Pedro Conde Sturla
25 septiembre 2009
25 septiembre 2009
A
Diógenes Céspedes le cabe la gloria de ser el fundador de la
crítica literaria fundamentalista en nuestro país. La única teoría
o poética omnicomprensiva (y por lo tanto infalible) del fenómeno
literario es la suya, la teoría del ritmo que calca de la
interesante propuesta de Meschonnic y calca mal, reduciéndola al
absurdo, a un discurso tautológico, repetitivo asaz.
Diógenes
es el depositario de la verdad absoluta, es el elegido de los dioses,
es el primero y el único. En materia de legislación estética todos
los demás están equivocados.
En
ocasiones, cuando me impongo por obligación leerlo a manera de
castigo o penitencia, me parece escuchar aquella cantilena o
cantinela con la que me atormentaron en el cuarto de primaria los
abominables Hermanos de la Salle: La única religión verdadera es la
religión católica, apostólica y romana. No hay salvación fuera de
la iglesia, no hay salvación fuera de la iglesia católica. Tampoco
parece haber salvación al margen de la teoría del ritmo. Diógenes
Céspedes –esa extraña invención de Morel– es la criatura más
parecida a un predicador.
Si
no fuera crítico literario podría ser pastor evangélico, y de
hecho lo es un poco mentalmente. Recita la teoría del ritmo de la
misma manera que recitaría con más provecho la Biblia, condenando a
los infieles que no le rinden culto a sus creencias. Todo el que no
está con él, está contra él. Todo aquel que no baila la teoría
del ritmo se inscribe en el culto de la metafísica del signo, una
herejía.
Cuando
se dirige a la fauna intelectual, entre la que me incluyo, lo hace
con frases despectivas, con motes en latines, como decía Lilís, con
la autoridad del maestro consagrado que parece hablar a través de la
zarza ardiente. La de alguien que sólo ha tomado lecciones de
modestia apártate. Y además sin derecho a replica porque en el
medio en que escribe y pontifica, en “Aireíto” casi no le dan
espacio a los replicantes.
A
un abigarrado grupo de escritores que simplemente ha disentido de sus
juicios, lo define como “rabiza literaria”. Esa rabiza es
gente light –dice Diógenes Céspedes– gente que lee y escribe
literatura light. Tiene razón. Lo de Diógenes no es light, es puro
tabaco negro y generalmente infumable.
El rabizo no se percata de que más de una de esas rabizas lo supera
intelectualmente y sobre todo en el buen uso de la pluma, que no es
precisamente su fuerte.
Las
críticas a sus críticas, para peor, no las soporta porque es un
humorista sin sentido del humor, uno de esos que acusan muy mal el
golpe cuando se lo devuelven, aunque se lo devuelvan con altura. Por
eso cedo
ahora la palabra al amigo Odalís
G. Pérez
para que pueda ejercer en esta página –de rabiza a rabizo– el
justo derecho a réplica que, en el medio en que publica el criticón, le niegan o le publican a retazos.
SOBRE DEBATES LITERARIOS Y CULTURALES DE NUESTROS DIAS
Odalís G. Pérez
Un
debate literario y cultural debe tener un perfil crítico, teórico y
educativo, instruido también por una memoria cultural en movimiento,
constituida por un trabajo ligado a la formación de un sujeto social
que participe de esa experiencia, así como de un campo expandido de
realidades, prácticas ideológicas, discursivas y contextualizadas.
El elemento que se propone como debate se convierte en una cardinal
de aclaración, justificación y motivación, teórico-crítica
tendente a elucidar los términos, visiones y puntos del debate.
Pero
en el caso de la obra de Aída Trujillo, en la cual ha salido a
colación el género denominado novela en relación a los conocidos
“Premios nacionales de literatura y música” que, como sabemos,
ha producido objeciones, oposiciones, disensiones, a propósito de
las decisiones del jurado responsable de premiación (2008) en el
renglón ya mencionado, el universo de discusión no ha rebasado la
línea del bizantinismo que se quiere imponer como defensa y en sus
objetivos no ha cumplido más que con su ya conocida penuria
epistemológica y dislates definicionales.
