Pedro conde Sturla
A Zaglul lo
recuerdo a veces, muchas veces, asociado a la cátedra universitaria, a
numerosas charlas y sobre todo a un cinefórum, allá por los años sesenta.
El
cinefórum tuvo lugar en la flamante sala del Rialto con motivo del estreno de Pasiones secretas, una película sobre la
vida de Sigmund Freud que tenía por protagonista a un personaje freudiano:
Montgomery Clift.
La
organización del evento, que transcurrió por cierto a casa llena, estuvo a
cargo de Armando Almánzar, el futuro dinosaurio, y contó con la participación
entusiasta de Zaglul. Me refiero inequívocamente a Antonio Zaglul,
cariñosamente Toñito, el siquiatra y el humanista. Recuerdo que dio una
conferencia muy amena sobre la vida y obra del fundador del sicoanálisis.
Esa noche
se asistía, en rigor, a un doble estreno: Zaglul estrenaba una esposa jovencita
que, por razones de galanura, llamaba la
atención (y la envidia) de todos, casi todos.
Zaglul era
conocido y reconocido por su práctica profesional y sus cátedras en la
universidad estatal –la única en ese tiempo- y sobre todo por su vehemencia.
Era un vehemente freudiano y un vehemente fumador. Una caricatura de un
periódico estudiantil de la Facultad
de Medicina recrea su figura en chacabana, dictando clases, fumando. En cada
uno de los cuatro bolsillos se transparenta un paquete de cigarrillos de marca
diferente. Al pie de la caricatura aparece un diagnóstico certero: “Complejo
siconicotínico”. El hombre, en efecto, fumaba como un turco.
Zaglul era
un personaje que inspiraba simpatía, cariño, admiración, respeto. Era un tipo
afable, sencillo, que se burlaba de las formalidades y se burlaba incluso del
destino. Una vez le diagnosticaron un cáncer y le dieron seis meses de vida,
pero vivió diez o doce años más y murió de viejo y no de cáncer.
Las
cátedras de Zaglul eran amenas, chispeantes, hasta el punto de concitar el
interés de estudiantes de otras disciplinas. Yo asistía frecuentemente con
compañeros de química, ingeniería, derecho, y de vez en cuando también nos
colábamos en el aula donde impartía clase de anatomía el doctor Mairení Cabral o en la de Fermín Pérez
Plácido.
Mairení era
un virtuoso del diseño anatómico, amén de brillante expositor, y cuando
hablaba, por ejemplo, de los pulmones, iba dibujando los pulmones con ambas
manos y tizas de diferentes colores.
Pérez Plácido impartía clases de
embriología. De sus manos brotaba en la pizarra el embrión que se iba
convirtiendo como por encanto en feto, el niño casi formado, el niño casi
naciendo.
Al final,
lo que quedaba sobre la pizarra se nos antojaba una obra de arte que era un
crimen borrar.
Era otra
época, la época de las grandes ilusiones, surgidas tras el descabezamiento de
la tiranía trujillista. En esa época la droga de la juventud era la rebeldía y
los dirigentes estudiantiles se llamaban Asdrúbal Domínguez y se llamaban Amin
Abel Hasbún. Parte de esa juventud sudaba por igual la fiebre del marxismo y la
fiebre del sicoanálisis y todo lo que oliera a irreverente y libertario.
De esta
suerte, Zaglul se convirtió en un referente obligatorio, con el cual
compartíamos los sueños de redención posibles, que luego se tornaron imposibles.
Lo seguíamos a través de sus artículos en la prensa. De hecho, nadie se perdía
entonces su página dominical en El
Nacional de ¡Ahora! Era una página de divulgación en la que se reveló como
un activista de la cultura, sin más ambición que abrazarse a sus congéneres. De
vez en cuando provocaba un avispero monumental con sus tesis populares sobre la
dominicanidad, como la del “complejo del
gancho”, que fue una de las más celebradas y comentadas.
