sábado, 3 de junio de 2017

EL 501


Pedro conde Sturla
        
         A Zaglul lo recuerdo a veces, muchas veces, asociado a la cátedra universitaria, a numerosas charlas y sobre todo a un cinefórum, allá por los años sesenta.

         El cinefórum tuvo lugar en la flamante sala del Rialto con motivo del estreno de Pasiones secretas, una película sobre la vida de Sigmund Freud que tenía por protagonista a un personaje freudiano: Montgomery Clift.
         La organización del evento, que transcurrió por cierto a casa llena, estuvo a cargo de Armando Almánzar, el futuro dinosaurio, y contó con la participación entusiasta de Zaglul. Me refiero inequívocamente a Antonio Zaglul, cariñosamente Toñito, el siquiatra y el humanista. Recuerdo que dio una conferencia muy amena sobre la vida y obra del fundador del sicoanálisis.
         Esa noche se asistía, en rigor, a un doble estreno: Zaglul estrenaba una esposa jovencita que, por  razones de galanura, llamaba la atención (y la envidia) de todos, casi todos.
         Zaglul era conocido y reconocido por su práctica profesional y sus cátedras en la universidad estatal –la única en ese tiempo- y sobre todo por su vehemencia. Era un vehemente freudiano y un vehemente fumador. Una caricatura de un periódico estudiantil de la Facultad de Medicina recrea su figura en chacabana, dictando clases, fumando. En cada uno de los cuatro bolsillos se transparenta un paquete de cigarrillos de marca diferente. Al pie de la caricatura aparece un diagnóstico certero: “Complejo siconicotínico”. El hombre, en efecto, fumaba como un turco.
         Zaglul era un personaje que inspiraba simpatía, cariño, admiración, respeto. Era un tipo afable, sencillo, que se burlaba de las formalidades y se burlaba incluso del destino. Una vez le diagnosticaron un cáncer y le dieron seis meses de vida, pero vivió diez o doce años más y murió de viejo y no de cáncer.
         Las cátedras de Zaglul eran amenas, chispeantes, hasta el punto de concitar el interés de estudiantes de otras disciplinas. Yo asistía frecuentemente con compañeros de química, ingeniería, derecho, y de vez en cuando también nos colábamos en el aula donde impartía clase de anatomía el doctor Mairení Cabral o en la de Fermín Pérez Plácido.
         Mairení era un virtuoso del diseño anatómico, amén de brillante expositor, y cuando hablaba, por ejemplo, de los pulmones, iba dibujando los pulmones con ambas manos y tizas de diferentes colores.
         Pérez Plácido impartía clases de embriología. De sus manos brotaba en la pizarra el embrión que se iba convirtiendo como por encanto en feto, el niño casi formado, el niño casi naciendo.
         Al final, lo que quedaba sobre la pizarra se nos antojaba una obra de arte que era un crimen borrar.
         Era otra época, la época de las grandes ilusiones, surgidas tras el descabezamiento de la tiranía trujillista. En esa época la droga de la juventud era la rebeldía y los dirigentes estudiantiles se llamaban Asdrúbal Domínguez y se llamaban Amin Abel Hasbún. Parte de esa juventud sudaba por igual la fiebre del marxismo y la fiebre del sicoanálisis y todo lo que oliera a irreverente y libertario.
         De esta suerte, Zaglul se convirtió en un referente obligatorio, con el cual compartíamos los sueños de redención posibles, que luego se tornaron imposibles. Lo seguíamos a través de sus artículos en la prensa. De hecho, nadie se perdía entonces su página dominical en El Nacional de ¡Ahora! Era una página de divulgación en la que se reveló como un activista de la cultura, sin más ambición que abrazarse a sus congéneres. De vez en cuando provocaba un avispero monumental con sus tesis populares sobre la dominicanidad, como  la del “complejo del gancho”, que fue una de las más celebradas y comentadas.
         “Sólo Toñito Zaglul –dice Andrés L, Mateo en un artículo de antología– se zambulló en las procelosas aguas de la dominicanidad. Mientras las ideologías simplificaban al máximo las contradicciones surgidas en la historia en movimiento de un país que recién estrenaba la libertad, él nos pensaba, y tejía sus parábolas de fuego, cincelaba los rasgos distintivos de nuestro ser, como una mismidad problematizada por su particular aventura espiritual”. [1]
A raíz de la publicación y el éxito del libro Mis 500 locos, memorias del director de un manicomio (1966), sus lectores comenzaron a llamarle –un poco en serio y en broma- El 501. A esto se refiere Zaglul en una nota de la tercera edición:

“Mis 500 locos tuvo la suerte de prender conciencia en los dominicanos acerca del problema de las enfermedades men­tales.
El 501 es ya un símbolo.
Ese uno mas comenzó como un chiste; podría ser alguien, pero, ¿quien era ese alguien? ¿EI autor de la obra?, ¿todos los psiquiatras?, ¿algún amigo? ¿o tal vez yo mismo, se diría el lector?
Lo que comenzó siendo un chiste se fue convirtiendo en un simbolismo.
Las personas que se ríen del enfermo mental tienen. un profundo temor a enloquecer. El mismo lector de mi obra es quien crea el 501. Ese puedo ser yo, dice para sus adentros y le suma uno más al 500.
La locura y la muerte destruyen el yo y el solo pensamiento de que nos pueda suceder genera angustia. Ante la idea de la muerte hay un horrible miedo; frente a un loco hay risas, pero detrás se esconde un temor tan grande como al de la muerte misma.
Nadie quiere ser el 501, tal vez ese ha sido el éxito de Mis 500 locos.

Noviembre de 1972”.

En relación a este particular dice Andrés L. Mateo en su mencionado artículo:

“Yo creo que durante muchos años hemos leído este libro sin profundizar adecuada­mente en su estructura narrativa. Mis 500 locos es la narración alucinada de una esta­ción de la vida de este país, en la que la ra­zón como instrumental se quiebra, y sobre­viene el absurdo de una situación en la que la Nación toda es un gigantesco manicomio. La realidad del manicomio es una metáfora perfecta, que se desplaza en todo lo que To­ñito Zaglul va contando, como un abanico de acontecimientos que pueblan la vida de encierro de los locos, pero que salta hacia fuera de las paredes del manicomio y elabo­ra la conciencia necesaria de una condena, haciendo surgir de la propia desdicha la evi­dencia de que el régimen trujillista era la barbarie del instinto sobredeterminándolo todo.”

pcs,jueves, 07 de agosto de 2008

LOS 500 LOCOS DE ANTONIO ZAGLUL
Pedro conde Sturla

En los 42 capítulos de “Mis 500 locos”, lúgubremente subtitulado “Memorias del director de un manicomio”, Zaglul describe su lucha por dignificar la condición de los pacientes del manicomio de Nigua, situado para colmo de males en las inmediaciones del leprocomio de Nigua, hasta su posterior traslado al kilómetro 28 de la autopista Duarte, junto al hospital de tuberculosos.
La gran influencia que ejerció este libro en los años sesenta y setenta se explica por varias razones. Zaglul, en primer lugar, logró promover, fomentar como fenómeno de masa el interés de los profanos por  la siquiatría, y capturar de paso como discípulos a otros que hoy son profesionales de prestigio en el área. Zaglul descorrió, ante los ojos atónitos de una generación, las compuertas del submundo de la locura y el espectáculo nos sacudió provocando reacciones encontradas. Pero nadie fue indiferente a ese libro que reviste además notable valor documental y literario. De ahí su importancia.
Andrés L. Mateo, en su artículo “Mis 500 locos como novela”, reseña la obra con inapreciable lucidez:
“El libro comienza con la llegada del Director, quien como Dante en EI infierno, se dispone a descender al centro mismo del suplicio más temido por el hombre y la mujer. El pequeño capítulo de ‘La llegada’ es, sin embargo, antológico. Luego de una descripción que por momentos se detiene en los detalles, el ‘menordomo’ le entrega al flamante director el informe más preciado del hospital:
‘-Señor Director- le dice- aquí esta el censo de la mañana de hoy: Reporta 500 locos.’
De esas quinientas vidas el autor nos relatará vicisitudes que tipifican sus martirologios personales, escogiendo algunas de ellas; pero la idealidad de un mundo atravesado por la locura será solo un pretexto para juzgar a la sociedad en su conjunto. En realidad, desde el principio, son los ‘cuerdos’ los que preocupan al personaje director:
‘Desde los primeros momentos de mi llegada -dice en el segundo capitulo- comprendí que mi gran problema no iban a ser mis quinientos locos, sino mis veinte loqueros’.
¿No era acaso el país millones de locos maniatados por un loquero, o un loco oprimiendo a millones de cuerdos?
Ninguna de las numerosas historias que se entrecruzan en esta novela tendría sentido, si no se las arroja contra el telón de fondo de la historia inmediata. Los enfermeros con sus macanas son la expresión de la mano férrea que gobernaba el país. La trementina, el clerén y el bongó, más que esa expresión sintética de la personalidad atormentada de Julito González Herrera, era la apertura siniestra al totalitarismo que el mismo intelectual enloquecido había ayudado a construir. La aventura de los mellizos que se encuentran es el habla en imágenes de exilio del espíritu que el poder absoluto propicia. Y así las narraciones del venezolano, la de Pablito Mirabal, del loco que apostó al suicidio, la del día que los locos callaron, etcétera. Todo lo que se acopia en este texto de manera dispersa se unifica en el sentido de una historia ficcional, que tiene como hipermetáfora a Trujillo (super yo que flota como causal en todas las historias), y se hace novela”.
En “Mis 500 locos” hay capítulos trágicos y tragicómicos, contrapunteados por otros definitivamente hilarantes. La narración, pues, es a ratos sombría, a ratos académica y a ratos humorística, y se sostiene siempre en un marcado sentimiento de simpatía, en la compasión  que inspira al autor el destino trágico de esos seres desprovistos de juicio y de fortuna en medio de la tiranía de Trujillo. Zaglul se empleó a fondo, sin duda, dejando en su testimonio vital, en sus relatos y retratos jirones de humanidad. El muestrario incluye joyas narrativas como la que se ofrece a continuación y otras que reservo para una próxima entrega.

EL DÍA QUE TODOS LOS LOCOS CALLARON
Un día, al llegar al Sanatorio, encontré al Padre Wheaton esperándome desde hacía largo rato. Pensé que sería para indagar que nos hacia falta, pero era por otra cosa. Una masa coral de una Universidad norteamericana, vendría al país a dar conciertos. EI Padre era el encargado de hacer el itinerario, y había incluido el Manicomio. Traté de persuadirlo, Le expliqué que talvez a los enfermos no les gustaría la música sacra, ya que eran pacientes en su mayoría de origen campesino y clase por debajo de la media, sin preparación cultural, que ni siquiera aceptarían la música popular norteamericana. En fin, luché durante media hora por convencerlo, con el propósito de no ofrecer el concierto, pero no pude disuadirlo. El concierto se daría en el Manicomio, bajo protesta de la Dirección, pero se daría.
Me pasé varias noches sin dormir, esperando el dichoso día. ¿Cómo reaccionarían los locos con esa música? Pensé encerrar a los revoltosos, a los logorreicos, a los autistas. Cuando terminé la selección, sólo quedaban menos de veinte, y el personal. Con un coraje contagiado del Padre Wheaton, le informé al Mayordomo que todos los enfermos asistirían al acto del día siguiente. Éste me miró con cara de sorpresa, y antes de que comenzara a protestar, le reafirmé:
- Y también saca a ALC.
Esa mañana llegué muy temprano al establecimiento. A algunos enfermos que tenían ropas, se les entregó para que la usaran en lugar del "mono" que era el uniforme. Pacientes a quienes desde hacía varios años había visto con traje manicomial, se veían ridículos con su ropa de calle, y ellos también se sentían mortificados, y me lo manifestaron. Dirigí, como si fuera un General, una batalla. El personal se entremezcló con los enfermos; grupos sentados en el suelo, otros en bancos y un tercer grupo de pies. ALC también estaba allí, con cara sorprendida, y con su camisa de fuerzas, sentado en una silla especial. Bienvenido, la maestra, la maeña, todos estaban esperando el momento especial. La orden era terminante: el primero que tratase de interrumpir, sería expulsado inmediatamente.
Ya comenzaban a sudarme las manos y a sentir ansiedad, cuando llegaron los músicos con el Padre Wheaton a la cabeza.
Comenzó el concierto. Durante dos horas que parecieron minutos, voces armoniosas y bien acopladas hicieron callar a mis quinientos locos. Fue un espectáculo impresionante. Un silencio sepulcral reinaba en el ambiente, y los enfermos parecían animados por una misma corriente de elevación espiritual.
Durante mucho tiempo después, mis locos me preguntaban:
-Doctor, ¿cuándo volverán los rubitos que cantan?

pcs, jueves, 21 de agosto de 2008

EL LINIERO QUE LO SABÍA TODO
Pedro Conde Sturla

“Este libro –aclara Antonio Zaglul en la Motivación o introducción de “Mis 500 locos- quiere despertar la caridad hacia el enfermo. No una caridad para pordiosero; no la caridad como sublimación de sentimientos de culpabilidad, sino la comprensión hacia la ilógica del enfermo, a lo psicológicamente incomprensible del delirante, lo que se necesita”.
 “Mis 500 locos” es la obra de un ser humano excepcional que vivía aquejado de bondad y amor al prójimo, y su fina sensibilidad se pone de manifiesto en la descripción de personajes atrapados “En el mundo de la tristeza y la alegría anormal, en la descripción de “El loco que nunca reía”, de “Plinio”, de “El corredor”, del “Más ladrón que loco”, de “Antonio, el necrofílico”, del ganador de “Una apuesta macabra”.
Se manifiesta por igual esa sensibilidad en el homenaje de agradecimiento que rinde al  padre Wheathon, a quien pinta como un filántropo, un cristiano auténtico que en realidad es un alma gemela.
“Mis 500 locos” es un mosaico, un gran fresco, un  muestrario de varia y doliente humanidad, compuesto por criaturas afables y siniestras, sicópatas, neuróticos, esquizofrénicos, abogados,  políticos y hasta guerrilleros como el cubano Pablito Mirabal, que era apenas un adolescente, uno de los pocos sobrevivientes de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.
 Algunos de los personajes son seres rebosantes de ingenio, en los cuales Zaglul descubre a veces habilidades y conocimientos insospechados. Tal es el caso del campesino que da origen a la narración, “El liniero que lo sabía todo”, un relato con chispa, lleno de vida, de increíble calidad humana, que aquí se reproduce parcialmente:


Había nacido en la Línea Noroeste de la República, y se había criado a todo lo largo de la frontera con Haití. Su padre era militar y continuamente era trasladado de un puesto a otro. Había hecho de todo en la tierra; la había trabajado a gusto y, aunque analfabeto, tenía gran senti­do de lo telúrico.
Cuando se independizó del padre, cargó con una prosti­tuta y se marchó a terrenos comuneros en los alrededores de Villa Altagracia. Tenía conucos, crianza de aves y cer­dos. Procreó varios hijos con la mujer, y la vida se desenvolvía para él como la de cualquier agricultor de nuestro país.
Honrado a carta cabal, trabajador de sol a sol, vivió feliz hasta cuando el Tirano decidió convertir a la Repú­blica en un inmenso cañaveral. Entonces fue desalojado de su predio, tuvo que vender sus animales a cualquier precio y se convirtió, de próspero agricultor, en un simple cortador de caña. Sus ingresos mermaron considerable­mente y la mujer lo abandonó, dejándole los tres hijos. Así se convierte en padre y madre de sus hijos; el trabajo se duplica; le pagan mal; llegan tardíamente los pagos y en alguna ocasión lo engañan; aprovechan su analfabetis­mo y su poco conocimiento de aritmética para engañarlo. Trabaja hasta de noche y se desenvuelve económicamente con los ahorros de las ventas de sus animales.
Cuando advierte que no tiene un sólo centavo, y en cam­bio varios meses de trabajo sin pagar, comienza a sentir alucinaciones. Es la voz de su mujer que lo insulta; son las voces de sus padres que lo recriminan.
Una tarde se imagina dueño de todas las plantaciones de caña de azúcar que existen en la región. Ordena tra­bajos, organiza cuadrillas de hombres que laboran a sus órdenes; se limpian los cañaverales, se hacen carriles pa­ra las carretas, trabajan cientos de hombres a su cargo, hasta que llegan los superiores. Es enviado al Cuartel de la Policía Nacional y posteriormente al Manicomio.
Se le inicia un tratamiento de electrochoques y mejora rápidamente.
Los pacientes esquizofrénicos presentan una característica. Es lo que llamamos los psiquiatras respuesta de lado o pararespuesta. Al paciente se le pregunta su nombre y responde con el día de su nacimiento; si se le indaga por el día de su nacimiento, ofrece su nombre.
Con El Liniero, las respuestas de lado eran abundantes.
Cuando le preguntamos su nombre, nos dijo:
-El gran problema de este país esta en la tierra mal repartida.
Cuando le preguntamos dónde nació, nos dijo:
-Este año habrá hambre en nuestra tierra, porque están muy florecidos los mangos y los aguacates.
Las alucinaciones auditivas persisten y se continúa el tratamiento. EI Liniero se pasa la mayor parte del tiem­po leyendo revistas y libros religiosos, pero no sabe leer, y hace alardes de cultura sin tenerla. Al menos, en lo que respecta a la lectura.
Pero en  relacionado con la tierra y sus problemas, lo sabe todo. Alguién habla de abejas, y El Liniero sabe de abejas, también. Tiene una teoría, que anda cerca de la verdad: "Los Linieros son fuertes porque son los únicos campesinos del país que comen carne, aunque sea de chi­vos; el resto come pajas".
-Paja, para él, son los tubérculos: la yuca, la batata, etc. "El plátano es pasable si esta maduro, -dice-, y las le­gumbres son buenas también. Un individuo que coma car­ne y miel de abejas, debe ser fuerte".
Así se expresaba El Liniero. Cuando hablábamos de co­mida, era prolijo y sincero. Cuando se conversaba de tie­rras, entonces se convertía en un huraño; tenía temor y hablaba en parábolas:
-Doctor, el gato con sus patas hace caricias, pero cuando se enfada, hiere con ellas.          ,
Pasado algún tiempo, El Liniero inició su crianza de animales: cerdos, chivos, gallinas, patos, etc. La mortali­dad era reducida. El tenía conocimientos rudimentarios de terapéutica veterinaria y sabía aplicarla a tiempo.
En una oportunidad consiguió unas gallinas ponedoras, importadas. Estas aves son empolladas en incubadoras desde muchas generaciones, y han perdido en parte su ins­tinto de procreación, ya que después de pocos días aban­donan los huevos.
Le hicimos esa advertencia al Liniero, y por toda respuesta nos hizo una mueca de desdén.
Algún tiempo después El Liniero me invito a ir a su ga­llinero, donde una gallina blanca calentaba una veintena de pollitos. Cuando le preguntamos cómo había logrado ese prodigio, nos explicó que había puesto a otro enfermo días y noches a sostener agarrada a la gallina en el nido, a fin de evitar que lo abandonara.
Si no estoy equivocado, creo que dura veintiún días el tiempo que tarda la gallina en empollar sus huevos. Pues, veintiún días, tanto El Liniero como su otro compañero, permanecieron turnándose en el nido para probarme que todo se puede conseguir perseverando.
…………………………


