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sábado, 4 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (10)

Pedro Conde Sturla
3 julio, 2020


Grupo de egresados del Tecnológico de Monterrey. Fuente externa

Ya sé que más o menos lo he dicho y repetido en estas notas, esta especie de diario sentimental y aguado, estas memorias dulces de la muy ilustre y chingona ciudad de Monterrey, pero lo cierto es que había un poco de todo entre los dominicanos que allí estudiaban en los gloriosos años de 1960. Había en verdad para elegir y digerir. Había bohemios y abstemios, había tarados y genios, había santos y santones y variedad de diablos y diablillos y diablejos. Un despelote de madre.

sábado, 27 de junio de 2020

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (12): Un bosquejo de familia

Pedro Conde Sturla
26 junio, 2020
Mark Twain y su amigo en Quarry Farm, John T. Lewis. 

Uno de los personajes inolvidables de “Un bosquejo de familia” —si acaso no lo son todos—, es el negro George, aquel esclavo liberto que había ido a la casa de los Clemens “a limpiar unas ventanas y se quedó casi la mitad de una generación”. Mark Twain dice que “no había nada de común en él” y que era una persona muy apreciada y respetada en toda la comunidad de Hartford. George tenía habilidad para los negocios, era un exitoso apostador y también prestamista (entre muchas otras cosas), y logró hacerse modestamente rico hasta que se hizo rico sin modestia.

sábado, 13 de junio de 2020

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (10): Un bosquejo de familia

Pedro Conde Sturla
12 junio, 2020
La vida de Mark Twain parece en más de un sentido una broma pesada, una jugarreta del destino, una mala pasada. Sus padres procrearon siete hijos, de los cuales fallecieron tres a la más tierna edad. Apenas cuatro de ellos vivieron más allá de la infancia, como era común entonces. Mark Twain sería uno de los afortunados. Vivió hasta los setenta y cinco años una vida de infortunio: de grandes éxitos literarios y grandes infortunios.

sábado, 6 de junio de 2020

El regreso de las naves (4 de 4)

