miércoles, 13 de febrero de 2019

BORGES Y EL ELOGIO DE LA SENCILLEZ

Pedro Conde Sturla
26 de febrero 209

Siempre he admirado en Borges el culto de la sencillez, el amor por la palabra limpia que encaja a la perfección en el contexto, la precisión y liviandad de la prosa, la fuerza o autoridad del decir, la erudición que abre camino al andar, sin apabullar al lector, la ingeniería verbal tan aparentemente simple y tan difícil de lograr, la escritura sin ripios ni desperdicios, escrituralmente esencial.Imagen relacionada
La literatura, en manos de Borges, es una cosa viva que se actualiza permanentemente. De los más antiguos y olvidados textos hace brotar las novedades que encierran, la modernidad del pensamiento o de la técnica que anticipan desde la noche de los tiempos. Recuérdese que, para Borges, “Toda novedad no es sino olvido”.
De Borges puede decirse lo mismo que él dice de Voltaire: “La felicidad de escribir nunca lo abandonó”. Y desde luego tampoco lo abandonó la felicidad de leer, la insaciable curiosidad que lo condujo a la “exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas”, como dice en el prologo de “Biblioteca personal”, una obra póstuma y además inconclusa. Setenta y cuatro reseñas de un total “de cien que habrían de constituir una colección cerrada escogida por él mismo”.
En esta obra brillan precisamente la agudeza, la concisión, el minimalismo que tanto caracterizan el estilo de Borges, un ideal de estilo que se insinúa una y otra vez en muchas páginas de esta “Bilioteca personal” que  con tanta alegría se deja leer.
Por ejemplo, refiriéndose también a Voltaire, Borges alude a su propio criterio del gusto, a su preferencia en materia estilística:
“Una de las vanidades del vulgo y de las academias es la incómoda posesión de un vocabulario copioso. En el siglo XVI, Rabelais estuvo a punto de imponer ese error estadístico; la mesura de Francia lo rechazó y prefirió la austera precisión a la profusión de palabras. El estilo de Voltaire es el más alto y límpido de su lengua y consta de palabras sencillas, cada una en su lugar.”
En relación a Kafka expresa un criterio semejante:
“El destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido. No en vano era lector de las escrituras y devoto de Flaubert, de Goethe, de Swift.
De André Gide dice que “Siempre fue fiel (…) a la buena tradición de la claridad.”
Para Borges, “El hecho de que Wells fuera un genio no es menos admirable que el hecho de que siempre escribiera con modestia, a veces irónica.”
De “La prosa de Fray Luis” dice que “es, por lo común, de una serenidad ejemplar”.
De un curioso autor, Enoch A. Bennett, pondera “su estilo sereno, que pasa inadvertido como el cristal.”
En el capítulo dedicado a los relatos de Kipling escribe lo siguiente:
“George Moore dijo que Kipling era, después de Shakespeare, el único autor inglés que escribía con todo el diccionario. Sabía administrar sin pedantería esa profusión léxica. Cada línea ha sido sopesada y limada con lenta probidad.”
En la penúltima reseña elogia la calidad de la escritura comprensible:
            “Como David Hume, como Schopenhauer, William James fue un pensador y un escritor. Escribió con la claridad que requiere la buena educación; no fabricó dialectos incómodos, a la manera de Spinoza, de Kant o de la escolástica.”
            Esto es algo que deberían tener presente algunos críticos del patio que, en lugar de conceptos, manejan frases cohetes y teorías tautológicas omnicomprensivas de la literatura. Para Borges, ya se ha visto, las claves de un estilo bien templado remiten a palabras tan humildes como “mesura”, “austera precisión”, “alto y límpido”, “sencillas”, “claridad”, “modestia”, “serenidad”, “sereno”, “probidad”.
En el prólogo de “Biblioteca personal” Borges congrega, cita, en el más depurado decir borgiano, todos los motivos esenciales que alimentan su pasión, su insaciable apetito literario, su entrega incondicional al “placer del texto”, un placer que quiere comunicar, un placer que quiere, cómplicemente, contagiarnos.
Invito a los lectores a degustarlo, apreciarlo, saborearlo, paladearlo palabra por palabra. Luego traten de leer a Diógenes Céspedes en las páginas de Areíto.

Prólogo
A 1o largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros, de páginas, cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara. Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector.
La serie que prologo y que ya entreveo quiere dar ese goce. No elegiré los títulos en función de mis hábitos literarios, de una determinada tradición, de una determinada escuela, de tal país o de tal época. Que otros se  jacten de 1os libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer, dije alguna vez. No se si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector. Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas. Se que la novela no es menos artificial que la alegoría o la ópera, pero incluiré novelas porque también ellas entraron en mi vida. Esta serie de libros heterogéneos es, lo repito, una biblioteca de preferencias.
María Kodama y yo hemos errado por el globo de la tierra y del agua. Hemos llegado a Texas y al Japón, a Ginebra, a Tebas, y, ahora, para juntar los textos que fueron esenciales para nosotros, recorreremos las galerías y los palacios de la memoria, como San Agustín escribió.
Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin porqué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede.
Ojalá seas el lector que este libro aguardaba.
J. L. B.

pcs, jueves, 26 de febrero de 2009

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