sábado, 5 de septiembre de 2020

Mark Twain y Arquímedes

Pedro Conde Sturla

24-09-2011 18:03



[Lo de hoy es un regalo de Marcos Taveras, un texto sobre el más genial escritor de la literatura norteamericana y quizás el más problemático intelectual de esa cultura. Hemingway dijo: "La literatura estadounidense nace con Twain. No había nada antes. No ha habido nada igual de bueno después". El juicio de Hemingway es sin lugar a dudas tremendista. Antes y junto a Mark Twain estaban Washington Irving, Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe, Herman Melville, Walt Whitman, Emily Dickinson, Henry James y otros, pero Whitman y Twain inventaron a mi juicio la literatura típicamente norteamericana. Por eso en forma más acertada William Faulkner llamó a Twain el padre de la literatura norteamericana o mejor dicho usamericana

Lo que pocas veces ha existido en la cultura norteamericana desde la época de Twain es el pensamiento crítico con el que ese personaje se opuso a una sociedad brutal y se anticipó a los tiempos venideros en sus escritos con exquisito sarcasmo, denunciando el advenimiento de la intolerancia que iba a sustituir las ideas liberales y democráticas de los fundadores de la nación. Arquímedes es un pretexto para castigar a una sociedad de clase de explotadores que preludia el predominio del complejo militar industrial en alianza con los banqueros. Lo mismo que previó Jeffersson y tanto temía Eisenhower. PCS].

Dadme un punto de apoyo", dijo Arquímedes, "y moveré el mundo". La fanfarronada era muy segura, porque él sabía muy bien que no había punto de apoyo, y nunca lo habría. Pero suponga que él hubiese movido la Tierra; ¿Y qué? ¿En qué hubiese beneficiado eso a nadie? El trabajo nunca habría cubierto gastos, mucho menos hubiese dejado dividendos, así que, ¿De qué servía hablar de ello? Por lo que los astrónomos nos cuentan, debo entender que la tierra ya se mueve bastante rápidamente, y, si hubiese algunos chiflados que estuviesen insatisfechos con su marcha, para lo que a mí me importa, bien pueden empujarla ellos mismos; yo no movería un dedo ni suscribiría un solo penique para apoyar nada parecido.

Por qué un compañero como Arquímedes debería ser considerado un genio, es algo que nunca he podido comprender. Jamás he sabido que hiciese una fortuna, ni que hiciese algo de lo que valiese la pena hablar. Respecto a ese último contrato que emprendió, era la peor chapucería que yo haya conocido; el asumió la tarea de mantener a los Romanos fuera de Siracusa; Intentó una treta tras otra, pero ellos entraron de todos modos, y cuando le tocó enfrentarlos limpiamente, también en eso se quedó corto; un simple soldado, de una manera muy empresarial, acabó con todas sus pretensiones.

Es evidente que era un hombre sobrevaluado. Tenía el hábito de armar un gran escándalo por sus tornillos y palancas, pero su conocimiento de la mecánica era realmente muy limitado. Yo mismo no me considero un genio, pero conozco una fuerza mecánica más poderosa que cualquier cosa que hubiese soñado el jactancioso ingeniero de Siracusa. Es la fuerza del monopolio de la tierra; Es un tornillo y una palanca, todo en uno; desatornillará hasta el último penique de los bolsillos de un hombre, y torcerá todo sobre la tierra para servir a su propia voluntad despótica. Dadme la propiedad privada de toda la tierra, y yo ¿moveré la tierra? No; pero haré más que eso. Me encargaré de hacer esclavos a todos los seres humanos sobre su faz. No esclavos encadenados exactamente, pero esclavos de todos modos. Qué idiota sería encadenarlos. Tendría que darles sales y cenas cuando se enfermasen, y darles latigazos para que trabajen cuando haraganean.

No, no es suficiente. Con el sistema que propongo, los muy tontos se imaginarían que son libres. Yo obtendría resultados óptimos, y no tendría ninguna responsabilidad. Ellos cultivarían el suelo; cavarían hacia las entrañas de la tierra en busca de sus tesoros ocultos; construirían ciudades, ferrocarriles y telégrafos; sus navíos surcarían los océanos; trabajarían y trabajarían, inventarían e idearían; sus almacenes estarían llenos, sus mercados repletos, y: Lo hermoso de todo el asunto sería que todo cuanto hiciesen me pertenecería.

Funcionaría de la siguiente manera, como verá: Siendo yo el propietario de toda la tierra, ellos tendrían que pagarme renta, por supuesto. No sería razonable que esperasen que yo les permita utilizar la tierra por nada. No soy un hombre insensible, y al fijar el valor de la renta sería muy liberal con ellos. De hecho, les permitiría que ellos mismos lo fijasen. ¿Qué podría ser más justo? He aquí un lote de tierra, digamos, una granja o una zona residencial, o cualquier otra cosa - si tan solo hubiese un hombre que la quisiese, pues claro que no me va a ofrecer mucho, pero si el terreno realmente valiese algo, no es probable que se produzca tal circunstancia. Por el contrario, habría un número considerable de individuos que la querrían, y que empezarían a pujar y pujar, uno contra el otro, con el fin de obtenerla. Yo aceptaría la oferta más alta - ¿Qué podría ser más justo? Cada aumento de población, cada extensión del comercio, cada avance en las artes y las ciencias aumentaría el valor de la tierra, como todos sabemos, y la competencia que naturalmente surgiría, continuaría haciendo subir las rentas, tanto así, que en muchos casos a los inquilinos les quedaría muy poco o nada para sí mismos.

En este caso, cierto número de los que pasan tiempos difíciles buscarían un préstamo, y a aquellos que no la pasan tan mal, por supuesto, se les ocurriría que, si tan solo tuviesen más capital, podrían extender sus operaciones, y así hacer sus negocios más provechosos. Aquí entro yo de nuevo. El hombre que todos necesitan; un benefactor habitual de mi especie, siempre presto a ayudarles. Con la enorme renta que cobro, puedo proveerles de fondos, hasta donde pueda yo obtener seguridad; no podrían esperar que yo hiciese más que eso, y en cuestión de intereses sería igualmente generoso.

Les permitiría fijar la tasa de interés exactamente de la misma forma en que fijaron la renta. Los tendría agarrados por el cuello, y si no llegasen a pagarme, sería la cosa más sencilla del mundo vender sus bienes para compensarme. Puede que se lamenten de su suerte, pero los negocios son los negocios. Debieron haber trabajado más duro y ser más productivos. Cualquier inconveniencia que sufriesen, sería su problema, no el mío. ¡Qué gloriosos momentos pasaría! Renta e interés, interés y renta, y sin ningún límite para ninguno, excepto la capacidad de los trabajadores para pagar. Las rentas subirían y subirían, y ellos continuarían empeñando e hipotecando; y así irían cayendo, uno tras otro; sería el deporte más entretenido jamás visto. Así, con la sencilla palanca del monopolio de la tierra, no solo el mismísimo globo terráqueo, sino todo cuanto hay sobre el mismo, acabaría por pertenecerme. Sería rey y señor de todo, y el resto de la humanidad serían mis más fieles esclavos.

No necesita decirse que sería inconsistente con mi dignidad asociarme con el común denominador de la humanidad; no será muy político de mi parte decirlo, pero, de hecho, no solo odio el trabajo, sino que también odio a aquellos que trabajan, y no desearía tener a sus apestosas humanidades cerca de mí a ningún precio. Muy por encima de la despreciable horda, me sentaría en mi trono, rodeado de un círculo de devotos adoradores. Elegiría solo a quienes mi corazón deseara para ser mis compañeros. Les condecoraría con medallas y cachivaches para espolear su vanidad; considerarían un honor besar mi guante, y le rendirían homenaje a la mismísima silla en la que me siento. Los valientes morirían por mí, los piadosos rezarían por mí, y las jóvenes más hermosas se desvivirían por complacerme. Para la apropiada administración de los asuntos públicos establecería un parlamento, y para la preservación de la ley y el orden tendría soldados y policías, todos los cuales habrán jurado servirme fielmente; no recibirían mucha paga, pero su elevado sentido del deber sería garantía suficiente de que cumplirían los términos de su contrato.

Fuera del encantador círculo de mi sociedad, habría otros, luchando por ganarse mis favores; y detrás de estos habría otros distintos que estarían siempre luchando por ascender a los rangos de aquellos enfrente de éstos;, y así sucesivamente, cada vez más atrás y más abajo, hasta llegar a los rangos inferiores de los trabajadores, eternamente trabajando y eternamente luchando tan solo para vivir, con el infierno de la pobreza eternamente amenazando con engullirlos.

¡Qué hermoso arreglo - la ambición jalonándoles por delante, la necesidad y el miedo empujándoles por detrás! En los intereses conflictivos que estarían involucrados, en la competencia despiadada que prevalecería, en la enemistad que se engendraría entre los hombres, entre marido y mujer, padre e hijo, yo, por supuesto, no tomaría partido. Habría mentiras y trampas, maltratos de los patronos, deshonestidad de los sirvientes, huelgas y protestas, asaltos e intimidación, riñas familiares y disputas interminables; pero todo esto no sería mi problema. En la serena atmósfera de mi paraíso terrenal, estaría a salvo de todo mal. Me deleitaría con los más deliciosos manjares, y paladearía vinos de la mejor cosecha; mis jardines tendrían las terrazas más magníficas y las más bellas arboledas. Caminaría entre el exuberante follaje de los árboles, las fragantes flores, el canto de las aves, el chorrear de las fuentes, y el chapoteo de aguas tranquilas. Mi palacio tendría muros de alabastro y cúpulas de cristal, habría muebles de la más exquisita artesanía, alfombras y cortinas de los más ricos tejidos y las más finas texturas, pinturas y esculturas que fuesen milagros del arte, jarrones de oro y plata, las gemas más puras brillando en sus montajes, las voluptuosas notas de la música más dulce, el perfume de las rosas, los sillones más suaves, una horda de lacayos que vienen y van según mi capricho, y una perfecta galaxia de belleza para estimular el deseo, y administrar a mi placer. Así pasaría las horas felices, mientras a lo largo del mundo se consideraría un signo de respetabilidad el imitar mis virtudes, y en todas partes se cantarían himnos en mi honor.

Arquímedes nunca soñó nada como eso. Sin embargo, con la tierra como mi punto de apoyo y su propiedad privada como mi palanca, todo eso es posible. Si se dijese que la gente acabaría por detectar el fraude, y que con rápida venganza nos arrojarían a mí y a mis parásitos adoradores a la perdición, yo les respondo, "Nada de eso, la gente es más buena que el pan, y lo soportarían como si fuesen de ladrillo - y apelo a los hechos de hoy para que sean mis testigos. (Mark Twain)

Memoria y desmemoria de Monterrey: Emilio Castro Kundhardt (13)

Pedro Conde Sturla
4 septiembre, 2020

Emilio Castro Kundhardt y Félix García Castellanos abonando con tierra dominicana el Árbol de la fraternidad del instituto Tecnologico de Monterrey

(El autor agradece a Naya Despradel por las valiosas informaciones que hicieron posible la realización de este trabajo).

Pienso que Emilio Castro Kundhardt no olvidaría nunca aquella infausta ocasión en que el general Alcántara se apareció en su celda y se quedó mirándolo, posiblemente mirándolo, mientras Emilio yacía —abatido y sin fuerzas—, junto a otros compañeros de infortunio en un rincón. Abatido y sin fuerzas, quizás más bien exhausto, desnudo y apaleado, apretujado en los estrechos límites de una fétida mazmorra donde se mezclaban seguramente el olor de la sangre con el olor de los orines y las materias fecales y el dolor de los gritos. Los espantosos gritos de los condenados. Los presos torturados.

El tenebroso general Alcántara, José María Alcántara (el guaraguao Alcántara, como le decían los dominicanos o malfiní Alcantará como le llamaban los haitianos en creol), había ganado fama de asesino y torturador al frente de El Sisal de Azua, una especie de campo de concentración y trabajos forzados de la gloriosa era de Trujillo. En realidad había ganado fama de torturador y asesino en todos y cada uno de los pueblos en que había estado de servicio como militar, tanto en el Este como en el Suroeste, y sobre todo en Nagua. Pero fue en la frontera donde se superó a sí mismo, en el pueblo o poblado de Pedro Santana. Allí, durante la matanza haitiana de 1937, asesinó hombres, mujeres y niños sin compasión, incontables haitianos y dominico-haitianos sin compasión. Los sometía a suplicio, los mataba o los hacía matar a balazos o los ahorcaba en una ceiba o un monte que los haitianos bautizaron con su nombre.
Ese fue el hombre que se apareció un día o una noche en la celda de Emilio. Ahora, en estos momentos, en algún momento de su estadía en el infierno, Emilio vio que el general Alcántara se encontraba en la puerta de la celda, mirándolo fijamente, y era más que evidente que no venía a hacerle una visita de cortesía. Lo miraría con odio, con infinito odio. Se tomaría su tiempo para sacar la pistola, la rastrilló, le apuntó, le disparó, quizás a la cabeza...
Emilio y su hermano Luis José, alias Cuqui, habían sido inquietos políticamente desde siempre. Una inquietud que llevaban un poco en la sangre, herencia familiar. El padre de ambos, Rafael Octavio, también había estado preso por su oposición al régimen junto a Papito Sánchez Sanlley y Amiro Pérez Mera. Pero quizás el mayor sembrador de inquietudes con el que tuvieron contacto Emilio y su hermano fue el sacerdote Daniel Cruz Inoa, que dirigía la ACC, Acción Clero Cultural (entre cuyos fundadores se encontraban Fafa Taveras y Leandro Guzmán).
Por su cercanía e influencia, el sacerdote fue un factor determinante para que los hermanos se integraron al movimiento clandestino de lucha contra el tirano desde que se crearon las primeras células. Las mismas que fueron multiplicándose poco a poco y luego se fusionaron y dieron origen al Movimiento 14 de Junio.
Antes de que se produjera la consolidación de las células clandestinas que había en el país, durante el mes de enero de 1960, se realizaron incontables reuniones preparatorias en Salcedo y Mao. Con la precaución que el caso ameritaba (y el peligro que conllevaba) muchas de esas reuniones se celebraron en la casa de los Castro Kunhardt, en Santiago.
El movimiento se había constituido y construido tras la derrota de la gloriosa repatriación armada de 1959. El sacrificio, el valor, el martirio que habían sufrido los expedicionarios, inspiraba a los integrantes Del Movimiento 14 de junio y estaban dispuestos todo. El objetivo común era liquidar el régimen de Trujillo, liquidar a Trujillo, que ya estaba por cumplir treinta años en el poder, y se planteaba abiertamente la lucha armada. Al parecer había alguna relación con la revolución cubana y alguna vez corrieron rumores de que la ACC en algún momento estuvo esperando armas de ese país, con las cuales propiciarían guerrillas urbanas. En realidad, se estaba hablando de insurrección.
Cuando los servicios secretos del régimen “develaron el complot” y desmantelaron la organización, muchos se quedaron asombrados por las ramificaciones que tenía en todo el país. Se descubrió, con asombro, que algunos militantes eran miembros de connotadas familias de trujillistas y superaban en número lo que podía esperarse.
Emilio tenía 18 años cuando fue hecho prisionero en enero de 1960, pero su hermano Cuqui evadió la prisión, ocultándose prudentemente.
Estuvo preso y mal preso en el centro de tortura conocido como La 40, estuvo preso en el 9 (el centro de tortura del kilómetro 9 de la Carretera Mella), estuvo otra vez en La 40 y finalmente en la cárcel de La Victoria. Allí permaneció hasta junio de 1960, cuando juzgaron a muchos de los complotados que habían sobrevivido y los dejaron libres. Muchos serían reapresados y asesinados.
Emilio Bernabé Castro Kunhardt aparece, por cierto, en una lúgubre fotografía del libro “Complot develado” (“Génesis y evolución del movimiento conspirativo-celular ‘14 de junio’ contra el gobierno dominicano, descubierto por el ‘SIM’ en enero de 1960”). Una lúgubre foto con su correspondiente prontuario “delictivo” y vistiendo una de las tres camisas que se usaron para todos los presos. Fue una publicación del gobierno de Trujillo para desacreditar a los integrantes del movimiento con todo tipo de insultos, y le atribuyeron calumniosamente la autoría a Rafael Valera Benítez, uno de los conjurados. Pero la vulgar calumnia nunca prosperó.
A la brillante pluma de Valera Benítez se debe una espeluznante descripción del ambiente carcelario de La 40:
“La noche que yo llegué al centro de tortura, aquello parecía la obra de alguna alucinación dantesca. En todo el patio de la prisión y en sus diversas dependencias se torturaba del más diverso modo en medio de un frenesí bestial en el que aparecían entremezclados esbirros y hombres desnudos y esposados dando alaridos y revolcándose como gallinas decapitadas.
“Cuando alguien perdía el conocimiento, como consecuencia de las pelas aplicadas en un cuadrilátero denominado El Coliseo, por dos o tres esbirros a la vez, sobre el cuerpo despellejado, sanguinolento y en carme viva del cautivo, era derramada una lata de agua de sal o se le sentaba en La Silla para reanimarlo con descargas eléctricas”.
De acuerdo con informaciones proporcionadas por Amaury Dargam, que compartió celda con Emilio y otros en La 40, el espacio en que estaban confinados había sido diseñado para unas tres personas, pero metían siete u ocho. Cuenta Amaury que los mantenían desnudos, y que por supuesto, los azotaban, los golpeaban con palos y látigos, y que una de las torturas mentales era que los llevaban a la silla eléctrica, los amarraban, los interrogaban, pero no les pasaban corriente. Era una forma de forzarlos a hablar.
A Emilio lo torturaron con chuchos y palos, y con las pelas que propinaban en el cuadrilátero denominado El Coliseo.
Nada, sin embargo, según lo que cuenta su hermano Cuqui, fue peor para Emilio que aquella infausta ocasión en que el demoníaco general Alcántara se apareció en su celda, rastrilló la pistola, le apuntó y le disparó.
Emilio le contó que el tiempo se detuvo...que no sabía el tiempo que había transcurrido, hasta que se dio cuenta de que no estaba herido..., que le habían disparado con bala de salva..., le dijo que ese fue el día que perdió el miedo a morir..., su peor tortura..., mucho peor que los golpes y la picana eléctrica...
Después de su amarga experiencia carcelaria y el ajusticiamiento de Trujillo, Emilio militó brevemente en la Unión Cívica Nacional, antes de abandonar la política para siempre.
Partiría, al cabo de un tiempo y ciertas vicisitudes en Venezuela, con una beca, rumbo al Instituto Tecnológico de Monterrey, donde se graduó de ingeniero electro-mecánico, carrera que no existía en nuestro país, y se convirtió en uno de los primeros dominicanos que obtuvo ese título. Además, tuvo un desempeño académico brillante. Junto a Miguel Gil Mejía fue uno de los pocos que calificó para impartir clases en el Tecnológico cuando eran ya estudiantes de término.
En Monterrey contraería matrimonio con la mexicana Carolina Fuentes, su maravillosa compañera de toda la vida. Tuvo un primer hijo al que llamó Ernesto, y tuvo otro al que llamó Hugo, en honor de su pariente Hugo Kunhardt, uno de los valientes que vino en la Invasión de Luperón de 1949 y que murió calcinado en el hidroavión Catalina, inmisericordemente bombardeado por la Aviación Militar Dominicana. También tuvo una hija a la que llamó Dafne en tributo a su querida madre.
Durante algunos años trabajó en Santiago de los Caballeros como profesor de la Universidad Madre y Maestra, trabajó en Colombia, pero finalmente se estableció en Monterrey. Allí ocupó cargos de importancia en la prestigiosa empresa Grupo Alfa, pionera en el establecimiento de industrias, y luego pasó a Cementos Mexicanos, Cemex.
Al cabo de una feliz, fructífera y larga unión matrimonial la muerte puso fin a sus días en la misma ciudad de Monterrey el 24 de agosto de 2020.
En palabras breves y esenciales, Emilio Castro Kunhardt fue, a carta cabal, una persona distinguida que honró en todo momento su profesión y sus principios, un hombre de incontables méritos, gran nobleza y valor a toda prueba. Gloria y paz a sus restos.