Pedro Conde Sturla
5 junio, 2020
Quizás lo peor de todo, en relación a la expedición de Magallanes, es que a pesar de los tantos medios invertidos, los sacrificios y los numerosos muertos que costó, el descubrimiento del estrecho no sirvió nunca para nada. El estrecho era y sigue siendo una trampa mortal para todo tipo de embarcaciones, peligroso en extremo, y por demás inútil. Muchos barcos más se perderían, otros motines se producirían, flotas enteras quedarían destartaladas a causa de los vientos.
Un uso práctico le darían los pescadores de ballenas y sobre todo Francis Drake, que “lo utilizará, medio siglo más tarde, como escondrijo, para, desde allí, irrumpir en las colonias españolas de la costa occidental y saquear los barcos que llevan la plata”.
Prontamente quedó el glorioso descubrimiento del estrecho en el olvido, reducido a una mera curiosidad geográfica. Para peor, ni siquiera el descubrimiento de la Islas Molucas, las fabulosas islas de las especies, dio a España los beneficios que había de esperar. Magallanes había pagado por ellas con la vida y el emperador Carlos I las vendió a Portugal a precio de vaca muerta.
Capítulo 13
Los muertos no tienen razón (úlima parte)
Stefan Zweig
Circunstancia más trágica todavía: el mismo hecho a que Magallanes lo ha inmolado todo, incluso él mismo, resulta vano, al parecer. Magallanes quiso ganar, y ganó, las islas de las especias para España, poniendo su vida en la empresa, y he aquí que lo que él empezó como gesta heroica acaba en mísero mercado: por trescientos cincuenta mil ducados revende el emperador Carlos a Portugal las islas Molucas. El camino de Occidente que encontró Magallanes es poco frecuentado, el estrecho que él inauguró no reporta dinero ni ganancia alguna. Hasta después de su muerte persiguió la desdicha a quienes en Magallanes confiaron, pues casi todas las flotas españolas que quieren emular su arrojo de navegante naufragan en el estrecho de su nombre, y los españoles y los navegantes, temerosos, preferirán arrastrar sus cargamentos en largas caravanas por el estrecho de Panamá, antes que correr el riesgo de cruzar los sombríos fiordos de la Patagonia. Tan general se hace al fin la reputación de peligroso del estrecho de Magallanes -cuyo descubrimiento tan universalmente fue festejado-, que cayó en olvido dentro de la misma generación, convirtiéndose en un mito, como antes.
Treinta y ocho años después de la travesía de Magallanes, en el famoso poema La Araucana se manifiesta abiertamente que el estrecho de Magallanes ya no existe, que se ha hecho difícil de hallar e intransitable, ya sea porque un monte lo ataje o porque una isla se le interponga.
Esta secreta senda descubierta / quedó para nosotros escondida, / ora sea yerro de la altura cierta, / ora que alguna isleta remorida/ del tempestuoso mar y viento airado / encallando en la boca la ha cerrado.
Tan desechado queda, tan legendario se hace, que el osado pirata Francis Drake lo utilizará, medio siglo más tarde, como escondrijo, para, desde allí, irrumpir en las colonias españolas de la costa occidental y saquear los barcos que llevan la plata. Hasta entonces no vuelven a acordarse los españoles de la existencia del estrecho, y construyen a toda prisa una fortificación para impedir el paso a otros filibusteros. Pero la desdicha persigue a todos cuantos son seguidores de Magallanes. La flota que Sarmiento conduce al estrecho por encargo del Rey, naufraga; la fortaleza que ha construido se derrumba lastimosamente y el nombre “Puerto del Hambre” perpetúa los horrores sufridos por sus colonizadores. Unos pocos balleneros que van y vienen son los únicos barcos que frecuentan el estrecho de Magallanes, el que éste había soñado como la gran vía comercial de Europa a Oriente. Y cuando un día de otoño del año 1913 el presidente Wilson aprieta en Washington el botón eléctrico que abre las compuertas del canal de Panamá, y con ello une para siempre ambos océanos, el Atlántico y el Pacífico, queda el estrecho de Magallanes reducido a la inutilidad absoluta. Sellado su destino, desciende a la categoría de puro concepto histórico, de simple idea geográfica. No es ya el tan buscado paso la ruta de millares y millares de barcos, ni el más próximo y rápido camino de las Indias; ni es más rica España ni más poderosa Europa por su descubrimiento; hoy mismo, de todas las zonas del mundo habitables, las costas entre Patagonia y Tierra del Fuego cuentan como las más abandonadas y pobres de la tierra.
Pero, en la Historia nunca la utilidad práctica determina el valor moral de una conquista. Sólo enriquece a la Humanidad quien acrecienta el saber en lo que le rodea y eleva su capacidad creadora. En este sentido, la hazaña de Magallanes supera a todas las de su tiempo y significa para nosotros una gloria singular en medio de sus glorias: la de no haber inmolado, como ocurre la mayor parte de las veces, la vida de miles y centenares de miles por su idea, sino solamente la propia vida.
Por la gracia de tal heroísmo perdurará la proeza magnífica de esos cinco endebles y solitarios barcos que salieron para la guerra santa de la Humanidad contra lo ignoto; e inolvidable será también el nombre del primero que defendió la idea osada de la vuelta al mundo hasta la última de sus naves. Porque con la medida del circuito de nuestro planeta, perseguida en vano desde hacía mil años, la Humanidad adquiere una nueva idea de su capacidad, puesto que, en la magnitud del espacio ganado, se le revela, acrecentando su gozo y su valor, la propia grandeza. El hombre da lo mejor de sí con un ejemplo, y si hay un hecho que pruebe algo es el de Magallanes, que, contra todo olvido, traspasará los siglos para dar testimonio de que cuando una idea vuela con las alas del genio, cuando se lleva adelante denodadamente y con pasión, es más fuerte que todos los elementos de la Naturaleza; y que está destinado siempre al hombre único, a un individuo con su menguada vida fugaz, el poder convertir en realidad y en verdad perdurable lo que ha sido un deseo soñado durante las cien generaciones que le precedieron.
FIN l
(Stefan Zweig, “Magallanes, La aventura más audaz de la humanidad”), https://www.biblioteca.org.ar/libros/131355.pdf).



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sábado, 30 de mayo de 2020

El regreso de las naves (3)

29 mayo, 2020
Monumento a Silapulapu o Lapulapu en la ciudad filipina con su nombre. 

