El teatro del horror
En el teatro del horror que describen los cronistas e historiadores, las cárceles más temidas en los primeros años de la era gloriosa eran las de la Fortaleza Ozama y la de Nigua. La fortaleza había sido construida en un sitio alto, salubre, junto al río y el mar, y estaba expuesta al salitre, la brisa fresca, los vientos del norte y del sur.
La cárcel de Nigua había sido construida por las tropas de ocupación yanquis (tal vez de maldad, con premeditación y alevosía), en un terreno pantanoso cerca de la desembocadura del río del mismo nombre, y estaba expuesta a todas las calamidades del trópico.
La vida allí quizás era en verdad tan horrorosa como lo cuenta Crassweller. La plaga endemoniada de mosquitos, las bandadas de mosquitos desde el atardecer al amanecer, la inmensa nube negra de mosquitos que enrarecían el aire, los malditos mosquitos que saturaban, envenenaban el cielo, ennegrecían la noche, los mosquitos que caían como una inmensa telaraña con aquel pavoroso zumbido, el infernal zumbido de mosquitos que picaban sin cesar, que parecían más bien devorar a sus víctimas. La aparición de la malaria. El contagio, la manifestación de los primeros síntomas en un hombre tras otro, a veces en medio de brutales labores, escalofríos violentos, fiebre, descomposición y vómitos, insoportables dolores de cabeza, sudores, un sudor frío, el sudor empapando las cobijas, el delirio de la fiebre y las voces delirantes hasta alcanzar el climax. Luego el alivio, lentamente el alivio, el regreso al mundo de los vivos, el pausado recobrar de la conciencia. Luego una sucesión del mismo episodio, la repetición de todos los episodios de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia, de episodios cada vez menos separados, secuencias casi continuas de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia.