”.
Nada que ver con la horrible película de Blake Edward que interpretaron Audrey Hepburn y George Pepper, ni con el horrible título, “Desayuno con diamantes”, que en España le pusieron.
El tema parece superficial, pero en manos de Truman Capote adquiere una dimensión simbólica y social. Lo que sigue a continuación, una interesante lectura de Juliano Ortiz con motivo de una edición del libro, pone al descubierto ciertas claves más o menos secretas o disimuladas.
DESAYUNO EN TIFFANY’S Por Juliano Ortiz
Capote es el personaje. Holly es un Truman que en su rebeldía, en su necesidad de lograr un ascenso vertiginoso parece no importarle los medios. Son dos seres maquiavélicos. Ambos desfilan hermosos por la pasarela de la vida y auscultan el rumor de los que los rodean.
Truman Capote decía en Plegarias atendidas, otro de sus libros, “Que una cosa sea verdad no significa que sea convincente, ni en la vida, ni en el arte”. Esta frase icónica se ajusta en toda su dimensión a Holly Golightly, personaje protagonista de Desayuno en Tiffany’s, y alter ego femenino del escritor.
“…Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación del rosa en las mejillas. Tenía la boca grande, la nariz respingosa. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos.” Así es Holly, una pretendida hollywoodense inmersa en los vaivenes de la realidad que muestras las miserias de una época extraña.
Desayuno en Tiffany’s es una novela sencilla, minimalista, encerrada en Holly y su sensualidad de mujer graciosa y leve. Todos la aman, pero también todos encarnan los límites de una sociedad que se estrella en las lentejuelas falsas de lo vanidoso y artificial.
Capote es un artista de la palabra justa, de la imagen ineludible, precisa. Nos pinta un cuadro con los colores que él conoce mostrando a Holly como la joven que no tiene pasado y que no quiere recordar. Holly es presente, sin dueño, coqueteando con todos y mirando de reojo los sueños que viven en el modelo característico norteamericano. Holly es más Holly en la joyería Tiffany´s. En el símbolo luminoso que deja afuera a millones. Holly seduce y cautiva como le gustaba hacerlo a Capote. El libro destila un glamour divertido, romántico, fresco, engalanado por situaciones que rozan lo cómico y emocional. Holly es querible. Pero claro, la edición de Libros del zorro rojo no solo es texto, sino además la impresionante calidad de las ilustraciones de la canadiense Karen Klassen, quien como detalle, supo hacer rubia a Holly respetando el deseo del autor, quien quería a Marilyn Monroe como protagonista y no a Audrey Hepburn. Klassen imagina y nos traslada con sus ilustraciones a ese cosmos que solo podía retratar de manera magistral Capote. Cabe destacar que Klassen es una artista que tiene sus orígenes en el mundo de la moda y la publicidad, y que amalgama diversas técnicas (sobre todo texturas vintage) para componer una mirada de ensueño en los ojos y los gestos de Holly. (Juliano Ortiz).
Los poetas y artistas engreídos pretenden ser seres especiales cuya condición los sitúa, los reviste de un manto de impunidad por encima de la moral, de la ética y las leyes, incluyendo las de la física.
En mi artículo anterior hablaba y sigo hablando de una famosa injuria que en beneficio de José Santos Chocano -el supuesto “Cantor de América- pronunció Vargas Vila en una ocasión que el genio tenebroso de Borges convirtió en memorable.
Lo que más llamó la atención y produjo comentarios fue el trato al parecer desconsiderado que se otorgó a Chocano.
Henrri Cuello Ramírez, por ejemplo, se hizo eco de una socorrida opinión, según la cual “a la larga, los detalles anecdóticos de la vida de un escritor de fuste importan menos que la grandeza y conjunto de su obra; más aún que su propia concepción ideológica (…) La obra es lo esencial, todo lo demás es prescindible”.
Henrri Cuello Ramírez tiene su buena parte de razón. La obra es lo esencial, desde luego, pero existe una profunda relación arte-vida que muchas veces es evidente y a veces aparece difuminada, intangible, y esa correlación no es prescindible. Me refiero a algo sobre lo que escribí hace ya muchos años en relación al poeta kafkiano y salvadoreño llamado Roque Dalton:
“El contexto particular en que se desenvuelven la vida y obra de Roque Dalton favorece la hipótesis de que entre el hombre y el artista puede establecerse una identidad total. Esto no significa que el Quijote sea exactamente Cervantes, aunque resulta evidente que la esencia del Quijote es la esencia misma de convicciones profundas de Cervantes. No se trata, naturalmente, de plantear aquí un burdo problema de equivalencia biográfica arte-vida. Es más bien un problema de coordenadas históricas y culturales. Lo que es un artista lo dice su obra y también lo dice su vida, pero no en términos biográficos sino en términos de experiencia total, o sea, en términos de equivalencia ética y estética. Desde este punto de vista, separar la vida y la obra de un autor resulta, por lo demás, un esfuerzo inútil. El arte es siempre producto de la experiencia total de un autor. De aquí la inseparabilidad del código ético y estético.