La
concepción que se tiene de una problemática literaria en el país
ha sido atravesada por un desconocimiento de generalidades y
especificidades al momento de evaluar un producto literario o verbal.
Tanto los “atacantes” como los “atacados”, los “criticones”
como los “creadores”, padecen del mismo mal: la ceguera, la
precariedad teórica y filosófica.
Un
recurso literario es, muchas veces, un cuerpo marcado por una
ideología dominante. Sus bases constituyen un uso, un pretexto, un
obstáculo, una justificación para discriminar, eliminar, favorecer,
obligar, motivar y desmotivar, como parte de una concepción de poder
vigente en un momento sociocultural determinado, pero además como
línea estratégica de influencia, clientelismo y política de una
determinada cardinal de interpretación.
En
los últimos debates literarios, los llamados críticos y
“contrincantes” se desgastan en explicar nociones a todas luces
insuficientes, falsificas en su pretendida explicación, manipuladas
en sus contextos de uso y singularidad. Las falacias, equívocos
conceptuales, deformaciones nocionales y telarañas epistémicas, se
particularizan en la opacidad cognoscitiva, en el embrollo
definicional y sobre todo en un pésimo y desnivelado registro de
escritura y análisis.
En
efecto, se quiere hablar a nombre de una razón no razonable, de una
doctrina pseudoacadémica y de un “catecismo doctrinario” al
explicar fenómenos que se resisten a ser clasificados por un crítico
desprestigiado debido a su concepción monovocálica, monológica y
unidireccional. Se quiere aclarar la función, escritura y
particularidad de un género que, como la novela, el ensayo, la
poesía, la novela, sugieren variantes, estilemas ideológicos,
textemas, usos enunciativos complementarios y narrativos.
Lo
que encierra un debate como el actual escapa a la literatura misma.
Tras conformarse una impresión que involucra la personalidad
traumática del “crítico”, percibimos una información borrosa,
anómala, inconsistente, que nada tiene que ver con estudios
literarios, teoría crítica, textología, ciencia de la literatura,
etc.
Pero
aún más, la misma ideología de la representación que surge en el
“debate” pierde poco a poco su trazado cuando el espacio de
conocimiento y productividad denominado literatura se convierte en
una “querella” de analistas teóricamente armados y afectados por
alguna tendencia, estereotipo ideológico o dirección de la historia
o la crítica literaria de nuestros días.
Ciertamente,
nos preguntamos ¿para qué sirve la crítica literaria? ¿Cómo debe
orientarse un debate literario donde el lector quiere saber, obtener
informaciones veraces sobre una determinada problemática, teórica o
creacional? ¿Debe poseer el participante un estatuto epistemológico
objetivo o subjetivo?
Se
trata de una conjunción axiológica. En el momento en que el debate
se convierte en provocación, tergiversación conceptual, trampa
nocional y degeneración tendenciosa, ocurre lo que hasta ahora está
sucediendo: un columnista del suplemento “Areíto” ha quedado
solo, repitiendo lo mismo ad
nauseam,
impartiendo malas lecciones de lo que debe ser el análisis
propiamente literario, corrigiendo sintaxis y él mismo cometiendo
errores elementales de expresión; acusando a críticos y estudiosos
que no están necesariamente activos en ese debate debido a la poca
garantía de publicación de sus respuestas al “columnista” del
suplemento “Areíto”, que en su condición de colaborador fijo
puede asediar a cualquiera que disienta de sus ya conocidos y
recalentados “juicios literarios”.
Así
pues, la práctica más notoria del columnista es la clasificatoria,
legisladora, autoritaria, desfundamentada, desatinada y desajustada
que conocemos debido a su constante presencia en ese suplemento.
Las
pruebas están en lo publicado en los últimos dos años de “Areíto”:
los lectores han sido prácticamente arropados, invadidos, obligados
a tragarse la enorme masa textual repetitiva, doctrinaria,
malediciente de un “juez”, de un informador que dice conocer
“todas las teorías literarias al dedillo” y que ha llegado a la
“genial” conclusión de que la aportada por él es la que
“resuelve” el problema de la literatura, la lengua, el ritmo, el
Estado, el poder… y todo tipo de problemática sobre el lenguaje,
la literatura y la “metafísica del signo”.