Pigafetta admiraba a Magallanes, aunque no tanto como Stefan Zweig. Había tenido con él ciertas dificultades durante la primera parte de la odisea, pero poco a poco se habían limado entre ambos las asperezas y terminaron estableciendo una buena relación. Durante el proceso que en España se siguió a los sobrevivientes de la nao Victoria y a los desertores de la San Antonio, empezó a darse cuenta que la justicia no favorecía a los partidarios de Magallanes y decidió mantener silencio. Se fue del lugar en cuanto pudo, asqueado quizás por el rumbo que tomaban las cosas, por las mentiras de los falsarios y aduladores que pretendían hacer de los méritos de Magallanes tabula rasa.
Respecto a Elcano también mantiene silencio. Pero es otro tipo de silencio. Un silencio elocuente, una anatema, quizás, contra el oportunista que ha suplantado al gran capitán. Un usurpador que se hizo con gloria y beneficios que no le correspondían:
“Ni una palabra —dice Stefan Zweig— dedicará a Elcano en su narración del regreso: escribe invariablemente: “navegamos”, “decidimos”, para denotar que Elcano no hizo ni más ni menos que los otros. Podía la corte recompensar a los que se lucraron con la casualidad, pero a Magallanes era debida la verdadera gloria, a él, que ya no puede verlo. Con una fidelidad impresionante se pone Pigafetta al lado del vencido, y sale con palabra persuasiva a favor del que ya no puede hablar.
“Espero -escribe Pigafetta en la dedicatoria de su libro al gran Maestre de Rodas- que la fama de un capitán valeroso como fue él, jamás se borrará de la memoria del mundo. Entre las otras muchas virtudes que le adornaban, sobresalía la de su firmeza, superior a la de los demás, hasta en medio de la mayor desgracia. Soportó el hambre con más paciencia que otro alguno. No había otro hombre en toda la tierra tan entendido en el conocimiento de los mapas y de la náutica. Y la verdad de esto se manifiesta en que llevó a cabo lo que antes nadie supo ni tuvo ánimo para llegar a descubrir.”
El Magallanes de Stefan Zweig es un personaje idealizado en extremo, casi un santo de altar. Parecería que la empresa a la que dedicó cuerpo y alma tenía un carácter mesiánico, espiritual, y no un propósito mercurial. No habían ido, al parecer, tras las inmensas riquezas de las islas de las especierías:
“La muerte es quien descifra el último secreto vital de una figura; hasta el postrer momento, en que su idea llega a feliz realización, no se manifiesta la íntima tragedia de aquel hombre solitario, a quien sólo fue lícito llevar la carga de su misión, sin que pudiera gozar del éxito final. Entre la masa de incontables millones, solamente a él lo escogió la suerte para tal proeza, al callado y taciturno, al encerrado en sí mismo, que estaba dispuesto, sin dejarse doblegar, a sacrificar a su idea todo cuanto en la tierra poseía, y su vida además. Lo eligió sólo para el trabajo, no para el goce, y una vez terminado aquél, lo despidió como a un jornalero, sin darle las gracias. Otros cosechan la gloria de su obra, otros echan la mano a la ganancia y disfrutan del festín; el destino fue exigente con ese recio soldado, como él lo había sido en todo y con todos. Solamente le otorga lo que él había anhelado con todas las fuerzas de su alma: encontrar el camino para dar la vuelta a la tierra, la parte más venturosa de su carrera. Lograr ver únicamente la corona de la victoria, tender la mano hacia ella, pero cuando intenta asegurarla sobre su frente, el destino dice: ‘¡Basta!’, y le abate la mano ansiosamente levantada”.
Hay veces en que parece que la admiración por el personaje se le va de la mano a Stefan Zweig, se desboca. Confunde —como tantos biógrafos e historiadores— la ambición y la codicia con el idealismo. Lo considera “un genio”. Su hazaña es la más grande jamás contada. Tanta admiración por el conquistador y el aventurero traduce al mismo tiempo, en algunas de las páginas menos felices de la obra, un sentimiento racista y colonialista, indigno del brillante escritor:
“¡Un genio que, cual Próspero, ha dominado a los elementos, venciendo todas las tempestades y sometiendo a los hombres, es vencido por un ridículo insecto humano llamado Silapulapu!”.
A pesar de todo, no deja de ser indignante, aleccionador, el relato que hace Stefan Zweig sobre la forma desvergonzada en que fue premiada la deslealtad de los hombres que abandonaron y calumniaron a Magallanes y la suerte que sufrieron aquellos que permanecieron fieles:
Capítulo 13
Los muertos no tienen razón (continuación)
Stefan Zweig
Esto es lo único que le fue concedido a Magallanes, el hecho, mas no su áurea sombra: el triunfo y la gloria temporal. Nada tan conmovedor, en este instante en que el propósito de su vida llega a realizarse, como la lectura de su testamento. Todo lo que, a punto de regresar, fue su anhelo, se lo niega la suerte. Nada le responde de lo que en aquella “capitulación” quiso legitimar como suyo y de los suyos. Ni una sola disposición -literalmente, ni una siquiera- de las que con tanta previsión y tino asentó en su última voluntad, se cumple, después de su heroico tránsito, con sus sucesores, y le es negado despiadadamente hasta el más puro y santo de sus deseos. Magallanes había precisado el sitio de su entierro en la catedral de Sevilla, y el cadáver se corrompe en una playa remota. Treinta misas dispuso que fueran rezadas sobre su tumba, y, en vez de esto, se oyen los aullidos triunfales de la horda de Silapulapu alrededor de su cuerpo mutilado ignominiosamente. Tres pobres debían recibir vestidos y comida el día de su entierro, y ni uno solo tendrá la comida, ni el par de zapatos, ni el vestido gris. Nadie será llamado -ni el más humilde mendigo- “para rezar por el bien de su alma”. Los reales de plata que destinaba a la Santa Cruz, y las limosnas para los presos, y los legados a los conventos y asilos, no serán satisfechos. -Porque nada ni nadie se presta al cumplimiento de sus últimas voluntades, y aun en el caso de que sus camaradas hubiesen trasladado su cuerpo al hogar, no hubieran encontrado en éste un maravedí para pagar la mortaja.
¿Pero no son ricos, al menos, los herederos de Magallanes? ¿No va a la sucesión, según el pacto, un quinto de todas las ganancias? ¿No es su viuda una de las señoras de más posición de Sevilla? ¿No son sus hijos, nietos y bisnietos, los Adelantados y Gobernadores hereditarios de las islas recién descubiertas? No; nadie hereda de Magallanes pues nadie de su sangre vive ya para exigir la herencia, durante aquellos tres años han muerto su esposa Beatriz y los dos hijos, todavía menores. Queda extinguida la descendencia de Magallanes. Ni hermano, ni sobrino, ningún consanguíneo vive para recoger su escudo. ¡Ni uno tan sólo! Fueron vanos los cuidados del hidalgo, del esposo y del padre, y baldío el piadoso deseo del creyente cristiano. Le sobrevive su suegro, Barbosa, pero ¡cómo debe maldecir el día en que aquel huésped sombrío, aquel “holandés errante” entró en su casa! Hizo suya a la hija, y esta hija ha muerto; se llevó a su hijo en la expedición, el único hijo que tenía, y no ha vuelto con los supervivientes. ¡Qué terrible atmósfera de desdichas en torno al hombre único! A quien fue su amigo y su apoyo lo ha arrastrado a su mismo destino siniestro, y quien en él confiaba lo ha pagado caro. A todos los que estaban con él y por él, les ha sorbido la felicidad, como un vampiro, en los azares de su acción: Faleiro, su asociado un tiempo, se ve preso al llegar a Portugal. Aranda, que le allanó el camino, envuelto en infamantes inquisiciones, pierde todo el dinero que por Magallanes había arriesgado. Enrique, a quien había prometido la libertad, vuelve a ser tratado como esclavo. Mesquita, su primo, es aherrojado tres veces por haberle sido fiel; Serrão y Barbosa le siguen en la muerte con pocos días de diferencia, como arrastrados por el mismo sino, y únicamente el que le ha sido contrario, Sebastián Elcano, se hace con toda la gloria y la ganancia de los que murieron fieles.
(Stefan Zweig, “Magallanes, La aventura más audaz de la humanidad”), https://www.biblioteca.org.ar/libros/131355.pdf). 



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sábado, 16 de mayo de 2020

El regreso de las naves (1)

Pedro Conde Sturla
15 mayo, 2020



Réplica de la nao Victoria, primera embarcación que dio la vuelta al globo
El día 6 de septiembre del año 1522 entró la desvencijada nao Victoria en el puerto de Sanlúcar, España, con apenas dieciocho hombres a bordo. Estaba al mando de Sebastián Elcano y había dado la vuelta al mundo. Durante más de tres años, desde el 10 de agosto de 1519 hasta el 8 de septiembre de 1522, Antonio Pigafetta había documentado los pormenores de la azarosa travesía, pero en ningún momento menciona el nombre de Sebastián Elcano. Y además —como se verá más adelante— es posible que la crónica de Pigafetta que conocemos sea apenas un resumen, una apretada síntesis de todo lo que escribió.

sábado, 25 de abril de 2020

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (3)

Cuando la expedición de Magallanes llegó al estrecho que hoy lleva su nombre, la tripulación comenzó a desesperarse. Se encontraban en uno de los lugares más inhóspitos del mundo, un lugar frío, escabroso, tormentoso, buscando un pasaje desde el Atlántico al Pacífico por un conjunto de islotes que formaban una especie de laberinto que desorientaba a los marineros.

miércoles, 22 de abril de 2020

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO

Pedro Conde Sturla
8 de enero de 2010


José Enrique Rodó (1871-1917), un gran escritor uruguayo que ya casi nadie lee ni conoce, ejerció durante largo tiempo una notable influencia en varias generaciones de admiradores. Obras como “Ariel” (1900), “Motivos de Proteo” (1909), “El mirador de Próspero” (1913) eran material de lectura que alimentaban los ideales americanistas de una época y la crítica despiadada a “la vulgaridad y el utilitarismo” de la cultura norteamericana.
         Pedro Henríquez Ureña y Emil Rodríguez Monegal, entre otros, exaltan su obra y la sitúan entre las cumbres de la literatura continental. Otros lo consideran, y sin duda lo es, “el más grande cultor de la prosa modernista hispanoamericana.” Hoy no se estudia en nuestras escuelas y universidades. Se leen los bodrios que publica Alfaguara como material obligatorio que asignan los maestros, lectura compulsiva que se impone desde Alfaguara.
         Yo invito a leer a Rodó, y en particular un libro pequeñito de Rodó que se titula “Motivos de Proteo”, quizás el más pequeño y el más ambicioso que escribiera: “un libro (como dijo el autor) en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida”.
          Por razones de espacio, invito a leer ese libro desde el capítulo VIII, “Mirando jugar a un niño”. Es un juego de niños para adultos, es una de las más celebradas y hermosas parábolas de Rodó, un himno a la creatividad, a la alegría. Así como los capítulos finales constituyen un reto, una apuesta por la preservación de los ideales y la esperanza. Algo que tanta falta nos hace en medio de tanta podredumbre.


- VIII -

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO.


(…A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. SCHILLER. Thecla. Voz de un espíritu).
Jugaba el niño, en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal, su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.


- IX -

SENTIDO DE ESTA PARÁBOLA.


-¡Sabia, candorosa filosofía! -pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... ¿No hay aquí un polo de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda filosofía viril, viril por el espíritu que la anime, confirmará su enseñanza fecunda.


- X -

ACTITUD EN LA DESILUSIÓN Y EL FRACASO. TODO BIEN PUEDE SER SUSTITUIDO POR OTRO GÉNERO DE BIEN.


En el fracaso, en la desilusión, que no provengan del fácil desánimo de la inconstancia; viendo el sueño que descubre su vanidad o su altura inaccesible; viendo la fe que, seca de raíz, te abandona; viendo el ideal que, ya agotado, muere, la filosofía viril no será la que te induzca a aquella terquedad insensata que no se rinde ante los muros de la necesidad; ni la que te incline al escepticismo alegre y ocioso, casa de Horacio, donde hay guirnaldas para orlar la frente del vencido; ni la que, como en Harold, suscite en ti la desesperación rebelde y trágica; ni la que te ensoberbezca, como a Alfredo de Vigny, en la impasibilidad de un estoicismo desdeñoso; ni tampoco será la de la aceptación inerme y vil, que tienda a que halles buena la condición en que la pérdida de tu fe o de tu amor te haya puesto, como aquel Agripino de que se habla en los clásicos, singular adulador del mal propio, que hizo el elogio de la fiebre cuando ella le privó de salud, de la infamia cuando fue tildado de infame, del destierro cuando fue lanzado al destierro.
La filosofía digna de almas fuertes es la que enseña que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto de aquel que cedió al golpe de la fatalidad: estímulo y objeto para un nuevo sentido de la acción, nunca segada en sus raíces. Si apuras la memoria de los males de tu pasado, fácilmente verás cómo de la mayor parte de ellos tomó origen un retoñar de bienes relativos, que si tal vez no prosperaron ni llegaron a equilibrar la magnitud del mal que les sirvió de sombra propicia, fue acaso porque la voluntad no se aplicó a cultivar el germen que ellos le ofrecían para su desquite y para el recobro del interés y contento de vivir.
Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad, conviene imaginarla como una natural transformación, en la que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias, de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción resuelta y animosa!
Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien; en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida, entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el agua del cielo. (José Enrique Rodó, “Motivos de Proteo”).



pcs, viernes, 08 de enero de 2010




sábado, 18 de abril de 2020

DEL AMOR Y LOS TIEMPOS DEL CÓLERA


Pedro Conde sturla
8 de mayo de 2009.
“El amor en los tiempos del cólera” es quizás el único libro en el que Gabriel García Márquez vuelve a asomarse a la grandiosidad estilística y a la magia de “Cien años de soledad”, al humor y la gran poesía que caracterizan sus mejores trazos, la fina introspección sicológica, el lujo de detalles, su afición por el dato más minucioso y preciso, la capacidad para describir la escena más enmarañada y tortuosa, la irreversible tendencia a la desmesura, la adjetivación convicta (que a veces se pone pesada, empalagosa), la nunca desmentida fidelidad a los vastos espacios de una geografía donde todo ocurre a escala monumental,  
La trama es absurda, surrealista, una especie de “Madame Bovary” al revés. Un hombre espera por el amor de  su vida durante “cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días”, y al cabo de la espera abandona una amante de catorce por una vieja de setenta y dos. Me recuerda otras grandes y absurdas historias de amor, como la de King Kong, que es quizás la más absurda y tierna de todas, y una de las más trágicas, tan trágica como la del Conde Drácula que persigue y es perseguido por su obsesión más allá de la muerte y de la sangre, algo parecido a lo que ocurre en “Cumbres borrascosas”. 
En cuanto a la trama, sin embargo, no hay nada de que sorprenderse, es el amor en los tiempos del cólera, tiempos de calamidades de proporciones insospechadas como los que vivimos en la actualidad (8 de mayo de 2009), bajo la amenaza de una pandemia esencialmente mediática. 
Entre las muchas cosas notables de esa notable novela, hay un pasaje, unas páginas en las que García Márquez se insinúa con fina inteligencia en los intersticios de la vida matrimonial, escarbando en la cotidianidad, en el lado oscuro de una convivencia con apariencia de felicidad, en las relaciones de atracción y rechazo que están  presentes muchas veces en la vida conyugal. Es un cuento dentro del cuento, dentro de los muchos cuentos que componen la novela Aquí los dejo, en manos de García Márquez, con este difícil “amor domesticado” en los tiempos del cólera:

“Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día. Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante años, 1os amaneceres jubilosos del marido. Se aferraba a sus últimos hilos de sueño para no enfrentarse al fatalismo de una nueva mañana de presagios siniestros, mientras él despertaba con la inocencia de un recién nacido: cada nuevo día era un día más que se ganaba. Lo oía despertar con 1os gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara. Lo oía rezongar, solo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad. Al cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía regresar a vestirse todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron como se definía a si mismo, y el había dicho: «Soy un hombre que se viste en las tinieblas». Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo. Los motivos de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida, como en esos minutos de zozobra. 
”No había nadie mas elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse dormida cuando ya no 1o estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se 1o habría agradecido para tener a quien echarle la culpa de despertar a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: «Las dejaste anoche en el baño». Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía: 
”-La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir. 
”Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero fue por uno de esos juegos triviales que 1os primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño. 
”Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a bañarse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, 1os ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo:
”-Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón-dijo.     
”Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido 1o mismo. En realidad, no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando: 
”-Pues yo me he bañado todos estos días –gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón. 
”Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y solo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio: Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, 1o único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño: y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
”El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico: 
”¡A la mierda el señor arzobispo!
………………………………….
“El no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que estos se dieran cuenta de que no se hablaban. 
Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. El despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la cama de pluma de los bisabuelos, que prefirió capitular:
“-Déjame aquí –dijo-. Sí había jabón.”

pcs, viernes, 08 de mayo de 2009.

LA ÚLTIMA NOCHE QUE PASÉ CONTIGO

Pedro Conde Sturla
10 de diciembre de 2009

A Jeannette Miller  no le gustan los boleros. Lo dice en el título de su libro: “A mi no me gustan los boleros” (igual, quizás, que a su promotora Ruth Herrera). El bolero le parece despreciablemente machista, machista leninista, a pesar de que en muchos boleros, más bien la mayoría, siempre hay un hombre muriéndose de amor por una mujer y a veces por “aquellos ojos verdes” de otro hombre, que es la cosa menos machista de este mundo.
El bolero, al parecer, nunca se ha convertido en parte de su alma y lo lamento. No cree en lo que dijo más o menos Cabrera Infante: que en el bolero, en la música romántica se encuentra parte de la mejor poesía latinoamericana. Seguramente no cree que “somos en nuestra quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el otoño.” Nunca, quizás, ha sentido la caricia de la “Niebla del riachuelo”, la magia que a muchos nos invade y sobrecoge cuando escuchamos en ritmo de bolero una de las siete versiones del  famoso tango:
“Turbios fondeaderos donde van a recalar / barcos que en los muelles para siempre han de quedar. / Sombras que se alargan en las noches del dolor, / náufragos del mundo que han perdido la ilusión. / Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que jamás han de zarpar; / turbio cementerio de las naves que, al morir, / sueñan, sin embargo, que hacia el mar han de partir.”
Hay que suponer que Jeannette Miller  no aprecia esa especie de Biblia titulada “El Bolero. Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, la misma que escribieron los evangelistas Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Delgado Malagón y José del Castillo. Jeannette Miller no se siente atraída por esa pasión, jamás se ha dejado seducir por la religión del bolero. Es irreverente y atea, bolerísticamente hablando.
En cambio la brillante narradora cubana Mayra Montero, tan femenina y feminista como Jeannette Miller y Ruth Herrera,  adora devoradoramente los boleros (“los boleros de antes, que no en balde han sido los boleros de siempre”). Sus personajes los bailan y los describen, los cantan y los mastican y los disfrutan sexualmente en un libro erótico maravilloso que quizás habría querido escribir Ligia Minaya: “La última noche que pasé contigo”.
Sin remilgos puritanos, uno de sus personajes define la utilidad del  género:
“Boleros, sí señor, para brillar hebilla, para poder demostrarte que más no puedo amar. Boleros para cortarnos las venas y para hacernos polvo, y para todas esas cosas salvajes y calientes para las que servían los boleros.”
Con títulos de boleros y a ritmo de bolero, Mayra Montero cuenta una historia, muchas historias que ocurren durante un crucero por el Caribe. En el monólogo de Celia -otro de los personajes-, ésta define su filosofía de la vida que es la filosofía del bolero. Una filosofía que casi adquiere cuerpo doctrinal.
Mayra Montero escribe que da envidia, con un dominio admirable de la palabra, el ritmo y las agudezas verbales. Definitivamente hay mucho que aprender de ella sobre el arte del bolero y el arte de la escritura. Y además, quizás por coincidencia, el título casi perverso del capítulo en que Celia da rienda suelta a su monólogo, viene como anillo al dedo:

AMOR, QUÉ MALO ERES 

Antigua era un lugar extraño que cada cual interpretó a su modo. Al principio, Fernando sospechó que se trataba de una islita de plástico, porque en el mapa que nos dieron en el barco destacaban la localización de un Kentucky Fried Chicken, y él sacaba sus conclusiones así, un poco a la ligera. Pero Antigua ni era de plástico ni de ningún material que se le pareciera. Era de arcilla caliente, de vapores soñolientos, de una placidez cercana, muy cercana a la degradación. Los negros se tumbaban a la sombra para vender fritura y cocos de agua, las negras se abanicaban densamente, azorradas y quietas, los pechos casi al descubierto y los muslos chorreando de sudor. En Saint John's, la capital, los albañales corrían al descubierto y los niños jugaban a colocar banderitas en los mojones más largos, más gruesos, más evidentemente navegables. Todos hablaban con desgana, todos se cocinaban sin recato en ese caldo lánguido y definitivo. 
Julieta, que nos acompañaba en el paseo, se apoyaba del brazo de Fernando, porque el calor, según ella, le provocaba vértigo. Desde La noche anterior -les permití bailar un par de piezas-, la había notado muy apegada a mi marido. No quiero decir que Fernando alentara todo esto, al menos no en mi presencia, pero era tan obvio que ella estaba falta de varón, la vi tan determinada a cometer cualquier Locura, que antes de que terminara el baile tuve que inventarme una jaqueca y arrastrar a Fernando al camarote. El me siguió a regañadientes, la música estaba en su apogeo, aquella orquesta no había tocado nada que no fueran boleros y en el salón flotaba un aire de nostalgia, como si le estuviéramos diciendo adiós a algo, no sabíamos bien a qué. 
En el fondo, a mi también me habría gustado quedarme. A estas alturas de mi vida, con una hija recién casada, un matrimonio deshecho que duraría ya para siempre, y la cabeza totalmente vacía de proyectos, debía reconocer que toda mi existencia había girado en torno al bolero, no a uno en particular, sino a muchos, decenas de ellos; y los hombres que más me habían querido, los dos únicos hombres con quienes me había acostado, tenían una afición casi enfermiza par aquella música. Parecía casualidad, pero no lo era. Fue preciso que viniera en este crucero y que contrataran a esta orquesta en Charlotte Amalie para que me diera cuenta de todo eso, de que la gente viene a1 mundo predestinada a sostenerse en cosas intangibles, en olores que recurren, en un color que siempre vuelve, en una música, como es mi caso, que aparece, y desaparece en los momentos culminantes, unas melodías que mentalmente van y vienen para avisar que terminó una etapa y va a empezar la otra. Fernando hablaba de una filosofía del bolero, una manera de ver el mundo, de sufrir con cierta elegancia, de renunciar con esta dignidad; Agustín Conejo no lo podía expresar de esta manera, pero en sus palabras me decía más o menos lo mismo. El bolero lo ayudaba a pensar, lo animaba a decidirse, lo obligaba a ser quien era. Hubo una época en que a mí también me ayudó a pensar, me refiero a esa época en que uno reflexiona sobre su propio cuerpo y trata de verse por dentro y por fuera, trata de averiguar como le están viendo a uno los demás. Yo era muy joven y ya andaba de novia de Fernando, que venía a visitarme por las noches y me traía bombones. Cuando él se iba, corría a mi cuarto para poner e1 disco de Gatica (Lucho siempre fue mi predilecto), me desnudaba en la oscuridad y me tumbaba en la cama. Entonces comenzaba a tocarme. No era exactamente que me masturbara, no era así, tan burdo, la expresión exacta era «reconocerme», me tanteaba las sienes, me acariciaba las mejillas y me buscaba los pómulos, el hueso de la quijada, los anillos de la traquea. De ahí en adelante, el camino se bifurcaba: colocaba el índice de mi mano izquierda sobre la punta de mi pezón derecho y viceversa, la voz de Gatica era como un mugido armónico ordenándole al reloj que no marcara las horas, proclamando que su playa estaba vestida de amargura, rogándome, sí, rogándome que le regalara esa noche y le retrasara la muerte ... Yo ponía una mano encima de la otra y con las dos me oprimía el sexo, empujaba hacia abajo, como si tratara de vaciarlo, todo a su tiempo, todo en su ritmo natural que era naturalmente el ritmo del bolero. Gatica cantaba con la boca llena, cariño como el nuestro era un castigo, y yo me castigaba, me pellizcaba los labios –los de abajo-, me arañaba los muslos, gemía su nombre, Lucho, Luchito, Luchote, él estaba en la gloria de mi intimidad, en lo más íntimo, lo más salvaje, olvidando decir que me amaba, ¿me amaba?, quien no amara no dijera nunca que vivó jamás.

pcs, jueves, 10 de diciembre de 2009


    

Antonio Pigafetta: primer viaje alrededor del mundo (2)

En su memorable crónica o relación del primer viaje alrededor del mundo, Pigafetta no siempre exagera y no siempre dice cosas inciertas, aunque su tendencia a fantasear haga difícil distinguir en muchos casos lo que es verdad o mentira. Además, algunas de las cosas que cuenta parecen fantásticas o inverosímiles solamente en la medida en que la realidad supera la ficción.