“Yo llegué a la revolución por vía de la poesía’, dirá Roque Dalton en una de las brillantes páginas de “Taberna y otros lugares”… ¿No cabe decir?: Y viceversa”.
El problema -según Cuello Ramírez- “se presenta cuando el crítico, armado con su ideología, de derecha o de Izquierda, empieza a descalificar al artista en nombre de su todopoderosa ideología, lo que no deja de ser miopía, en todos los sentidos…Si a Cervantes vamos, no hubo escritor más obsecuente que Cervantes con la Monarquía de la época. …no así Don Quijote (…) Se podría afirmar que Don Quijote es, de alguna manera, la negación de Cervantes”.
Cervantes fue, ciertamente, un infeliz que tuvo que plegar la cerviz, pero no hay en su obra nada plegadizo, en ella deposita toda su gigantesca humanidad y la crítica más corrosiva. El Quijote es la encarnación del código-ético-estético de Cervantes.
El código ético-estético de Camus destila humanidad por todos los poros de sus libros.
El código ético-estético de Celine destila desprecio por la humanidad, destila fascismo y es fascista.
El código ético-estético es inseparable de la obra. Trate alguien de separar el código ético-estético de la obra de José Martí.
Independientemente de la “todopoderosa ideología” del crítico, la poesía de Chocano obedece a un código ético-estético servil, su obra es muchas veces un canto a la conquista, aunque no por eso deje de ser buen poeta, buen poeta servil, grandilocuentemente servil.
Los poetas y artistas engreídos pretenden ser seres especiales cuya condición los sitúa, los reviste de un manto de impunidad por encima de la moral, de la ética y las leyes, incluyendo las de la física. Chocano era uno de ellos.
Su papel en la historia de la literatura no hace más que disminuir y pocos son los que hoy día lo celebran. Incluso un crítico tan equilibrado y sereno, tan libre de sospechas como Arturo Torres Ríoseco, lo somete al más severo juicio histórico literario, y el veredicto dista mucho de ser halagüeño.
José Santos Chocano (1575-1934)
Ahora que ha muerto el poeta laureado del Perú es un deber dedicarle el estudio que siempre le negamos a causa de que su vida fue la negación del ideal que nos hemos formado de la misión del poeta. Ideal demasiado alto tal vez para los que se dedican al trato con las Musas en América. Vida violenta fue la suya, más de lo que conviene a un cultivador de la belleza. Nació, según él, al rumor de la trompetería, y los años de su infancia fueron de lucha y de fragor:
Cuando nací, la guerra / llegaba hasta la sierra / más alta de mi tierra; / y al poner de repente mi pie dentro de un charco de sangre, el charco hirviente / con una de sus gotas me salpicó la frente.
Entre luchas, cárceles y amores pasó su juventud, y ya hombre rodó diez y siete años por tierras de América y de Europa. Conquistó mujeres, se batió en duelos, fue juglar elegante en ateneos, teatros y salones. En la mitad de su camino se detuvo y cantó:
Hace ya diez años / que recorro el mundo. / ¡He vivido poco! / ¡Me he cansado mucho! / Quien vive de prisa no vive de veras, / quien no echa raíces no puede dar frutos.
Aduló a los tiranos de nuestro continente y se hizo pagar bien su adulación. En Venezuela cultivó relaciones con Juan Vicente Gómez; en México siguió a Pancho Villa y fue su consejero; en Guatemala fue hombre de confianza de Estrada Cabrera, y después de la caída del tirano, el poeta fue condenado a muerte. Su prestigio lírico le salvó. Vuelto a su tierra natal, logró ganarse la protección del dictador Leguía y fue coronado poeta oficial del Perú, en medio de escenas operáticas y estruendosos discursos.
Convertido en el más ruidoso defensor de lo que él llamaba la dictadura organizadora y en el cantor de las glorias peruanas, Chocano fue el impugnador de las ideas liberales con que José Vasconcelos conquistaba a la juventud universitaria de América.
Terció en la discusión el brillante pensador limeño Edwin Elmore, discípulo de Vasconcelos, y después de serios altercados, Chocano asesinó a Elmore, al ser agredido por este. Se le condenó a tres años de prisión, pero fue indultado una vez más, gracias a las súplicas de los escritores amigos y al poder omnipotente del déspota. Vientos contrarios le llevaron a Chile, país por el cual Chocano nunca sintió gran simpatía y que ahora le recibió con su tradicional hospitalidad. Allí vivió estos últimos años. Alguna vez trató de atraerse la buena voluntad del nuevo caudillo de su patria, Coronel Sánchez Cerro, pero sin resultados.
Desilusionado tal vez de su teoría de las dictaduras organizadoras se dedicó a preparar nuevas ediciones de sus poemas y a la búsqueda de tesoros ocultos. Durante mi estada en Santiago en 1932, oí decir con cierta sorna que Chocano andaba buscando oro a orillas del río Mapocho. Alguna verdad debió de haber en esto porque el mismo Chocano me habló con seriedad del asunto y porque ahora el poeta acaba de caer asesinado por uno de sus propios compañeros que le acusaba de no haberle entregado su parte del tesoro. La muerte de Chocano parece un episodio sacado de las página de “Treasure island” de Robert Louis Stevenson.
Chocano vino al mundo de las letras hispano-americanas demasiado tarde, cuando ya nuestros intelectuales conocían la aristocracia lírica de Mallarmè y la vaga melancolía de Verlaine, aquel que le cortó el cuello a la elocuencia. Bien pudo algún crítico equivocarse al augurar el futuro de nuestra poesía tomando como base de sus juicios el romanticismo matizado de Gutiérrez Nájera, el objetivismo inquietante de Silva o la rara perfección técnica de Rubén Darío. Se presentía a fines de siglo una época de lirismo finamente sensual, de misticismo y de novedades y rarezas de expresión. Parecía que ya la grandilocuencia huguesca, el delirio poético, el frenesí pasional, eran cosas del pasado, cuando de repente aparecen esos últimos románticos de América, nerviosos y desorbitados, cuyos Pegasos van dando saltos, entre riscos y cumbres. Pedro Antonio González, Salvador Díaz Mirón, José Santos Chocano. La obra de estos poetas significa un retroceso de más de medio siglo hacia las fórmulas gastadas de los poetas revolucionarios y libertarios de los cantores de la independencia y de los enemigos de la tiranía, José Mármol, José Joaquín de Olmedo, José María Heredia. Verdad es que no se había interrumpido esta tradición de poetas grandiosos y que en la república Argentina, país tan alejado del Trópico, tuvo representantes tan destacados corno Olegario Andrade y Almafuerte. Pero de todos estos poetas, discípulos del Divino Herrera, del Divino Quintana o del Divino Espronceda, ninguno tan fogoso, tan altisonante, tan olímpico como José Santos Chocano. (Arturo Torres Ríoseco, “José Santos Chocano”) (http://www.jstor.org/stable/30200691?seq=1#page_scan_tab_contentso).
Por otra parte, la figura del santo no existe en la vida real. El verdadero Santo –el enmascarado de plata- es un personaje de las tiras cómicas mejicanas con el cual me di banquete en la infancia –¡vergüenza sea! Nada más falso que el Duarte santo que aparece en un libro de Balaguer: un Duarte edulcorado, casto y abstracto, un Duarte imaginario del cual muchos se burlan con razón. Balaguer inventó un Duarte místico en El Cristo de la libertad, ni más ni menos, y de paso se inventó a sí mismo como proyección de Duarte y de Cristo. ¿Por qué no? Como cortesano, al fin, Balaguer es un mago del desdoblamiento. Si alguna vez declaró que no era hijo de la sangre, pero sí de la estirpe de Trujillo, ahora se puede imaginar depositario del más puro pensamiento libertario y cristiano.
El contexto particular en que se desenvuelven la vida y obra de Roque Dalton favorece la hipótesis de que entre el hombre y el artista puede establecerse una identidad total. Esto no significa que el Quijote sea exactamente Cervantes, aunque resulta evidente que la esencia del Quijote es la esencia misma de convicciones profundas de Cervantes. No se trata, naturalmente, de plantear aquí un burdo problema de equivalencia biográfica arte-vida. Es más bien un problema de coordenadas históricas y culturales. Lo que un artista es lo dice su obra y también lo dice su vida, pero no en términos biográficos sino en términos de experiencia total, o sea, en términos de equivalencia ética y estética. Desde este punto de vista, separar la vida y la obra de un autor resulta, por lo demás, un esfuerzo inútil. El arte es siempre producto de la experiencia total de un autor. De aquí la inseparabilidad del código ético y estético.
“Yo llegué a la revolución por vía de la poesía”, dirá Roque Dalton en una de las brillantes paginas de “Taberna y otros lugares”… ¿No cabe decir?: Y viceversa.
José Santos Chocano, nacido en 1875 y ejecutado en 1934, fue el más celebrado poeta peruano de su generación y un pésimo ser humano. Fue el “Cantor de América”, o así se le llamó, cantor algunas veces de los caballos y tropelías de los conquistadores, cantor de la conquista. En México sirvió al pundonoroso presidente Madero, a la revolución mexicana y al célebre Pancho Villa, del cual fue secretario. Pero en general estuvo al servicio de dictadores, tiranos y malandrines, fue un apasionado panegirista de las llamadas “dictaduras organizadoras” del continente, fue estafador, político, mujeriego, diplomático, homicida, y al final una víctima de puñaladas traperas. Su carrera política, diplomática y de aventurero (después de un período de honorable encarcelamiento y una estadía en la selva) le permitió expandir su horizonte y su fama de poeta y viajar por Centroamérica, Colombia y España y engendrar con varias mujeres una respetable prole. En este último país, España, tuvo un tropiezo que le costó el cargo, la separación del servicio diplomático, al involucrarse en una estafa al banco de España. El día 26 de julio del 1918, con motivo de su visita a bordo del Vapor Julia, procedente de La Habana, la ciudad de Santo Domingo se vistió de júbilo y celebró su llegada como un magno acontecimiento, casi una apoteosis. Las más brillantes lumbreras de la Ciudad Primada le hicieron un acto de reconocimiento, un homenaje, colmaron al “Cantor de América” de elogios tan merecidos como desproporcionados: “El Casino de la Juventud galardonó y festejó al poeta que les cantó a ‘Los Caballos De Los Conquistadores’. Dicen las antañonas crónicas que todo fue con un acto solemne e imponente”. En 1915 Santos Chocano tuvo la mala ocurrencia y mala suerte de establecerse en Guatemala. Allí se convirtió en colaborador muy cercano del prestigioso dictador, amigo de lo ajeno y matarife Manuel Estrada Cabrera…, hasta que ardió Troya. “Estrada Cabrera estuvo en el poder desde el 8 de febrero de 1898 al 14 de abril de 1920. Tan pronto como se hizo cargo de la presidencia luego del asesinato del presidente José María Reina Barrios, no toleró ningún tipo de oposición y comenzaron a darse una serie de crímenes políticos, torturas en la Penitenciaría Central y fusilamientos de numerosos opositores. Durante su gobierno, la United Fruit Company (UFCO) se convirtió en la principal fuerza económica de Guatemala, con grandes concesiones otorgadas por el Gobierno, ya que Estrada Cabrera tenía acciones en la compañía y además estaba interesado en obtener el apoyo de Estados Unidos para evitar un posible ataque de la flota británica; por otra parte, tuvo que mantener al margen a los gobiernos de México, El Salvador y Nicaragua —opuestos a la política estadounidense—, que también pretendían influir de manera decisiva en Guatemala.“Hacia el año 1918, la sociedad guatemalteca se encontraba al borde de la explosión, lo cual vino a ser alimentado por los terremotos que azotaron la ciudad capital. La devastación causada por la naturaleza fue ignorada por el dictador, lo cual ocasionó la furia del pueblo; luego de una intensa protesta, en 1920 el presidente Estrada fue destituido del cargo y fue puesto en prisión, donde falleció cuatro años más tarde”. José Santos Chocano, su servidor y gran amigo, que lo acompañó en las horas más difíciles, estuvo con él en la misma celda y fue o iba a ser condenado a muerte. Pero su fama lo salvó. Es decir, su fama de poeta, la de “Cantor de América”, no la de sinvergüenza y vil cortesano. A su favor intervinieron su santidad el papa, el preclaro rey Alfonso XIII de España, presidentes de Argentina, Perú, congresos de unos doce países, escritores de América y Europa y otras voces autorizadas.En fin que, Chocano se salvó de la horca o el pelotón de fusilamiento y “retornó al Perú en diciembre de 1921, después de diecisiete años de ausencia. En Lima recibió el entusiasta aplauso de las multitudes, la prensa y la intelectualidad. Recibió el homenaje de la municipalidad limeña. Fue declarado ‘hijo predilecto de la ciudad de Lima’ y se le brindó una recepción en el Palacio de la Exposición, donde se le ciño la frente con una corona de laureles de oro, otorgándosele el título de ‘Poeta de América’”. De acuerdo con una fuente cuya autenticidad no he podido verificar, José María Vargas Vila fue de los que abogó o se manifestó de alguna manera a favor de Santos Chocano. El entonces célebre y sicalíptico escritor Vargas Vila, era el polo opuesto de Chocano, era un periodista virulento y agitador que “se caracterizó por sus ideas liberales radicales y la consecuente crítica contra el clero, las ideas conservadoras y la política imperialista de Estados Unidos. Muchas de sus ideas son próximas al existencialismo y se fueron afirmando como libertarias, muy próximas al anarquismo, a tal punto que él mismo se declarara anarquista. Asimismo, defendió toda causa y personaje que favoreciera la libertad y la justicia de los pueblos, especialmente los latinoamericanos…” Al igual que Mariátegui, Vargas Vila se contaba entre los mejores enemigos íntimos del cantor de los caballos de los conquistadores y a muchos sorprendió que se manifestara a favor del indulto o suspensión de sentencia que le otorgaron.Cuando un periodista le preguntó (si acaso es cierto que le preguntaron) por tan insólita muestra de solidaridad, Vargas Vila dijo (o dicen que dijo) que Santos Chocano había deshonrado la poesía y él no quería que deshonrara el patíbulo.La versión que ha trascendido es más elaborada, más elegante, más fina, más culta y se le atribuye al genio tenebroso de Borges y forma parte del último capítulo de “Historia de la eternidad”: “Arte de injuriar”.
Así lo cuenta Manuel Olea Franco:
“A este frustrado destino trágico (el de Chocano, pcs) se refiere Vargas Vila en las palabras recordadas con morosa delectación por Borges: ‘Los dioses no consintieron que Santo Chocano deshonrara el patíbulo muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia”. “Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infamia. A fuerza de abstracciones ilustres, la fulminación descargada por Vargas Vila rehúsa cualquier trato con el paciente…” Ahora bien, en opinión del mismo Manuel Olea Franco, “Deshonrar el patíbulo”. “Fatigar la infamia”, “No parecen frases originales del escritor anodino y prescindible que fue Vargas Vila, sino de un hábil prosista como Borges…” Lo que se hace difícil determinar es cuál injuria es más fina y penetrante, si la que Borges atribuye a Vargas Vila o la que dirige Borges a Vargas Vila cuando lo encumbra, lo eleva a la más alta cima y lo deja caer de sopetón con toda su mala leche, lo celebra y lo denigra a la vez: La de Vargas Vila -dice Borges- “es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura”.
EL CANTOR DE AMÉRICA
En mi artículo anterior hablaba y sigo hablando de una famosa injuria que en beneficio de José Santos Chocano -el supuesto “Cantor de América”- pronunció Vargas Vila en una ocasión que el genio tenebroso de Borges convirtió en memorable.
Lo que más llamó la atención y produjo comentarios fue el trato al parecer desconsiderado que se otorgó a Chocano.
Henrri Cuello Ramírez, por ejemplo, se hizo eco de una socorrida opinión, según la cual “a la larga, los detalles anecdóticos de la vida de un escritor de fuste importan menos que la grandeza y conjunto de su obra; más aún que su propia concepción ideológica (…) La obra es lo esencial, todo lo demás es prescindible”.
Henrri Cuello Ramírez tiene su buena parte de razón. La obra es lo esencial, desde luego, pero existe una profunda relación arte-vida que muchas veces es evidente y a veces aparece difuminada, intangible, y esa correlación no es prescindible. Me refiero a algo sobre lo que escribí hace ya muchos años en relación al poeta kafkiano y salvadoreño llamado Roque Dalton:
“El contexto particular en que se desenvuelven la vida y obra de Roque Dalton favorece la hipótesis de que entre el hombre y el artista puede establecerse una identidad total. Esto no significa que el Quijote sea exactamente Cervantes, aunque resulta evidente que la esencia del Quijote es la esencia misma de convicciones profundas de Cervantes. No se trata, naturalmente, de plantear aquí un burdo problema de equivalencia biográfica arte-vida. Es más bien un problema de coordenadas históricas y culturales. Lo que un artista es lo dice su obra y también lo dice su vida, pero no en términos biográficos sino en términos de experiencia total, o sea, en términos de equivalencia ética y estética. Desde este punto de vista, separar la vida y la obra de un autor resulta, por lo demás, un esfuerzo inútil. El arte es siempre producto de la experiencia total de un autor. De aquí la inseparabilidad del código ético y estético.
Arturo Torres Ríoseco
‘“Yo llegué a la revolución por vía de la poesía’, dirá Roque Dalton en una de las brillantes páginas de “Taberna y otros lugares”… ¿No cabe decir?: Y viceversa”.
El problema -según Cuello Ramírez- “se presenta cuando el crítico, armado con su ideología, de derecha o de Izquierda, empieza a descalificar al artista en nombre de su todopoderosa ideología, lo que no deja de ser miopía, en todos los sentidos…Si a Cervantes vamos, no hubo escritor más obsecuente que Cervantes con la Monarquía de la época. …no así Don Quijote (…) Se podría afirmar que Don Quijote es, de alguna manera, la negación de Cervantes”.
Cervantes fue, ciertamente, un infeliz que tuvo que plegar la cerviz, pero no hay en su obra nada plegadizo, en ella deposita toda su gigantesca humanidad y la crítica más corrosiva. El Quijote es la encarnación del código-ético-estético de Cervantes
El código ético-estético de Camus destila humanidad por todos los poros de sus libros.
El código ético-estético de Celine destila desprecio por la humanidad, destila fascismo y es fascista.
El código ético-estético es inseparable de la obra. Trate alguien de separar el código ético-estético de la obra de José Martí.
Independientemente de la “todopoderosa ideología” del crítico, la poesía de Chocano obedece a un código ético-estético servil, su obra es muchas veces un canto a la conquista, aunque no por eso deje de ser buen poeta, buen poeta servil, grandilocuentemente servil.
Los poetas y artistas engreídos pretenden ser seres especiales cuya condición los sitúa, los reviste de un manto de impunidad por encima de la moral, de la ética y las leyes, incluyendo las de la física. Chocano era uno de ellos.
Su papel en la historia de la literatura no hace más que disminuir y pocos son los que hoy día lo celebran. Incluso un crítico tan equilibrado y sereno, tan libre de sospechas como Arturo Torres Ríoseco, lo somete al más severo juicio histórico literario, y el veredicto dista mucho de ser halagüeño:
JOSÉ SANTOS CHOCANO (1875-1934) Arturo Torres Ríoseco
Ahora que ha muerto el poeta laureado del Perú es un deber dedicarle el estudio que siempre le negamos a causa de que su vida fue la negación del ideal que nos hemos formado de la misión del poeta. ideal demasiado alto tal vez para los que se dedican al trato con las Musas en América. Vida violenta fue la suya. más de lo que conviene a un cultivador de la belleza. Nació, según él, al rumor de la trompetería, y los años de su infancia fueron de lucha y de fragor:
Cuando nací, la guerra / llegaba hasta la sierra / más alta de mi tierra; / y al poner de repente mi pie dentro de un charco de sangre, el charco hirviente / con una de sus gotas me salpicó la frente.
Entre luchas. cárceles y amores pasó su juventud, y ya hombre rodó diez y siete años por tierras de América y de Europa. Conquistó mujeres, se batió en duelos, fue juglar elegante en ateneos, teatros y salones. En la mitad de su camino se detuvo y cantó:
Hace ya diez años / que recorro el mundo. / ¡He vivido poco! / ¡Me he cansado mucho! / Quien vive de prisa no vive de veras, / quien no echa raíces no puede dar frutos.
Aduló a los tiranos de nuestro continente y se hizo pagar bien su adulación. En Venezuela cultivó relaciones con Juan Vicente Gómez; en México siguió a Pancho Villa y fue su consejero; en Guatemala fue hombre de confianza de Estrada Cabrera, y después de la caída del tirano, el poeta fue condenado a muerte. Su prestigio lírico le salvó. Vuelto a su tierra natal, logró ganarse la protección del dictador Leguía y fue coronado poeta oficial del Perú, en medio de escenas operáticas y estruendosos discursos.
Convertido en el más ruidoso defensor de lo que él llamaba la dictadura organizadora y en el cantor de las glorias peruanas, Chocano fue el impugnador de las ideas liberales con que José Vasconcelos conquistaba a la juventud universitaria de América. Terció en la discusión el brillante pensador limeño Edwin Elmore, discípulo de Vasconcelos, y después de serios altercados, Chocano asesinó a Elmore, al ser agredido por este. Se le condenó a tres años de prisión, pero fué indultado una vez más, gracias a las súplicas de los escritores amigos y al poder omnipotente del déspota. Vientos contrarios le llevaron a Chile, país por el cual Chocano nunca sintió gran simpatía y que ahora le recibió con su tradicional hospitalidad. Allí vivió estos últimos años. Alguna vez trató de atraerse la buena voluntad del nuevo caudillo de su patria, Coronel Sánchez Cerro, pero sin resultados.
Desilusionado tal vez de su teoría de las dictaduras organizadoras se dedicó a preparar nuevas ediciones de sus poemas y a la búsqueda de tesoros ocultos. Durante mi estada en Santiago en 1932, oí decir con cierta sorna que Chocano andaba buscando oro a orillas del río Mapocho. Alguna verdad debió de haber en esto porque el mismo Chocano me habló con seriedad del asunto y porque ahora el poeta acaba de caer asesinado por uno de sus propios compañeros que le acusaba de no haberle entregado su parte del tesoro. La muerte de Chocano parece un episodio sacado de las página de “Treasure island” de Robert Louis Stevenson.
Chocano vino al mundo de las letras hispano-americanas demasiado tarde, cuando ya nuestros intelectuales conocían la aristocracia lírica de Mallarmè y la vaga melancolía de Verlaine, aquel que le cortó el cuello a la elocuencia. Bien pudo algún crítico equivocarse al augurar el futuro de nuestra poesía tomando como base de sus juicios el romanticismo matizado de Gutiérrez Nájera, el objetivismo inquietante de Silva o la rara perfección técnica de Rubén Darío. Se presentía a fines de siglo una época de lirismo finamente sensual, de misticismo y de novedades y rarezas de expresión. Parecía que ya la grandílocuencia huguesca, el delirio poético, el frenesí pasional, eran cosas del pasado, cuando de repente aparecen esos últimos románticos de América, nerviosos y desorbitados, cuyos Pegasos van dando saltos, entre riscos y cumbres. Pedro Antonio González, Salvador Díaz Mirón, José Santos Chocano. La obra de estos poetas significa un retroceso de más de medio siglo hacia las fórmulas gastadas de los poetas revolucionarios y libertarios de los cantores de la independencia y de los enemigos de la tiranía, José Mármol, José Joaquín de Olmedo, José María Heredia. Verdad es que no se había interrumpido esta tradición de poetas grandiosos y que en la república Argentina, país tan alejado del Trópico, tuvo representantes tan destacados corno Olegario Andrade y Almafuerte. Pero de todos estos poetas, discípulos del Divino Herrera, del Divino Quintana o del Divino Espronceda, ninguno tan fogoso, tan altisonante, tan olímpico como José Santos Chocano. (Arturo Torres Ríoseco, “José Santos Chocano”) (http://www.jstor.org/stable/30200691?seq=1#page_scan_tab_contentso).
Seis siglos antes de nuestra era, Heráclito afirmaba que “el fundamento de todo está en el cambio incesante (…), todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa”. Todo cambia. “En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”. Por eso “uno no se puede bañar dos veces en el mismo río”. Incluso, un extremista llamado Crátilo “proclamó que no se podía hacer ni una sola vez”.
Seis siglos antes que Heráclito, en “El libro de las mutaciones”, los chinos sostenían y sostienen que “el principio del cambio y la relación dialéctica entre los opuestos rigen el universo”. El cambio es, de hecho, “la única realidad existente”. La mutación, el cambio, es lo único permanente.
En “El libro de Zhuang Zi” aparece con frecuencia la idea de la mutación asociada con la muerte y la aceptación de la misma en términos filosóficos:
“Cuando Lao Tse murió, Chin Shih asistió al velatorio.
Lanzó tres fuertes alaridos y salió de la estancia. Uno de los discípulos le
dijo:
“-Usted no es amigo de nuestro
maestro, ¿no?
“-Desde luego —respondió.
“-¿Entonces cómo puede condolerse de ese modo?
“-Esa es mi forma de hacerlo
—contestó Chin Shih—.
“-Al principio pensaba que tú eras uno de sus discípulos, pero ahora veo que no. Cuando vine a condolerme, encontré a unos ancianos llorando por él como si fuera su propio hijo y hombres jóvenes sollozando como si fuera su madre. ¿Qué es lo que ha reunido a estas personas? Sin duda tienen palabras que decir y lágrimas que verter que nadie les ha pedido. Pero esta conducta sólo es huir de la verdadera naturaleza, dar la espalda a la realidad. Antaño esto era llamado ‘esconderse de las lecciones de la naturaleza’. El maestro vino al mundo sabiendo que era el momento. Al abandonarlo, también lo siguió. Se ha ido en su debido momento, cuando se suponía que debía irse.
Aquí no hay lugar para la alegría ni el dolor. Antaño esto era llamado ‘estar libre de ataduras’. ¡Mira! No es necesario encenderlo más. El fuego arde ahora intensamente. Ya no se extinguirá jamás”.
La misma amarga recriminación contra los plañideros figura en el capítulo titulado “La dicha perfecta”. Esta vez la mutación, la gran mutación, la muerte, afecta a la esposa de Zhuang Zi o Chuang Tse, pero el sabio se cura las heridas del alma con una buena dosis de optimismo filosófico:
“La esposa de Chuang Tse murió, y cuando Hui Tzu llegó para ofrecerle sus condolencias encontró a Chuang Tse agachado, golpeando una olla como si fuera un tambor y cantando.
