domingo, 1 de marzo de 2020

PEPE RODRÍGUEZ Y EL CÓDIGO DA VINCI

Pedro Conde Sturla
11 de julio 2006


Pepe Rodríguez es un erudito español con nombre de bodeguero. Tiene un sitio Web que parece una trinchera y en cierto modo lo es, porque Rodríguez vive atrincherado, un poco a la defensiva pero sobre todo a la ofensiva, en permanente lucha contra la intolerancia religiosa. La Web de Pepe Rodríguez ha recibido hasta la fecha casi tres millones y medio de visitas. Hay una dirección a la que se le puede escribir y a veces responde.
De acuerdo con la información disponible, “Pepe Rodríguez está considerado como uno de los mejores expertos en problemática sectaria y sus libros y artículos sobre sectas, adicciones, crítica de la religión o desarrollo de los mitos, entre otros, son una referencia obligada para todos los interesados en estas cuestiones.”
Su bibliografía incluye títulos como Adicción a sectas y Pederastia en la Iglesia católica (“¡¡¡Un libro que la Iglesia ordenó silenciar en los medios de comunicación!!!”).
De mayor importancia es el excelente ensayo Dios nació mujer (La invención del concepto de Dios y la sumisión de la mujer: dos historias paralelas).
Resulta ciertamente sorprendente comprobar con Pepe Rodríguez “que el concepto masculino de ‘Dios’, que hoy domina en todas las religiones, no es más que una transformación relativamente reciente del primer concepto de deidad creadora/controladora que, tal como demuestran miles de hallazgos arqueológicos, fue, obviamente, ¡femenina!”. Desde unos 30,000 años a.C. hasta el inicio de la civilización en el cuarto milenio a. C. la humanidad adoró a deidades femeninas. Las diosas no tenían figuras de modelos anoréxicas de pasarelas, por supuesto. Eran regordetas, barrigonas, nalgudonas y teutónicas, diosas de la fertilidad como la famosísima Venus de Willendorf. “El golpe de estado del dios contra la diosa” fue también el golpe de estado contra la mujer, el punto de partida de su sometimiento.
En el mismo sentido crítico, desacralizador, se orienta Mentiras fundamentales de la Iglesia católica (“Un análisis de las graves contradicciones de la Biblia y de cómo se ha manipulado ésta en beneficio de la Iglesia. Es uno de los ensayos más vendidos en España y Latinoamérica”).
Pepe Rodríguez seguramente no ha leído El Código Da Vinci, pero es probable que Dan Brown tenga conocimiento de la obra del primero, hasta el punto de que algunas expresiones en las que alude, por ejemplo, a “la falta de originalidad del cristianismo” parecen citas textuales. En ocasiones el libro de Brown parece supeditado a un guión original de Rodríguez. Lo innegable, en cualquier caso, es que Dan Brown ha tenido acceso a la amplísima bibliografía sobre el tema y quizás las coincidencias no sean más que meros datos históricos. Sin embargo, lo que Dan Brown -el novelista-, explica en relación al Concilio de Nicea del año 325 d.C. y la manipulación del cristianismo, no sólo se queda corto sino que carece del rigor que le imprime el investigador, el ensayista. Es decir que la realidad, como de costumbre, supera a la imaginación, a la literatura.
Pepe Rodríguez afirma, entre otras cosas, que en la Biblia se demuestra que “Jesús jamás instituyó –ni quiso hacerlo- ninguna nueva religión o Iglesia, ni cristiana ni, menos aún, católica”. Niega que hubiese sido ejecutado a los 33 años de edad sino después de los 40, y que tuvo al menos siete hermanos carnales. Más adelante dice que “Jesús prohibió explícitamente el clero profesional…y la Iglesia católica hizo del sacerdote un asalariado” y del papa un ser infalible y de la mujer un paria (nunca una paria como se diría en jerga feminista). “Jesús, en los Evangelios, preconizó la igualdad de derechos de la mujer, pero la Iglesia católica se convirtió en apóstol de su marginación social y religiosa.” Del mismo modo, el piadosísimo emperador Constantino –que “degolló a su propio hijo, estranguló a su esposa y asesinó a su suegro y a su cuñado”- se convirtió en padre o padrote del catolicismo a raíz del Concilio de Nicea, que culminó con “el embargo del aparato eclesiástico por parte del Estado.” El paganísimo estado imperial romano.
Fue en el Concilio de Nicea que se seleccionaron los cuatro evangelios actuales “de entre un conjunto de alrededor de sesenta evangelios diferentes. Los textos no escogidos fueron rechazados por apócrifos por la iglesia y condenados al olvido” a pesar de que algunos eran más antiguos que los canónicos oficiales que hoy se veneran, y se atribuían a las plumas de apóstoles y otras figuras importantes y conocidas.
El modus operandi para distinguir a los textos verdaderos de los falsos fue, según la tradición, el de ‘elección milagrosa’. Así, se han conservado cuatro versiones para justificar la preferencia por los cuatro libros canónicos:1) después de que los obispos rezaran mucho, los cuatro textos volaron por sí solos hasta posarse sobre un altar; 2) se colocaron todos los evangelios en competición sobre el altar y los apócrifos cayeron al suelo mientras que los canónicos no se movieron; 3) elegidos los cuatro se pusieron sobre el altar y se conminó a Dios a que si había una sola palabra falsa en ellos cayeran al suelo, cosa que no sucedió con ninguno; y 4) penetró en el recinto de Nicea el Espíritu santo, en forma de paloma, y posándose en el hombro de cada obispo les susurró qué evangelios eran los auténticos y cuales los apócrifos (está tradición evidenciaría, además, que una parte notable de los obispos presentes en el concilio eran sordos o muy descreídos, puesto que hubo una gran oposición a la elección –por votación mayoritaria que no unánime- de los cuatro textos canónicos actuales).”
En fin, “Para la historia –dice Pepe Rodríguez- quedó el recuerdo vergonzoso de un concilio, el de Nicea, en el que una caterva de obispos cobardes y vendidos a la voluntad arbitraria del emperador Constantino dejaron que éste definiera e impusiera algunos de los dogmas más fundamentales de la Iglesia católica, como son el de la consustancialidad entre Padre e Hijo y el credo trinitario. Constituido en teólogo por la gracia de sí mismo, Constantino diseñó a su antojo lo que los católicos deberían creer por siempre acerca de la persona de Jesús. El Credo que rezan todos los católicos, por tanto, no procede de la inspiración con la que el Espíritu Santo iluminó a los prelados conciliares sino de la nada santa coacción que ejerció el brutal emperador romano sobre hombres que Jesús hubiese despreciado. El ejemplo del nazareno dando la vida por sus ideas debía parecerles una ingenuidad detestable a unos obispos que no dudaron en ahogar su fe y conciencia con tal de seguir llenándose la panza”.


Martes, 11 de Julio de 2006.



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