“Sólo
Toñito Zaglul –dice Andrés L, Mateo en un artículo de antología– se zambulló en
las procelosas aguas de la dominicanidad. Mientras las ideologías simplificaban
al máximo las contradicciones surgidas en la historia en movimiento de un país
que recién estrenaba la libertad, él nos pensaba, y tejía sus parábolas de
fuego, cincelaba los rasgos distintivos de nuestro ser, como una mismidad
problematizada por su particular aventura espiritual”. [1]
A raíz de la publicación y el
éxito del libro Mis 500 locos, memorias
del director de un manicomio (1966), sus lectores comenzaron a llamarle –un
poco en serio y en broma- El 501.
A esto se refiere Zaglul en una nota de la tercera
edición:
“Mis 500 locos tuvo la suerte de
prender conciencia en los dominicanos acerca del problema de las enfermedades
mentales.
El 501 es ya un símbolo.
Ese uno mas comenzó como un
chiste; podría ser alguien, pero, ¿quien era ese alguien? ¿EI autor de la
obra?, ¿todos los psiquiatras?, ¿algún amigo? ¿o tal vez yo mismo, se diría el lector?
Lo que comenzó siendo un chiste
se fue convirtiendo en un simbolismo.
Las personas que se ríen del
enfermo mental tienen. un profundo temor a enloquecer. El mismo lector de mi
obra es quien crea el 501. Ese puedo ser yo, dice para sus adentros y le suma
uno más al 500.
La locura y la muerte destruyen
el yo y el solo pensamiento de que nos pueda suceder genera angustia. Ante la
idea de la muerte hay un horrible miedo; frente a un loco hay risas, pero detrás
se esconde un temor tan grande como al de la muerte misma.
Nadie quiere ser el 501, tal vez
ese ha sido el éxito de Mis 500 locos.
Noviembre de 1972” .
En relación a este particular
dice Andrés L. Mateo en su mencionado artículo:
“Yo creo que durante muchos años
hemos leído este libro sin profundizar adecuadamente en su estructura narrativa.
Mis 500 locos es la narración
alucinada de una estación de la vida de este país, en la que la razón como
instrumental se quiebra, y sobreviene el absurdo de una situación en la que la Nación toda es un
gigantesco manicomio. La realidad del manicomio es una metáfora perfecta, que
se desplaza en todo lo que Toñito Zaglul va contando, como un abanico de
acontecimientos que pueblan la vida de encierro de los locos, pero que salta
hacia fuera de las paredes del manicomio y elabora la conciencia necesaria de
una condena, haciendo surgir de la propia desdicha la evidencia de que el régimen
trujillista era la barbarie del instinto sobredeterminándolo todo.”
pcs,jueves, 07 de agosto de 2008
LOS 500 LOCOS DE ANTONIO ZAGLUL
Pedro conde Sturla
En los 42 capítulos de “Mis 500
locos”, lúgubremente subtitulado “Memorias del director de un manicomio”,
Zaglul describe su lucha por dignificar la condición de los pacientes del
manicomio de Nigua, situado para colmo de males en las inmediaciones del
leprocomio de Nigua, hasta su posterior traslado al kilómetro 28 de la
autopista Duarte, junto al hospital de tuberculosos.
La gran influencia que ejerció este
libro en los años sesenta y setenta se explica por varias razones. Zaglul, en
primer lugar, logró promover, fomentar como fenómeno de masa el interés de los
profanos por la siquiatría, y capturar
de paso como discípulos a otros que hoy son profesionales de prestigio en el
área. Zaglul descorrió, ante los ojos atónitos de una generación, las
compuertas del submundo de la locura y el espectáculo nos sacudió provocando reacciones
encontradas. Pero nadie fue indiferente a ese libro que reviste además notable
valor documental y literario. De ahí su importancia.