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jueves, 3 de septiembre de 2020

UNA IDEA DE LA MUJER, MI MADRE Y YO

Andrés L. Mateo

Sentí en el alma que Sergio Vargas tomara a mi madre en su sucia boca; y pensé en la suya, que debe ser tan santa como la mía.
Durante un mes el silvador Sergio Vargas se la paso mentandome la madre en todos los medios de comunicación de este país, y yo le respondi con el breve pensamiento que está entrecomillado más arriba. Desechando ese desagradable momento, publico con motivo del dia de las madres del proximo domingo este desagravio a la persona que más amé y amaré en la vida.


UNA IDEA DE LA MUJER, MI MADRE Y YO


Los seres humanos no fijan su orgullo, su valor o su actitud en un acto voluntario, en cierta forma lo que decide es su infancia. Mi madre se llamó Guadalupe Martinez Bello, y llegó a la capital llena de historias campesinas tejidas desde la mirada femenina que veía a un padre participar de las luchas manigüeras de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Venía del Cibao, y en esos ojos, que siguen siendo para mí los ojos más hermosos, había siempre el ademán inconcluso de un hecho heroico que protagonizaba mi abuelo. La plenitud es todavía la suma de experiencia de que un hombre y una mujer son capaces, y yo no encuentro la mía si no es refugiándome en esos ojos, oyendo aquella voz tímida que hablaba de la novela “Genoveva de Bravantes”, y el infortunio de su existencia al lado de Siegfried de Tréveris, el malvado esposo que la martirizó. Y la oigo maldecir, mientras leía un trozo de la novela en el cual aparecía Genoveva de Bravantes desnuda, envuelta en su larga cabellera negra. 
Quizá por ello la imagen de la mujer que preservo, y con la que vivo y actúo, irradia poder y vigor. Mi madre era viuda, yo ni siquiera conocí a mi padre, y de esa circunstancia he sacado mi fantasmagoría más íntima, porque a mí alrededor era una mujer el único ser indispensable en el universo. Siempre a punto de flaquear, mirando la vida como un sacerdocio, perdida en los lazos de un soliloquio inexplicable y triste, atribulada por la reproducción de la vida material y la pobreza, todos los días enfrentaba la dura tarea de levantar a sus hijos. 
Murió a los cincuenta y dos años, y yo soy ahora más viejo que mi mamá, y si regresara a la vida podría sentármela en las piernas y darle consejos. La veo a través de la distancia que impone la muerte, ante su fragilidad aparente; no puedo dejar de interrogarme ¿de dónde podía sacar el mandato de vivir? ¿Cómo ese ser tan débil atravesaba nuestro valle de lágrimas y aún sonreía? Es por eso que siempre he dudado de ese lugar común que llama “sexo débil” al femenino, porque para mí la condición de mujer, desde el punto de vista social, es más comprometida y fuerte que la del hombre.
Una crítica norteamericana amiga decía que en mis novelas las mujeres tenían siempre un aire heroico, pero esa heroicidad, que ciertamente aparece, está anclada en la vida cotidiana. La heroicidad femenina es forzosamente verdadera, no hay que inventar nada, no hay enredarla en actos bélicos o en campañas políticas, está tejida minuto a minuto en el transcurrir del día, y sólo leyendo la práctica que dimana del papel de la mujer en la vida social se puede comprobar. Y hay más: una mujer encarna ese papel coexistiendo entre el mundo maravilloso y el mundo real, y siendo, además, múltiple. Y sí, también sublime el mundo de la mujer. Heroico y mágico. Y no porque uno se vaya a chamuscar en los velos transparentes en que está envuelta, sino porque más arduo que ése fulgor no hay otra llama. La maternidad es mágica, mágico es el sentido de la existencia que convierte a un ser aparentemente débil en un manto de protección, y es mágico, finalmente, esos breves momentos de eternidad en los cuales la idea del amor funda en la mujer su propia estatua. 
Soy ya casi viejo, tengo derecho al inventario. Mi madre es una idea de la mujer, se empina sobre el olvido, falsea y pervierte el presente que me martiriza, y hace trizas el breve y trágico espacio de la amargura. Hacia esos ojos, que siguen siendo para mí los más hermosos, es donde me dirijo cuando me pierdo en la maraña del existir. Soy casi viejo, ¡Oh, Dios! Mis lectores comprenderán…

sábado, 29 de agosto de 2020

El forastero misterioso (2)

Pero Conde Sturla
28 agosto, 2020
En el pueblo de Eseldorf —el pueblo de burros, como su nombre en alemán indica— las autoridades tenían buenas razones para negarle “a la gente común” el acceso a la educación, al conocimiento. El conocimiento produce inconformidad y la inconformidad es enemiga jurada de la paz social. Conduce al desorden, a la ruina.

sábado, 22 de agosto de 2020

El forastero misterioso (1)

Pedro Conde Sturla
21 agosto, 2020
Edición original o restaurada de El forastero misterioso. Fuente externa

“El forastero misterioso” es el último libro que Mark Twain no escribió ni publicó: que no terminó de escribir. Trató de hacerlo varias veces, por lo menos tres veces de tres maneras diferentes durante largos años y no pudo finiquitar la tarea satisfactoriamente. Las dos primeras versiones de la historia quedaron inconclusas y todas tienen como personaje a un encantador e inquietante hijo o sobrino de Satán. La primera se conoce con el nombre de “Crónica del joven Satán”, la segunda se llama”Schoolhouse Hill”. La tercera tiene un título más largo y pomposo: “44, El forastero misterioso: Antiguo relato hallado en un jarro y contado a boca de jarro”.
Twain la dio por terminada en 1908, a pesar de que aparentemente había algunos cabos sueltos y no estaba del todo complacido. (Hay quien sostiene que la obra “todavía tiene muchos defectos y es discutible si se puede considerar terminada”). Quizás el mismo Twain sentía que no estaba del todo acabada, en la manera en que se lo había propuesto, no colmaba todas sus aspiraciones. Además el contenido era 
socialmente explosivo, irreverente, blasfemo. El hecho es que  dio instrucciones para que no fuera publicada mientras  viviera.

sábado, 15 de agosto de 2020

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (13): Un bosquejo de familia

Pedro Conde Sturla
14 agosto, 2020
Subasta de esclavos en EUA

La época que Mark Twain describe en “Un bosquejo de familia” corresponde a un periodo de bonanza en el que la familia vivía en una casa enorme con un pequeño ejército de empleados domésticos. Mark Twain llegó a obtener ganancias fabulosas con la venta de sus libros y escritos, pero siempre se las arreglaba para perderlo todo en alguna empresa no necesariamente disparatada. Los tiempos de vacas gordas alternaban con otros de carestía en los que se veía obligado a emprender, bajo contrato, giras interminables por el extranjero, dictando charlas o conferencias que cautivaban al auditorio gracias a sus extraordinarias dotes de expositor culto y ameno. Su fama de charlista era tan grande como su fama de escritor y eso le permitía vivir del cuento. Literalmente del cuento, de sus charlas o disertaciones siempre graciosas, enjundiosas, amenas.

sábado, 1 de agosto de 2020

Besos de fuego

Pedro Conde Sturla
03-08-2020 


A mi agradecida lectora y ex alumna        
Nadia Mirqueya Barinas Soñé


El beso, óleo de Gustav Klimt

En una fabulosa película de Giuseppe Tornatore —todo un poema fílmico titulado "Cinema paradiso"—, se cuenta la historia de un cine que es un poco la historia de un pueblo de Sicilia llamado Giancaldo. También es la historia del proyeccionista del cine, que se llama Alfredo, y la de un niño que se convertirá en su ayudante y cuyo nombre se pronuncia Totó, aunque en italiano no lleva acento y puede dar lugar a confusiones.

sábado, 25 de julio de 2020

Ei señoi Cru

Pedro Conde Sturla
24 julio, 2020
Eugenio Cruz Almánzar. 

En realidad se llamaba Eugenio Cruz Almánzar, pero en San Francisco de Macorís se hablaba cibaeño, igual que en casi todos los pueblos del Cibao, y los estudiantes le decían señoi Cru. Ei señoi Cru, le decían, porque era el director de la escuela pública y merecía respeto y era querido y respetado. Bueno día, señoi Cru, buena taide, señoi Cru.
Además estaba casado con una tía mía que se llamaba Marielba o Maria Elba Sturla Ricchetti y era también tío mío y de todos mis hermanos y de mis primos y primas y primates de apellido Sturla. Sin embargo, los familiares y amigos no le decían señoi Cru. Le decían Gengo, Genguito, tío Genguito.

viernes, 24 de julio de 2020

La tregua de Navidad

Pedro Conse Sturla
16 febrero, 2013

Este es un documento que tenía planeado publicar durante el último diciembre, en la fecha más próxima posible a la Navidad, pero el ácido viejúrico me jugó una trastada y  se me perdió de vista hasta el día de hoy, cuando he vuelto a encontrarlo por casualidad, y a releerlo, por supuesto, con la misma emoción. Ocurrió en una Navidad, en medio de la horrenda primera guerra mundial, la Gran Guerra, a la cual siguió la pandemia de gripe llamada española que causó más muertes que la guerra. 

sábado, 18 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (12)

Pedro Conde Sturla
17 julio, 2020
“Camiones trompudos” de transporte público en la Ave. Venustiano Carranza del Monterrey de los años sesenta

Si la memoria infiel no me traiciona, las cosas que estoy contando ocurrieron hace ya más de medio siglo, y si no me traiciona, por lo menos me está jugando sucio. Puede que no recuerde bien ni las cosas que pasaron ni las cosas que escribo. Reconozco también que me confundo, como le sucedía, por ejemplo, a Cervantes con el burro de Sancho Panza después que se lo robaron. Entiendo que Sancho Panza estaba arriba del burro y durmiendo, y se lo robaron deslizándolo por debajo de la montura, si acaso no fue esto lo qué ocurrió con Frontino, Brunello y Sacripante en aquel Orlando furioso o quizás en el Orlando enamorado. El hecho es que el burro, el noble rucio que montaba Sancho aparece y desaparece a capricho del autor. Pero nada de esto me ayuda a entender lo del carterista que me cayó a navajazos en Monterrey. Yo recuerdo la escena, me veo retrocediendo en plena calle con una cara de espanto de antología, mientras aquel miserable no se cansaba de abanicarme con la navaja, pero no entiendo la causa.