Sin él nunca se hubieran conocido con tal lujo de detalles los pormenores de aquella empresa suicida a la que muy pocos sobrevivieron. Sin embargo, el primero que dio a conocer noticias de la fabulosa aventura no fue Pigafetta, sino un tal Maximiliano de Transilvania, alguien que no había participado. Este Maximiliano, del cual se sabe que fue escritor y que vivió en Flandes en el siglo XVI, entrevistó a los marineros de la nao Victoria (la embarcación en que habían regresado los sobrevivientes) y publicó una especie de reportaje que lo consagró como autor de la primera descripción del primer viaje de circunnavegación completado por Juan Sebastián Elcano (1519-1522).
Nada se compara, sin embargo, con la importancia que tuvo para el mundo la copiosa labor de recopilación y observación que llevó a cabo Pigafetta durante los tres años de azarosa travesía que duró la expedición:
“El relato de Pigafetta es la fuente individual más importante sobre el viaje de circunnavegación, a pesar de su tendencia a incluir detalles fabulosos. Tomó notas diariamente, tal como menciona cuando da cuenta de su sorpresa al llegar a España y comprobar que había perdido un día (el debido al sentido de su marcha). Incluye descripciones de numerosos animales, entre ellos los tiburones, el petrel de las tormentas (Hydrobates pelagicus), la cuchareta rosada (Ajaja ajaja) y el Phyllium orthoptera, un insecto semejante a una hoja. Pigafetta capturó un ejemplar de este último cerca de Borneo y lo guardó en una caja, creyéndolo una hoja móvil que vivía en el aire. Su informe es rico en detalles etnográficos. Practicó como intérprete y llegó a desenvolverse, al menos, en dos dialectos indonesios. El impacto geográfico de la circunnavegación fue enorme, ya que la expedición Magallanes-Elcano dio un vuelco a muchas de las convenciones de la geografía tradicional. Proporcionó una demostración de la esfericidad de la Tierra y revolucionó la sólida creencia, tan influyente en el primer viaje de Cristóbal Colón, de que la superficie de la Tierra estaba cubierta en su mayor parte por los continentes”. (http://redmundialmagallanica.org/wp-content/uploads/2015/09/PIGAFETTA-Primer-viaje-alrededor-del-mundo.pdf).
Los datos que recopiló Pigafetta tienen que ver con la flora y la fauna, el clima, la náutica, la lingüística y la descripción de enfermedades como el escorbuto, que no se conocieron hasta que los marineros no emprendieron viajes que los mantenían durante meses en sus naves sin tocar tierra y comer frutas y alimentos frescos. Nada hay de exagerado o fantasioso en lo que describe Pigafetta cuando las naves al mando de Magallanes se internaron por el inmenso mar Pacífico:
“Miércoles 28 de noviembre, desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.
“Sin embargo, esto no era todo. Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De éstos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y un brasilero que conducíamos con nosotros. Además de los muertos, teníamos veinticinco marineros enfermos que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo, pero que al fin sanaron. Por lo que toca a mí, no puedo agradecer bastante a Dios que durante este tiempo y en medio de tantos enfermos no haya experimentado la menor dolencia”.
Lo que Pigafetta describe es la misma enfermedad que sufrirían casi un siglo después los tripulantes ingleses del
Mayflower, que desembarcaron por primera vez en la costa de lo que es hoy Massachusetts y fundaron la Colonia de Plymouth.
Muchos sufrieron la típica hinchazón de las encías, perdían todos los dientes y el cabello y a veces caían muertos de repente. Todo por una enfermedad, el escorbuto, “producida por la carencia o escasez de vitamina C, que se caracteriza por el empobrecimiento de la sangre, manchas lívidas, ulceraciones en las encías y hemorragias”.
No sé si es posible que alguien pueda sobrevivir a la ingesta de alimentos contaminados por orines de ratas, pero lo cierto es que los gusanos y la carne de rata son ricos en proteínas y vitaminas. Gracias a ellos posiblemente salvaron la vida Pigafetta y otros. Las ratas, en esas condiciones, costaban y valían su peso en oro.
Los chinos conocían, por cierto, las causas de la enfermedad desde el siglo XV y para combatirla o prevenirla cultivaban en los propios barcos germen de soya, el brote o germinado del frijol de soya, que contiene vitaminas y proteínas. Los europeos resolverían el problema mucho más tarde cuando incluyeron en la dieta de los navegantes el limón agrio y otros cítricos. Y sobre todo el bucán. Esa peculiar forma de asar y conservar las propiedades de las carnes, que conocían los Arawacos del Caribe.
Carne asada o ahumada que luego daría origen a la industria de los industriosos bucaneros y salvaría miles de vida.
Algo así como la panacea que todos estamos esperando en estos días aciegos y aciagos.


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