Andrés L. Mateo, en su artículo
“Mis 500 locos como novela”, reseña la obra con inapreciable lucidez:
“El libro comienza con la llegada
del Director, quien como Dante en EI infierno, se dispone a descender al centro
mismo del suplicio más temido por el hombre y la mujer. El pequeño capítulo de
‘La llegada’ es, sin embargo, antológico. Luego de una descripción que por momentos
se detiene en los detalles, el ‘menordomo’ le entrega al flamante director el
informe más preciado del hospital:
‘-Señor Director- le dice- aquí
esta el censo de la mañana de hoy: Reporta 500 locos.’
De esas quinientas vidas el autor
nos relatará vicisitudes que tipifican sus martirologios personales, escogiendo
algunas de ellas; pero la idealidad de un mundo atravesado por la locura será
solo un pretexto para juzgar a la sociedad en su conjunto. En realidad, desde el
principio, son los ‘cuerdos’ los que preocupan al personaje director:
‘Desde los primeros momentos de
mi llegada -dice en el segundo capitulo- comprendí que mi gran problema no iban
a ser mis quinientos locos, sino mis veinte loqueros’.
¿No era acaso el país millones de
locos maniatados por un loquero, o un loco oprimiendo a millones de cuerdos?
Ninguna de las numerosas
historias que se entrecruzan en esta novela tendría sentido, si no se las
arroja contra el telón de fondo de la historia inmediata. Los enfermeros con
sus macanas son la expresión de la mano férrea que gobernaba el país. La
trementina, el clerén y el bongó, más que esa expresión sintética de la personalidad
atormentada de Julito González Herrera, era la apertura siniestra al totalitarismo
que el mismo intelectual enloquecido había ayudado a construir. La aventura de
los mellizos que se encuentran es el habla en imágenes de exilio del espíritu
que el poder absoluto propicia. Y así las narraciones del venezolano, la de
Pablito Mirabal, del loco que apostó al suicidio, la del día que los locos
callaron, etcétera. Todo lo que se acopia en este texto de manera dispersa se
unifica en el sentido de una historia ficcional, que tiene como hipermetáfora a
Trujillo (super yo que flota como causal en todas las historias), y se hace
novela”.
En “Mis 500 locos” hay capítulos
trágicos y tragicómicos, contrapunteados por otros definitivamente hilarantes. La
narración, pues, es a ratos sombría, a ratos académica y a ratos humorística, y
se sostiene siempre en un marcado sentimiento de simpatía, en la compasión que inspira al autor el destino trágico de
esos seres desprovistos de juicio y de fortuna en medio de la tiranía de
Trujillo. Zaglul se empleó a fondo, sin duda, dejando en su testimonio vital,
en sus relatos y retratos jirones de humanidad. El muestrario incluye joyas
narrativas como la que se ofrece a continuación y otras que reservo para una
próxima entrega.
EL DÍA QUE TODOS LOS LOCOS CALLARON
Un día, al llegar al Sanatorio, encontré
al Padre Wheaton esperándome desde hacía largo rato. Pensé que sería para
indagar que nos hacia falta, pero era por otra cosa. Una masa coral de una Universidad
norteamericana, vendría al país a dar conciertos. EI Padre era el encargado de
hacer el itinerario, y había incluido el Manicomio. Traté de persuadirlo, Le
expliqué que talvez a los enfermos no les gustaría la música sacra, ya que eran
pacientes en su mayoría de origen campesino y clase por debajo de la media, sin
preparación cultural, que ni siquiera aceptarían la música popular
norteamericana. En fin, luché durante media hora por convencerlo, con el
propósito de no ofrecer el concierto, pero no pude disuadirlo. El concierto se daría
en el Manicomio, bajo protesta de la Dirección , pero se daría.
Me pasé varias noches sin dormir,
esperando el dichoso día. ¿Cómo reaccionarían los locos con esa música? Pensé
encerrar a los revoltosos, a los logorreicos, a los autistas. Cuando terminé la
selección, sólo quedaban menos de veinte, y el personal. Con un coraje
contagiado del Padre Wheaton, le informé al Mayordomo que todos los enfermos asistirían
al acto del día siguiente. Éste me miró con cara de sorpresa, y antes de que
comenzara a protestar, le reafirmé:
- Y también saca a ALC.
Esa mañana llegué muy temprano al
establecimiento. A algunos enfermos que tenían ropas, se les entregó para que la
usaran en lugar del "mono" que era el uniforme. Pacientes a quienes
desde hacía varios años había visto con traje manicomial, se veían ridículos
con su ropa de calle, y ellos también se sentían mortificados, y me lo
manifestaron. Dirigí, como si fuera un General, una batalla. El personal se
entremezcló con los enfermos; grupos sentados en el suelo, otros en bancos y un
tercer grupo de pies. ALC también estaba allí, con cara sorprendida, y con su
camisa de fuerzas, sentado en una silla especial. Bienvenido, la maestra, la
maeña, todos estaban esperando el momento especial. La orden era terminante: el
primero que tratase de interrumpir, sería expulsado inmediatamente.
Ya comenzaban a sudarme las manos
y a sentir ansiedad, cuando llegaron los músicos con el Padre Wheaton a la
cabeza.
Comenzó el concierto. Durante dos
horas que parecieron minutos, voces armoniosas y bien acopladas hicieron callar
a mis quinientos locos. Fue un espectáculo impresionante. Un silencio sepulcral
reinaba en el ambiente, y los enfermos parecían animados por una misma
corriente de elevación espiritual.
Durante mucho tiempo después, mis
locos me preguntaban:
-Doctor, ¿cuándo volverán los
rubitos que cantan?
pcs, jueves, 21 de agosto de 2008
EL LINIERO QUE LO SABÍA TODO
Pedro Conde Sturla
“Este libro –aclara Antonio
Zaglul en la Motivación
o introducción de “Mis 500 locos- quiere despertar la caridad hacia el enfermo.
No una caridad para pordiosero; no la caridad como sublimación de sentimientos
de culpabilidad, sino la comprensión hacia la ilógica del enfermo, a lo
psicológicamente incomprensible del delirante, lo que se necesita”.
“Mis 500 locos” es la obra de un ser humano
excepcional que vivía aquejado de bondad y amor al prójimo, y su fina
sensibilidad se pone de manifiesto en la descripción de personajes atrapados
“En el mundo de la tristeza y la alegría anormal, en la descripción de “El loco
que nunca reía”, de “Plinio”, de “El corredor”, del “Más ladrón que loco”, de
“Antonio, el necrofílico”, del ganador de “Una apuesta macabra”.
Se manifiesta por igual esa
sensibilidad en el homenaje de agradecimiento que rinde al padre Wheathon, a quien pinta como un
filántropo, un cristiano auténtico que en realidad es un alma gemela.
“Mis 500 locos” es un mosaico, un
gran fresco, un muestrario de varia y
doliente humanidad, compuesto por criaturas afables y siniestras, sicópatas,
neuróticos, esquizofrénicos, abogados, políticos
y hasta guerrilleros como el cubano Pablito Mirabal, que era apenas un
adolescente, uno de los pocos sobrevivientes de la repatriación armada del 14
de junio de 1959.
Algunos de los personajes son seres rebosantes
de ingenio, en los cuales Zaglul descubre a veces habilidades y conocimientos
insospechados. Tal es el caso del campesino que da origen a la narración, “El
liniero que lo sabía todo”, un relato con chispa, lleno de vida, de increíble
calidad humana, que aquí se reproduce parcialmente:
Había nacido en la Línea Noroeste de la República , y se había
criado a todo lo largo de la frontera con Haití. Su padre era militar y continuamente
era trasladado de un puesto a otro. Había hecho de todo en la tierra; la había
trabajado a gusto y, aunque analfabeto, tenía gran sentido de lo telúrico.
Cuando se independizó del padre,
cargó con una prostituta y se marchó a terrenos comuneros en los alrededores
de Villa Altagracia. Tenía conucos, crianza de aves y cerdos. Procreó varios
hijos con la mujer, y la vida se desenvolvía para él como la de cualquier
agricultor de nuestro país.
Honrado a carta cabal, trabajador
de sol a sol, vivió feliz hasta cuando el Tirano decidió convertir a la Repú blica en un inmenso cañaveral.
Entonces fue desalojado de su predio, tuvo que vender sus animales a cualquier
precio y se convirtió, de próspero agricultor, en un simple cortador de caña.
Sus ingresos mermaron considerablemente y la mujer lo abandonó, dejándole los
tres hijos. Así se convierte en padre y madre de sus hijos; el trabajo se
duplica; le pagan mal; llegan tardíamente los pagos y en alguna ocasión lo engañan;
aprovechan su analfabetismo y su poco conocimiento de aritmética para engañarlo.
Trabaja hasta de noche y se desenvuelve económicamente con los ahorros de las
ventas de sus animales.
Cuando advierte que no tiene un
sólo centavo, y en cambio varios meses de trabajo sin pagar, comienza a sentir
alucinaciones. Es la voz de su mujer que lo insulta; son las voces de sus
padres que lo recriminan.
Una tarde se imagina dueño de
todas las plantaciones de caña de azúcar que existen en la región. Ordena trabajos,
organiza cuadrillas de hombres que laboran a sus órdenes; se limpian los cañaverales,
se hacen carriles para las carretas, trabajan cientos de hombres a su cargo,
hasta que llegan los superiores. Es enviado al Cuartel de la Policía Nacional
y posteriormente al Manicomio.
Se le inicia un tratamiento de
electrochoques y mejora rápidamente.
Los pacientes esquizofrénicos
presentan una característica. Es lo que llamamos los psiquiatras respuesta
de lado o pararespuesta. Al paciente se le pregunta su nombre y
responde con el día de su nacimiento; si se le indaga por el día de su
nacimiento, ofrece su nombre.
Con El Liniero, las respuestas de
lado eran abundantes.
Cuando le preguntamos su nombre,
nos dijo:
-El gran problema de este país
esta en la tierra mal repartida.
Cuando le preguntamos dónde nació,
nos dijo:
-Este año habrá hambre en nuestra
tierra, porque están muy florecidos los mangos y los aguacates.
Las alucinaciones auditivas
persisten y se continúa el tratamiento. EI Liniero se pasa la mayor parte del
tiempo leyendo revistas y libros religiosos, pero no sabe leer, y hace alardes
de cultura sin tenerla. Al menos, en lo que respecta a la lectura.
Pero en relacionado con la tierra y sus problemas, lo
sabe todo. Alguién habla de abejas, y El Liniero sabe de abejas, también. Tiene
una teoría, que anda cerca de la verdad: "Los Linieros son fuertes porque
son los únicos campesinos del país que comen carne, aunque sea de chivos; el
resto come pajas".
-Paja, para él, son los tubérculos:
la yuca, la batata, etc. "El plátano es pasable si esta maduro, -dice-, y
las legumbres son buenas también. Un individuo que coma carne y miel de
abejas, debe ser fuerte".
Así se expresaba El Liniero.
Cuando hablábamos de comida, era prolijo y sincero. Cuando se conversaba de
tierras, entonces se convertía en un huraño; tenía temor y hablaba en parábolas:
-Doctor, el gato con sus patas
hace caricias, pero cuando se enfada, hiere con ellas. ,
Pasado algún tiempo, El Liniero
inició su crianza de animales: cerdos, chivos, gallinas, patos, etc. La mortalidad
era reducida. El tenía conocimientos rudimentarios de terapéutica veterinaria y
sabía aplicarla a tiempo.
En una oportunidad consiguió unas
gallinas ponedoras, importadas. Estas aves son empolladas en incubadoras desde
muchas generaciones, y han perdido en parte su instinto de procreación, ya que
después de pocos días abandonan los huevos.
Le hicimos esa advertencia al
Liniero, y por toda respuesta nos hizo una mueca de desdén.
Algún tiempo después El Liniero
me invito a ir a su gallinero, donde una gallina blanca calentaba una veintena
de pollitos. Cuando le preguntamos cómo había logrado ese prodigio, nos explicó
que había puesto a otro enfermo días y noches a sostener agarrada a la gallina
en el nido, a fin de evitar que lo abandonara.
Si no estoy equivocado, creo que
dura veintiún días el tiempo que tarda la gallina en empollar sus huevos. Pues,
veintiún días, tanto El Liniero como su otro compañero, permanecieron turnándose
en el nido para probarme que todo se puede conseguir perseverando.
…………………………
La vida de Antonio Zaglul, el
inolvidable 501, fue en gran medida lo mismo que describe en este y otros
relatos de su obra, un ejercicio continuo de simpatía, de entendimiento, de
solidaridad, de caridad, de compasión. Esa compasión, como dice Shakespeare en "El
Mercader de Venecia", que “Es dos veces bendita; bendice a quien la otorga
y a quien la recibe".
pcs, jueves, 28 de agosto de 2008
Pedro Conde Sturla
En uno de los primeros capítulos de Mis 500 locos, Antonio Zaglul recuerda
“el título de una obra de un famoso periodista alcohólico de nuestro país,
publicada después de haber estado en el manicomio”, el “manicomio modelo”
Padre Billini.
Se trata de Trementina, clerén y bongó, la novela que recoge el fruto de las
vivencias de Julio González Herrera en ese
establecimiento siquiátrico, aunque no en términos estrictamente
autobiográficos como podría pensarse. Fue su primera novela y a la vez su obra
capital, la obra de un hombre que nunca estuvo perfectamente loco ni, quizás, lo
contrario en esa fase de su vida, y que más bien se mantuvo bordeando la
locura, buscándola o por lo menos desafiándola.
Trementina,
clerén y bongó se presta a diferentes
niveles de interpretación o lectura. En general presenta un drama de tipo
documental, neorrealista, al estilo del cine italiano de la segunda posguerra,
o sea, casi de la misma época en que se escribió la novela. Drama tragicómico
sobre los abismos de la locura y el horror y la preocupación por la locura que
vive en cada uno de nosotros. Velada alegoría del poder y los abusos del poder,
alegato contra el maltrato de la inocencia y contra el mal que proviene de la
ignorancia. Espejo de podredumbre y miserias humanas.
En un capítulo de antología, el tercero, tratando de
ver en sí mismo, uno de los internos medita sobre la delgada “línea que separa la
cordura de la locura”. Su propia lucidez no lo engaña, más bien lo induce a
sospechas:
“En cuanto a su locura, aparente o real, se sentía ya
casi bien. Creía, por lo menos, estar mejor que todos los que se alojaban en
aquel pabellón. Él comparaba mentalmente su actitud con la de sus compañeros y
se sentía cuerdo en relación con ellos. Pero lo malo, lo terrible era que nadie
se consideraba allí loco y sin embargo todos lo estaban. ¿No le sucedería a él
lo mismo?”
Para comprobar su tesis, el interno decide hacer un
“ensayo”, una especie de encuesta consistente en preguntarle a otros locos
sobre el origen de su locura. El resultado confirma sus peores sospechas ya que
sólo uno de los locos encuestados “acepta la idea de su propia locura”.
Lamentablemente es el “llavero” Araujo, haciéndose pasar por loco para gastarle
una broma a un loco.
En la descripción de los efectos de la trementina
sobre los pacientes que se tornan impacientes, no hay, en cambio, espacio para
bromas ni humor negro, sólo la indignación cabe, una indignación y un asombro
hermanados al horror, a la impotencia, a la forma superior de la rabia que es
la rabia sorda, contenida al borde de la explosión.