Bajo un perfil intelectual insostenible por lo repetidor y vocinglero resulta ingrato entrar a un debate donde el juez ya ha construido una “casa” de dos plantas en un suplemento, y que además posee una “tribuna” cuya función debe ser acogedora de ideas diversas sobre un fenómeno cultural o literario. Insistimos que cuando se critica un producto premiado -sea este novela, ensayo, poesía u otro- que ha conmovido, molestado o exaltado a cierta comunidad política interesada, prejuiciada o provocada por un autor, dicha crítica debe instruir y no mentir o ensañarse con el escritor, la editorial o los pensadores que no están involucrados en los resultados de una premiación que, por demás, reproduce la ideología, el sistema cultural dominante.
Ahora bien, la posición de una “querella” de modernos pide información y tratamiento crítico de la misma, sin que ésta deba sugerir o tener como base una teoría del lenguaje, una teoría del ritmo o una teoría del poder, para luego transformar la vida, la literatura y el sujeto. Todas estas “pantomimas” ideológicas y pseudocríticas no producen más que hilaridad a los especialistas. Sin embargo, a los estudiosos, comparatistas, teóricos e historiadores de la producción textual y de las ideas literarias les producen agrura, rechazo, resistencia, máxime si se les quiere imponer ideas desfundamentadas y sin respaldo heurístico o metodológico en el que un pequeño y senil “patrocinador” y poseedor de una “tribuna” en un suplemento cultural sacraliza a un maestro (recientemente fallecido), al que ha saqueado, tergiversado, repetido y endeudado, por mor de su autoridad, en un espacio donde el alumno también le ha indispuesto, falsificado, agrietado, “vendido” como horizonte de expectativas, y finalmente, endiosado como solución a todos los problemas literarios, filosóficos y culturales de nuestra tradición.
Bajo un perfil intelectual insostenible por lo repetidor y vocinglero resulta ingrato entrar a un debate donde el juez ya ha construido una “casa” de dos plantas en un suplemento, y que además posee una “tribuna” cuya función debe ser acogedora de ideas diversas sobre un fenómeno cultural o literario. Insistimos que cuando se critica un producto premiado -sea este novela, ensayo, poesía u otro- que ha conmovido, molestado o exaltado a cierta comunidad política interesada, prejuiciada o provocada por un autor, dicha crítica debe instruir y no mentir o ensañarse con el escritor, la editorial o los pensadores que no están involucrados en los resultados de una premiación que, por demás, reproduce la ideología, el sistema cultural dominante.
Ahora bien, la posición de una “querella” de modernos pide información y tratamiento crítico de la misma, sin que ésta deba sugerir o tener como base una teoría del lenguaje, una teoría del ritmo o una teoría del poder, para luego transformar la vida, la literatura y el sujeto. Todas estas “pantomimas” ideológicas y pseudocríticas no producen más que hilaridad a los especialistas. Sin embargo, a los estudiosos, comparatistas, teóricos e historiadores de la producción textual y de las ideas literarias les producen agrura, rechazo, resistencia, máxime si se les quiere imponer ideas desfundamentadas y sin respaldo heurístico o metodológico en el que un pequeño y senil “patrocinador” y poseedor de una “tribuna” en un suplemento cultural sacraliza a un maestro (recientemente fallecido), al que ha saqueado, tergiversado, repetido y endeudado, por mor de su autoridad, en un espacio donde el alumno también le ha indispuesto, falsificado, agrietado, “vendido” como horizonte de expectativas, y finalmente, endiosado como solución a todos los problemas literarios, filosóficos y culturales de nuestra tradición.
¿Crítica
radical? ¿Valoración real? ¿Debate o resentimiento social? La
historia de los errores institucionales y jurisdiccionales ha
constituido la tragedia y la paradoja de nuestra cultura. (Odalís
G. Pérez).
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