Yo, nada más llegar a Monterrey a fines de 1965, me hospedé en un hotel barato del centro y con un mapa en la mano me vine caminando a la Colonia Roma a saludar a a Carlitos, un amigo de la infancia que me ayudó a buscar pensión y organizarme, y me dio una introducción al paisaje urbano. En la pensión conocí a Gaspar y a dos chamacas dulcísimas —las hijas de la dueña—, con las que Gaspar y yo comenzamos a soñar plácidamente desde el primer día.
Yo venía de la guerra, venía de una derrota y una tragedia familiar, desorientado, confuso, y era estudiante de química por razones ajenas a mi vocación. La revuelta constitucionalista de abril de 1965 había provocado una nueva intervención armada del imperio norteamericano en el país, un enfrentamiento
desigual, una guerra de baja intensidad, como se dice en jerga militar. Combatientes mal equipados, por un lado y por otro lado un ejército que había utilizado profusamente el fuego de morteros, cañones, ametralladoras de alto calibre, y que ya había comenzado a cobrar venganza contra muchos de los que se habían atrevido a enfrentarlo militarmente.
Nunca imaginé que, después de cuatro meses en la trinchera a merced de los gringos, pocos días después de mi llegada a Monterrey, iba a estar a punto de dejar el pellejo a manos de un carterista que me agredió en un camión de trasporte, un autobús, una guagua, como decimos nosotros.
Con la debida exageración para imprimirle veracidad a este relato, tengo que aclarar que aquel dichoso camión estaba tan lleno que no cabía ni lugar a dudas, estaba viejo y mugroso y se desplazaba un poco de medio lado por una calle que estaba en peores condiciones. Había llovido recientemente y había agua y había lodo en el pavimento, que era de asfalto y de tierra un poco a partes iguales: algo muy típico de ciertos barrios de Monterrey. En ningún otro lugar he vuelto a ver calles como esas, asfaltadas de un solo lado.
De cualquier manera yo disfrutaba del viaje, que casi llegaba a su fin (cómodamente de pie y muy cerca de la salida delantera), en compañía de Gaspar y otros paisanos. En eso se escuchó una queja, una protesta de alguien que sintió que le agarraban posiblemente la cartera.
—¡Abusado! —le oí decir, sin entender el significado.
El conductor detuvo el vehículo y se quedó mirando un segundo por el espejo retrovisor, identificó al maleante y con una voz educada pero firme lo invitó a bajar, al tiempo que se abría la puerta delantera.
Era un tipo mestizo, chaparro, desafiante, con cara de perdonavidas, un arrogante, un matasiete y no pareció darse por aludido.
—¡Abusado! —dijo esta vez el conductor—: ¡O ahorita hablamos con la policía!
Esta vez el carterista entendió el mensaje y se fue abriendo paso entre la gente en dirección a la salida. Más bien la gente se le quitaba del medio y a mi me pareció prudente hacer lo mismo, pero algo no parece haberle gustado en mi figura o en mi cara y al pasar por mi lado me dio un codazo en la madre. Lo que significa en dominicano que me dio un coñazo durísimo o por lo menos ofensivo.
Lo peor de todo es que con el pasar de los años se me ha borrado un poco la película y ahora no recuerdo bien lo que pasó entre el codazo-coñazo y el momento en que aquel indeseable empezó a tirarme navajazos a izquierda y derecha.
Oscuramente presiento qué ocurrió algo parecido a lo siguiente: se me zafó sin querer una patada y el tipo fue a caer al lodo, fuera del autobús. Ahí hubiera terminado todo, por supuesto, si la puerta hubiera obedecido al conductor cuando intentó cerrarla, pero la maldita puerta se atoró. El mecanismo de la chingada puerta se trabó.
Entonces comencé a ver —como quien dice en cámara lenta—, que el tipo se metía la mano en la cintura, que sacaba y abría con destreza o pericia una navaja enorme, surrealista, que se me pareció a la de Cantinflas en el bombero atómico.
—¡Híjole! —dije para mis adentros pensando en mejicano.
En aquel autobús atestado de pasajeros yo no tenía mucha oportunidad de defenderme. Todo el mundo iba a recular, iban a comprimirse los de alante contra los de atrás en cuanto el carterista y su navaja entraran, y yo estaría al frente, con una mínima libertad de movimiento, a manera de escudo. De manera que hice probablemente lo único que podía hacer, dar un tremendo salto fuera del autobús mientras el carterista todavía se encontraba en el suelo, alejarme, coger una piedra, lo que encontrara a mano, pero el lodo entorpeció mis movimientos, el caído se incorporó, lo veo y lo recuerdo todavía queriendo acariciarme la cara o la barriga con la navaja.
Para peor, en algún momento escuché la voz de Gaspar que me decía:
—¡Pedro, deja esa vaina!
No sé lo que le respondí a Gaspar, si por casualidad le respondí algo, pero debo haberle mentado por lo menos la madre por telepatía. No estaba en mis manos dejar esa vaina sino evitar que el carterista me sacara la madre y el padrejón de un navajazo.
Para evitarlo, retrocedía a toda marcha, saltaba más bien hacia atrás al estilo canguro, si acaso los canguros saltan hacia atrás, pero el carterista tenía la ventaja y yo tenía todas la probabilidades de perder la partida.
La situación cambió de repente a mi favor cuando comenzaron a llover las piedras. Algunos de mis paisanos se habían bajado del camión (entre ellos el santo Fraile, que era pícher o cuarto bate del equipo de pelota dominicano en Monterrey), y casi de inmediato las piedras comenzaron a zumbar cerca de la cabeza del carterista. Fue la amenaza de las piedras lo que produjo el cambio en la actitud de aquel hombre. En cuanto se vio rodeado por unos cuates que lo amenazaban con piedras y peñones en las manos y que parecían tener muy buena puntería, el tipo entró en razón, se fue calmando, se retiró sin prisa, pero sin dejar de amenazar y blandir la cantinflesca navaja surrealista.
Me salvaron, en fin, en esa ocasión, unos amigos a los que apenas conocía y me salvó el beisbol, gracias a Dios. O quizás viceversa.



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