La vida de Antonio Zaglul, el inolvidable 501, fue en gran medida lo mismo que describe en este y otros relatos de su obra, un ejercicio continuo de simpatía, de entendimiento, de solidaridad, de caridad, de compasión. Esa compasión, como dice Shakespeare en "El Mercader de Venecia", que “Es dos veces bendita; bendice a quien la otorga y a quien la recibe".


pcs, jueves, 28 de agosto de 2008


LA ANTESALA DEL INFIERNO
Pedro Conde Sturla
        
         En uno de los primeros capítulos de Mis 500 locos, Antonio Zaglul recuerda “el título de una obra de un famoso periodista alcohólico de nuestro país, publicada después de haber estado en el manicomio”, el “manicomio modelo” Padre Billini.
Se trata de Trementina, clerén y bongó, la novela que recoge el fruto de las vivencias de Julio González Herrera en ese  establecimiento siquiátrico, aunque no en términos estrictamente autobiográficos como podría pensarse. Fue su primera novela y a la vez su obra capital, la obra de un hombre que nunca estuvo perfectamente loco ni, quizás, lo contrario en esa fase de su vida, y que más bien se mantuvo bordeando la locura, buscándola o por lo menos desafiándola.
Trementina, clerén y bongó se presta a diferentes niveles de interpretación o lectura. En general presenta un drama de tipo documental, neorrealista, al estilo del cine italiano de la segunda posguerra, o sea, casi de la misma época en que se escribió la novela. Drama tragicómico sobre los abismos de la locura y el horror y la preocupación por la locura que vive en cada uno de nosotros. Velada alegoría del poder y los abusos del poder, alegato contra el maltrato de la inocencia y contra el mal que proviene de la ignorancia. Espejo de podredumbre y miserias humanas.
En un capítulo de antología, el tercero, tratando de ver en sí mismo, uno de los internos medita sobre la delgada “línea que separa la cordura de la locura”. Su propia lucidez no lo engaña, más bien lo induce a sospechas:
“En cuanto a su locura, aparente o real, se sentía ya casi bien. Creía, por lo menos, estar mejor que todos los que se alojaban en aquel pabellón. Él comparaba mentalmente su actitud con la de sus compañeros y se sentía cuerdo en relación con ellos. Pero lo malo, lo terrible era que nadie se consideraba allí loco y sin embargo todos lo estaban. ¿No le sucedería a él lo mismo?”
Para comprobar su tesis, el interno decide hacer un “ensayo”, una especie de encuesta consistente en preguntarle a otros locos sobre el origen de su locura. El resultado confirma sus peores sospechas ya que sólo uno de los locos encuestados “acepta la idea de su propia locura”. Lamentablemente es el “llavero” Araujo, haciéndose pasar por loco para gastarle una broma a un loco.
En la descripción de los efectos de la trementina sobre los pacientes que se tornan impacientes, no hay, en cambio, espacio para bromas ni humor negro, sólo la indignación cabe, una indignación y un asombro hermanados al horror, a la impotencia, a la forma superior de la rabia que es la rabia sorda, contenida al borde de la explosión.
“La trementina ha hecho prodigios en este establecimiento. El tratamiento consiste en inyectar en cada uno de los muslos de los pacientes una dosis regular de trementina pura…Estas inyecciones paralizan completamente los miembros inferiores de los pacientes durante diez o quince días, produciendo un dolor agudo y continuado. Sirve para ‘fijar’ el enfermo. El menor movimiento hace aumentar terriblemente el dolor. El enfermo inyectado permanece sin moverse, cuatro o cinco días. A los diez días ya se mueve un poco, y puede, con gran esfuerzo, cambiar de posición en la cama. Todavía al mes camina con mucha dificultad, con las piernas rígidas y rectas, por la imposibilidad de doblar las rodillas, y arrastrando los pies. Estas inyecciones se aplican principalmente a los locos furiosos para calmarlos, pues producen un shock nervioso muy beneficioso para el paciente…”.
Como puede apreciarse, es un capítulo de atmósfera irrespirable. En los últimos párrafos se hace aún más indignante, desgarrador, literalmente insoportable a la vista. Toda la descripción cede su espacio al asco, el infinito asco. Podría acusarse de tremendismo al autor si su inventario de llagas y podredumbre no fuese un grito a la conciencia de todos:
“En la enfermería estaba Facunda, siempre delirante, a quien le había salido un tumor en una pierna y se quitaba constantemente los ungüentos y vendajes que le ponían para aplicarse saliva, orines y excrementos. Ahora tenía la pierna completamente descarnada, poblada de gusanos, y con el hueso a la vista. Estaban también, Ezequiel, con el cuerpo lleno de pústulas, cuyas costras quitaba meticulosamente para irlas comiendo como el más exquisito manjar; Pirita, tuberculosa, delgada como un hilo, con los ojos febriles; y Lino, con un ojo menos que le había arrancado Rafael Pina en un ataque de furia”.
Desgraciadamente, todas las emociones, toda la repugnancia que suscita ese texto se quedan cortas tomando en cuenta que todavía hoy, en la llamada vida real, se producen situaciones como las que en la “ficción” de la novela se detallan.
Una persona que leyó mi artículo pasado sobre Antonio Zaglul, me escribió apesadumbrada para contarme su experiencia a raíz de una reciente visita al Hospital Psiquiátrico Padre Billini, mejor conocido como "El 28". 
La visita tenía por objeto simples razones humanitarias: llevar ropas, sábanas y algo de consuelo y calor humano a los internos.
Según me informa la fuente, es necesario advertir que el reglamento de “El 28” exige que los internos permanezcan descalzos para poder distinguirlos de los visitantes. Si por alguna razón un visitante se quita y pierde los zapatos podrían dejarlo encerrado quizás para siempre, como al personaje de un cuento de García Márquez que entró a un clínica para enfermos mentales a llamar por teléfono.
De acuerdo a lo que relata esa persona, si las cárceles dominicanas son la antesala del infierno, no se sabe lo que podría decirse del manicomio. Allí los electrochoques se utilizan a diario como manera rutinaria de controlar a  los pacientes, cuando el mínimo requerido es una vez por semana.
La salubridad es inexistente. Hay pacientes sanos junto a pacientes con enfermedades contagiosas y con sida,  locos furiosos y locos mansos en un mismo amasijo.
Una señora brutalmente golpeada por su marido, fue llevada a la fuerza por él mismo, y aunque la señora clama y sigue clamando que no está loca, fue  internada  sin la más mínima evaluación.
Para peor, un canadiense que apenas logra hacerse entender, está recluido quizás por simples razones de incomunicación, dando gritos de loco en su condición de cuerdo, que debe ser desesperante. En este asunto debería tomar parte el consulado de su país.
La llamada "área de recreación" es todo lo contrario de lo que el nombre indica, una especie de potrero con la hierba hasta las rodillas.
Los pacientes comen con las manos sucias, son encerrados en pocilgas desde las cinco de la tarde, sin colchones ni sábanas ni ventilación. Hay que imaginar solamente los gritos de todos esos infelices, una vez los trancan a las cinco de la tarde, hasta el otro día. Eso debe ser otro círculo más del infierno y no la antesala.


pcs, miércoles, 13 de agosto de 2008



[1] Andrés L. Mateo, “Mis quinientos locos como una novela”, Listín Diario, (¡?)

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