“La trementina ha hecho prodigios en este
establecimiento. El tratamiento consiste en inyectar en cada uno de los muslos
de los pacientes una dosis regular de trementina pura…Estas inyecciones
paralizan completamente los miembros inferiores de los pacientes durante diez o
quince días, produciendo un dolor agudo y continuado. Sirve para ‘fijar’ el enfermo. El menor movimiento
hace aumentar terriblemente el dolor. El enfermo inyectado permanece sin
moverse, cuatro o cinco días. A los diez días ya se mueve un poco, y puede, con
gran esfuerzo, cambiar de posición en la cama. Todavía al mes camina con mucha
dificultad, con las piernas rígidas y rectas, por la imposibilidad de doblar
las rodillas, y arrastrando los pies. Estas inyecciones se aplican
principalmente a los locos furiosos para calmarlos, pues producen un shock nervioso muy beneficioso para el
paciente…”.
Como puede apreciarse, es un capítulo de atmósfera
irrespirable. En los últimos párrafos se hace aún más indignante, desgarrador,
literalmente insoportable a la vista. Toda la descripción cede su espacio al
asco, el infinito asco. Podría acusarse de tremendismo al autor si su
inventario de llagas y podredumbre no fuese un grito a la conciencia de todos:
“En la enfermería estaba Facunda, siempre delirante, a
quien le había salido un tumor en una pierna y se quitaba constantemente los
ungüentos y vendajes que le ponían para aplicarse saliva, orines y excrementos.
Ahora tenía la pierna completamente descarnada, poblada de gusanos, y con el
hueso a la vista. Estaban también, Ezequiel, con el cuerpo lleno de pústulas,
cuyas costras quitaba meticulosamente para irlas comiendo como el más exquisito
manjar; Pirita, tuberculosa, delgada como un hilo, con los ojos febriles; y
Lino, con un ojo menos que le había arrancado Rafael Pina en un ataque de
furia”.
Desgraciadamente, todas las emociones, toda la
repugnancia que suscita ese texto se quedan cortas tomando en cuenta que
todavía hoy, en la llamada vida real, se producen situaciones como las que en
la “ficción” de la novela se detallan.
Una persona que leyó mi artículo
pasado sobre Antonio Zaglul, me escribió apesadumbrada para contarme su
experiencia a raíz de una reciente visita al Hospital Psiquiátrico Padre
Billini, mejor conocido como "El 28".
La visita tenía por objeto simples
razones humanitarias: llevar ropas, sábanas y algo de consuelo y calor humano a
los internos.
Según me informa la fuente, es
necesario advertir que el reglamento de “El 28” exige que los internos permanezcan
descalzos para poder distinguirlos de los visitantes. Si por alguna razón un
visitante se quita y pierde los zapatos podrían dejarlo encerrado quizás para
siempre, como al personaje de un cuento de García Márquez que entró a un
clínica para enfermos mentales a llamar por teléfono.
De acuerdo a lo que relata esa persona,
si las cárceles dominicanas son la antesala del infierno, no se sabe lo que
podría decirse del manicomio. Allí los electrochoques se utilizan a diario como
manera rutinaria de controlar a los pacientes, cuando el mínimo requerido
es una vez por semana.
La salubridad es inexistente. Hay
pacientes sanos junto a pacientes con enfermedades contagiosas y con sida, locos furiosos y locos mansos en un mismo
amasijo.
Una señora brutalmente golpeada
por su marido, fue llevada a la fuerza por él mismo, y aunque la señora clama y
sigue clamando que no está loca, fue
internada sin la más mínima
evaluación.
Para peor, un canadiense que apenas
logra hacerse entender, está recluido quizás por simples razones de
incomunicación, dando gritos de loco en su condición de cuerdo, que debe ser
desesperante. En este asunto debería tomar parte el consulado de su país.
La llamada "área de
recreación" es todo lo contrario de lo que el nombre indica, una especie
de potrero con la hierba hasta las rodillas.
Los pacientes comen con las manos
sucias, son encerrados en pocilgas desde las cinco de la tarde, sin colchones
ni sábanas ni ventilación. Hay que imaginar solamente los gritos de todos esos
infelices, una vez los trancan a las cinco de la tarde, hasta el otro día. Eso
debe ser otro círculo más del infierno y no la antesala.
pcs, miércoles, 13 de
agosto de 2008
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