“Hui Tzu dijo:
“-Has vivido con esta mujer, habéis criado a vuestros hijos y envejecido juntos. ¡No llorar su muerte ya me parece mal! Pero ¿tocar el tambor y cantar no lo encuentras excesivo?
“-No —contestó Chuang Tse—. Así es como son las cosas. Al morir ella, ¿cómo podría yo no haber sentido pesar? Pero he pensado en ello con mayor detenimiento y he comprendido que antes de que ella naciera, no tenía vida. No sólo no la tenía, sino que carecía de forma. No sólo carecía de forma, sino que ni tan sólo tenía chi. Pero en alguna parte del vasto e imperceptible mundo hubo un cambio y ella adquirió el chi, después éste cambió y ella adquirió una forma; después ésta cambió y ella obtuvo la vida.
Ahora ha habido otro cambio y ella está muerta. Es como el mutuo ciclo de las Cuatro Estaciones. Ahora mi esposa descansa silenciosamente en la Gran Cámara. Si tuviera que correr tras ella llorando sería sin duda demostrar que no comprendo lo que está predestinado. Así que he dejado de hacerlo”.
Una de las más ingeniosas y truculentas variaciones sobre el tema la protagonizan el Tío Un Solo Pie y el Tío Tullido cuando se dirigen a rendir tributo a un difunto. El uno advierte al otro que “La vida es un préstamo y los vivos somos los prestatarios”. La muerte es un amanecer. “La muerte amanecerá una vez haya transcurrido esta noche”. ¿La noche de la vida?:
“El Tío Un Solo Pie y el Tío Tullido se dirigieron al Túmulo Funerario del Oscuro Señor, situado en los agrestes parajes de Kun-lun, el lugar donde el Emperador Amarillo solía descansar. De pronto, al Tío Tullido le salió en el codo izquierdo un furúnculo del tamaño de un sauce. Movió un poco los pies y lo miró aparentemente disgustado.
“¿No lo odias cuando sale? —dijo el Tío Un Solo Pie.
“-¡En absoluto! ¿Por qué habría de odiarlo? —contestó el Tío Tullido—. La vida es un préstamo y los vivos somos los prestatarios. La vida es un montón de basura. La muerte amanecerá una vez haya transcurrido esta noche.
Tú y yo hemos venido aquí para meditar sobre el cambio.
A mí me acaba de llegar en este lugar. ¿Por qué tendría ello que disgustarme?”
Quizás nadie ha expresado la idea del cambio, la idea de lo inevitable, de manera tan poética y delicada como un pensador, un místico, un filósofo espiritual y gurú contemporáneo de la India llamado Osho o más bien Bhagwan Shri Rashnish. Lo conozco sólo de referencia y lo admiro sobre todo por su estilo literario y su casi convincente vehemencia:
Cambio
“El sufrimiento llega porque no permitimos que suceda el cambio. Nos aferramos, queremos que las cosas sean estáticas. Si amas a una mujer, la quieres también para mañana, de la misma forma en que ella es tuya hoy. Así es como surge el sufrimiento. Nadie puede estar seguro del momento siguiente, ¿Qué decir sobre mañana?
“Un hombre consciente sabe que la vida está cambiando constantemente. La vida es cambio. Sólo hay una cosa permanente y es el cambio. A excepción del cambio, todo lo demás cambia. Aceptar esta naturaleza de vida, aceptar esta existencia cambiante con todas sus estaciones y estados de ánimo, este constante fluir que nunca se detiene por un momento, es ser dichoso. Entonces nadie puede perturbar tu felicidad. Es tu anhelo de permanencia lo que crea problemas para ti. Si deseas vivir en una vida sin cambios, estás pidiendo lo imposible.
“Un hombre consciente se vuelve lo suficientemente valiente para aceptar el fenómeno del cambio. En esa misma aceptación está la dicha. Entonces nunca estás frustrado”.
Nota: Mi amigo Avelinus, un personaje alérgico al tema de la gran mutación (su majestad la muerte como la llamó Domingo Moreno Jimenes), diría que todo esto es simple filosofía, consolación por la filosofía de la que hablaba Boecio en el siglo V de nuestra era.
Sabias y bellas y tristes palabras que nos alertan de que no debemos aferrarnos a nada. Sirven de consuelo, pero no curan el espanto que menciona Rubén Darío en el poema “Lo fatal”.
La filosofía entretiene, sí, pero en realidad no cura.
La inmortalidad, diría y dice mi amigo Avelinus, es la única opción conveniente.